jueves, 3 de septiembre de 2009

LA OCASIÓN
(16-9-2001)
JUAN GARODRI


Cualquier ocasión es propicia para desarrollar el rencor. El personal anda a la caza de circunstancias oportunas para atizar el fuego del rencor. Cualquier ocasión se convierte en pretexto para exteriorizar ese (re)sentimiento indefinido que sin saber bien por qué germina y crece como una planta maléfica. Sin embargo, a pesar de su extensión, no creas que resulta tan fácil hablar del rencor. Sobre todo no es tan fácil asegurar, así, por las buenas, que el personal es mayormente rencoroso. Hay que echarle cara al asunto. Sé que voy a meterme en la boca del lobo y que no me va a ser fácil escapar de sus dentelladas.
En primer lugar porque suele confundirse el rencor con la envidia, cuando más bien habría que pensar que no existe entre ellos una concomitancia psíquica, sino más bien una relación de causa-efecto en el sentido de que la envidia es la causa de que aparezca el rencor. El aspecto viejo y espantable con que solía representarse la figura femenina de la envidia, destrozando con sus dedos un corazón ajeno, se transfigura en una visión masculina dotada del caparazón del alacrán, dura y venenosa, cuando se trata del rencor, ese resentimiento arraigado y tenaz que se adhiere a la epidermis del alma como una lapa. Tener pesar o enojo por una cosa, dice el diccionario acerca del resentimiento. Eso es el rencor, un cabreo sordo por algo que acontece y que provoca la erupción maliciosa de la mala leche de manera general entre el gentío.
La ocasión para el rencor surge, por ejemplo, en la cosa del fútbol. Algunos jugadores del Real Madrid se quejan de ‘antimadridismo’. Alguno llegó a asegurar que corrían peligro por los ataques que sufría constantemente su autocar, con apedreamientos reiterados y con rotura de lunas y cristales. Ese clamor popular antimadridista está ahí, agazapado debajo del rencor. La cosa está en dilucidar por qué el gentío anhela que el Madrid fracase, por qué se alegra mayormente si el Madrid pierde, por qué siente un inexplicable e íntimo placer cuando el Madrid sufre un revés liguero, una derrota en la Champions. La derrota ante el Valencia, el empate ante el Málaga, han desatado la euforia rencorosa en las filas del antimadridismo. Toma prepotencia, toma chulería, toma presupuesto de cien mil millones de pesetas, toma soberbia por considerarte el club más caro del mundo, parece decir la cinta métrica del rencor. La famosa pancarta que aparecía hace poco en las gradas de Mestalla durante el primer partido de Liga, esa de «estamos de Zidane hasta los huevos», demuestra casi apodícticamente la impotencia fracasada del rencoroso.
La ocasión para el rencor surge, por ejemplo, en el ámbito de la Iglesia Católica. El caso Gescartera. Probablemente “la Iglesia” (el personal mete de forma indiscriminada en el mismo saco corrupto a todos los estamentos eclesiásticos, sean inocentes o no) no ha actuado acertadamente al colocar inversiones para rentabilizar sus dineros en Gescartera. Pero no me digas que no anda el personal con la escopeta del rencor cargada, dispuesta al disparo, y al tiro a muerte si se tercia. Hay quien pensaba que la indiferencia religiosa, característica de una sociedad tecnológica y monetarista, despreciaba o no prestaba atención al hecho religioso por trasnochado, conservador e innecesario. No hay tal. El viejo, ancestral anticlericalismo celtibérico ha saltado como un resorte a las primeras de cambio. La ocasión ha sido el alegre descubrimiento de los solapados millones de “la Iglesia” en Gescartera. Coño, los curas y las monjas, cómo se lo tenían montado, y luego todo el día pidiendo. Otro ejemplo de ocasión para el rencor contra la Iglesia ha surgido a causa de los despidos de profesores de Religión. Vuelvo a insistir en que quizá la Iglesia ha actuado injustamente desde el punto de vista laboral, pero lo ha hecho al amparo de la ley vigente, según parece. Mal hecho en todo caso. Pero no me digas que no se han echado las campanas del rencor al vuelo, con motivo de estos hechos. Y el gentío acepta las acusaciones realizadas por la FEDER respecto a la petición de algunos obispos de destinar una parte del salario de estos docentes a obras eclesiásticas, denominándolo “impuesto revolucionario”, y sin embargo no se aceptan las explicaciones del director de la Comisión Episcopal de Enseñanza en las que asegura que no se trata de un impuesto revolucionario sino de un fondo común de aportación libre, destinado a la formación y apoyo de docentes sin empleo. El rencor planea sobre la verdad de los acontecimientos. Y es que no se perdona a los curas y a las monjas esa especie de absolutismo psicológico, de dominación anímica, que impusieron a la mayoría de los españoles con el binomio espiritual pecado-arrepentimiento. De los once a los diecisiete o dieciocho años muchos estuvieron dominados en las lobregueces de los pasillos y en los rutinarios arrepentimientos de las capillas, bien embadurna­dos de incienso y eucaristías. Muchos recibieron sinsabores y, también, la base cultural y humanística que (dicen) formó a más del setenta por ciento de los españoles que cursaron estudios antes de la democracia. Si no lo crees, pregunta a la numerosa abundancia de maestros, periodistas, letraheridos y plumíferos dónde los desasnaron, pregunta al abundante ejército de profesores de Institutos y Academias dónde les lijaron la primera corteza, pregunta a la engolada exuberancia de docentes universitarios dónde les cepillaron el pelo de la dehesa, pregunta a la difusa aglomeración de doctores, licenciados y catedráticos dónde recibieron sus primeros pulimentos. Noviciados, aspirantados, internados y seminarios sustentaban los espíritus (apenas nutrían los cuerpos) con abundante alimento nutricio. Había pocos Institutos y los existentes (uno o dos) se hallaban asentados en la capital, razón por la que la mayoría silenciosa de los pueblos ingresaba en esos “colegios para pobres”, baratos y rigurosos, que los sustituían. Y aunque muchos suelen ocultar su juvenil permanencia en colegios de curas, seminarios y noviciados (con ese sigilo pesaroso con que suelen ocultarse las enfermedades y los pecados), se aprovecha la ocasión para declarar, alborozadamente, que “la Iglesia” también se nutre de detritus crematísticos y de deposiciones injustas. De paso, ejercitan el rencor para vengarse, en cierto modo, de aquellos años de aprendizaje, sabañones y afrentas.

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