viernes, 18 de septiembre de 2009

TELEVISIÓN
(9-3-2003)
JUAN GARODRI


Es un tema tan manido, sobado, criticado y denostado que, la verdad, me produce cierto repeluzno mental tratar el tema de la televisión que padecemos. De acuerdo, la generalización casi siempre resulta inexacta y admito que no todo lo televisivo es denigrante, pero hay que reconocer que abundan los programas de exaltación de la mediocridad, por no decir de la banalidad, por no decir de la ordinariez, por no decir de la patochada.
En este sentido, se habla y se escribe sobre los límites de la televisión. ¿O no tiene límites? Pues parece que no los tiene, a juzgar por lo que uno ve. Desde aquellos tiempos protohistóricos, televisivamente hablando, en los que Alfredo Amestoy se cargó el documental añadiéndole discretas dosis de ficción (creo recordar que se trataba de la familia Botejara) hasta los «docu-shows» actuales, los límites de la dignidad humana, artística y estética han saltado hechos añicos. El ‘caso de la autopsia’, por ejemplo, emitido en el Reino Unido por Channel 4, ha destrozado el límite que separa la dignidad de lo indigno (a pesar de que sus defensores aseguran que en la serie “C.S.I.” puede verse más sangre y más tripas).
En España, los gustos de los telespectadores han variado sustancialmente desde 1999, cuando se inició el «reality» de Gran Hermano, esa parida espeluznante magnificada durante tres meses de catre y pedorreo, mezcolanza epidérmicamente grosera e inurbana de la animalidad y las hormonas. Pienso que este tipo de programas, y los retransmitidos al filo de la medianoche con la transgresión como buque insignia, perjudican seriamente la salud mental de los televidentes hasta el punto de que la constante visión del programa televisivo les inocula una probable idiocia permanente cuyos síntomas se manifiestan principalmente en un deseo disparatado de llegar a famosos, muy famosos, y de ganar dinero, mucho dinero, sin dar un miserable palo al agua, que se dice. Consideran modelos dignos de imitación a una serie de famosillos, famosetes, famosuchos, que aparecen desparramados en los sillones, los pelos amarillos, encrespados e hirsutos, dando muestras de un comportamiento zafio, pelín grosero. No les preocupa, en absoluto, contar entre risas y chulerías el protagonismo que adoptan en anécdotas estúpidas, por ejemplo, mear desvergonzadamente en cualquier esquina o en medio de la calle, y si una señora, la pobre, les afea su conducta y los llama guarros, tal como suelen hacer las señoras en esos casos de incontinencia pública, ellos responden, con el poderío de voz característico del tarugueo mental, que más guarra es ella por mirarles el pindongo.
Lo malo de toda esta mierda consiste en que los dueños o directores o lo que sean de las cadenas televisivas no se preocupan de la idiotez que esparcen porque, en primer lugar, el detrimento de la salud mental de la ciudadanía no se considera perjudicial, sino quizá beneficioso, para la consecución de fama y dinero y, en segundo lugar, los presuntos damnificados pulsan el botón para encender el televisor de forma voluntaria y absolutamente libre. Pero la responsabilidad no es sólo de los programadores: el espectador consume basura, le gusta, y el programador se la proporciona. El espectador necesita adrenalina para superar la mierda del mundo, dicen.
Otro aspecto del supuesto derecho a la transgresión es la violencia. Los idiotipos preconizados por la teletontuna imperante, esos culimajos de la violencia perfectamente diseñados por guionistas esquizofrénicos, reparten tiros y patadas sin cesar hasta que logran colocar en el gentío la perversión de los sentimientos. La impunidad con que las distintas cadenas emiten en la franja de protección al menor secuencias con homicidios, secuestros, actos de vandalismo, agresiones sexuales, golpes y otras formas de violencia, demuestra que el hecho transgresor va transformándose en un derecho acomodado en la permisividad.
Y qué decir del gusto de la ciudadanía por observar la vejación y las humillaciones a que se someten algunos concursantes. «El rival más débil» es un programa ingenuo (la humillación es solamente verbal) si se compara con determinados programas ingleses o americanos en los que se llega incluso a la humillación física.
En fin, la teletontuna, la telebasura, la telemierda, la tele que todos tenemos en casa, bien colocada en peana de honor, es así porque así la queremos. Los programadores se limitan a aprovechar el tirón publicitario (la pasta es la pasta) y a echar carnaza porque el personal prefiere la basura a la higiene. A este respecto, Gustavo Bueno afirma que «cada pueblo tiene la televisión que se merece».

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