viernes, 4 de septiembre de 2009

LA SERRANA
(28-10-2001)
JUAN GARODRI

Disculpa, amigo, que eche un cuarto a la remembranza, que dedique a la evocación unas líneas transidas de mocedad y remanencia, aquello que queda de algo.
La he recordado con nostalgia, (la nostalgia, esa melaza que se escurre entre los pliegues de la memoria), cuando he leído la información en el HOY: «La Junta está dispuesta a mejorar las líneas de autobuses de viajeros, esenciales en el transporte interior de Extremadura en comarcas rurales».
He recordado a la Serrana, aquel coche de línea que nos llevaba hasta los pueblos de la Sierra de Gata, hace tantos años, atravesando caminos que llamaban carreteras, sin asfaltar, serpenteando por las inacabables cuestas que conducían a Cilleros, a Eljas, a Hoyos, a Villamiel, a Valverde. La carretera era de tierra, ya digo, y el firme se asentaba en la dureza de las piedras sueltas. Era verano y, a través de las ventanillas abiertas, el polvo penetraba en el interior como una materia viva y persistente.
La Serrana era un viejo autobús renqueante, con capacidad para unas treinta personas, pero dentro iban cincuenta. Quienes tenían la suerte de cazar un asiento iban sentados, obviamente. La mitad viajaba de pie, como sardinas en lata, apretados unos contra otros en medio del pasillo, con el sudor chorreando por detrás de las orejas. Con una habilidad increíble, el cobrador lograba ir traspasando la barrera humana y conseguía llegar hasta los últimos asientos, repartiendo los billetes. Después de cobrar, sacaba su paquete de ideales y se ponía a fumar un cigarrillo. Todo el mundo fumaba, excepto las mujeres. El conductor fumaba, los viajeros fumaban. El tabaco era el signo de la tranquilidad viajera. Nada como sacar un buen cigarro y degustarlo a trancas y barrancas mientras pasaban lentamente los troncos de los castaños. A veces se ofrecía un cigarro al compañero de asiento, o al de a pie, y esa manifestación amistosa del humo prendía en las conversaciones y las consolidaba y exaltaba. La nube tabacuna resultaba tan densa como el polvo que entraba por las ventanillas. Las mujeres llevaban cestas en el regazo y no era de extrañar que algunos pollos asomaran la cabeza por las tapaderas. La olorosa pesadumbre del sudor humano se adhería al techo de la Serrana como una materia oleaginosa y pegadiza. Pero, curiosamente, nadie manifestaba repugnancia ni apartaba el rostro cuando algún sobaco se le plantaba en la nariz. Dentro de la Serrana, los olores constituían un paisaje, más que una costumbre olfativa, y estaban tan habituados a ellos que prácticamente los viajeros los ignoraban, no por inadvertencia y desconocimiento o por incapacidad para diferenciar unos olores de otros, sino más bien porque la apretada y comprimida convivencia con ellos los había transmutado en elementos tan naturales como pudieran serlo el sol o el aire, y así los olores transmigraban de un sobaco a otro como en una ingrávida e insólita metempsícosis olfatoria, y de la misma manera que no se ven aquellos objetos con los que diariamente se convive aunque se echen de menos si llegaran a desaparecer, así el personal viajero no solía advertir la presencia de los olores.
Algunos hombres fumaban "flor de guitarra", aquel tabaco picado que había que liar, lleno de estacas como trancas, que chisporroteaba al ser encendido y desprendía centellas sobre la pechera de la camisa, de modo que no había más remedio que sacudírselas de encima, moviendo la mano de arriba abajo con un ademán parecido al de quien toca la guitarra.
El viaje se hacía interminable. La Serrana paraba en cada pueblo, sin previsión horaria. Paraba en el parador, aquel establecimiento que hacía a la vez de taberna y fonda, y el personal aprovechaba para estirar las piernas, mear o beberse una gaseosa.
Siempre se arremolinaba alrededor de la Serrana un grupo de curiosos, esa grey soñolienta que anhela el misterio que emana de los viajes, la búsqueda de la riqueza emocional que habitualmente no se halla a su alcance. El conductor y el cobrador, guías reales de la expedición viajera, eran los primeros que descendían del vehículo. El conductor se acomodaba en el mostrador de la taberna y enhilaba su consumición con la pertinente tranquilidad del que se sabe jefe. Mientras, el cobrador ascendía al techo de la Serrana (aquellas exteriores escaleras de níquel) para subir o bajar los 'bultos', petates rudimentarios que sustituían casi siempre a las maletas. Cuando el conductor se dirigía a su asiento tras el volante, todo el mundo trotaba a acomodarse apresuradamente para realizar la próxima etapa.
El viaje en la Serrana era un viaje emocionante que comportaba un intento de cambio, un dejar atrás la rutina para adentrarnos en el territorio de la experiencia aventurera, en el terreno de la posibilidad de liberación que nos redimiese del entorno cotidiano. El viaje en la Serrana era una afirmación espacial de la personalidad, una búsqueda de lo desconocido, perdurabilidad cromática que dibujan los castaños, profundidad envolvente de los helechos, silueta de robles alzándose en la robustez de la madera.
La Serrana. Una evocación imborrable. (Fin)

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