domingo, 27 de septiembre de 2009

MUERTOS DE PROGRESO
(20-7-2003)
JUAN GARODRI


España es el cuarto País de la Unión Europea con mayor número de muertos al volante, sólo superado por Grecia, Irlanda y Portugal.
Carlos Muñoz Repiso, Director General de Tráfico, afirmó que la sociedad española acepta la siniestralidad al volante como un “tributo al Progreso” y no cambia sus hábitos de conducción, cuando un 90 % de los accidentes son evitables.
Son noticias que he leído en la prensa nacional estos días. Pues sabes qué te digo, que me cago en el progreso, me dice mi tío Eufrasio. Un progreso venido a menos, o que no ha llegado a más, como puede ser el progreso de Grecia, Irlanda y Portugal, países con los que formamos el grupo de la muerte. También es coincidencia, que ya es joderse, que los países en los que más personas mueren en accidente de tráfico sean aquellos cuya renta per cápita es la más baja de toda la Unión Europea. Será por aquello de que a perro flaco todo se le vuelven pulgas. O de que en casa del pobre todo son goteras. Cómo es posible que en el primer semestre de 2003 hayan dejado la vida en las carreteras españolas cerca de cuatro mil personas. Como es posible que las autoridades sanitarias adviertan (hipócritamente si se quiere, pero lo advierten) de que el tabaco perjudica seriamente la salud, peligro de muerte, calavera simétricamente situada entre dos tibias en plan bandera pirata, el tabaco, enemigo público número uno, y no adviertan al personal de que el coche perjudica gravísimamente la salud. Será por lo de las indemnizaciones. A las compañías tabaqueras puede sacárseles la pasta gansa, millones del ala por envenenar a la ciudadanía, cuando a las compañías tabaqueras se la trae floja lo de las indemnizaciones mientras haya miles de millones de fumadores (y fumadoras) en el continente asiático que compran sus productos. A las fábricas del automóvil no hay quien exija indemnizaciones.
El coche, sin embargo, es un artilugio inocuo, al parecer. Dotado de una singular belleza, jamás decae de su atractivo esplendoroso, aunque sea de segunda mano. El coche refuerza la personalidad y dota al usuario (y usuaria) de una perfección psicológica lindante con el poderío económico y el endiosamiento de los millonetis. Uno es un donnadie si no hace ostentación de coche. La deslumbrante rutilancia (¿o no existe rutilancia? —sí, sí, existe; me da igual, hablando de coches) de la pintura metalizada confiere una especie de categoría arcangélica al conductor, que cabalga a lomos de las cuatro ruedas una cabalgadura atractivamente gótica, el conductor, ese sanjorge de los seis cilindros en línea en posición delantero longitudinal y cilindrada de 2.493 centímetros cúbicos, el conductor, ese purista de la conducción que quiere chulearse en los adelantamientos a todos los viejos cacharros que se le ponen por delante, tan solo porque el tarado de las suspensiones tiene una puesta a punto muy correcta para él, que busca la deportividad por encima del confort. El sanjorge del siglo XXI se protege tras la adarga del parabrisas y empuña la lanza del acelerador para combatir al dragón de su propio desvarío. «La seguridad está de moda. Todo modelo que se precie debe llevar varios airbags y sistemas electrónicos de ayudas a la conducción», dicen. Para qué vale todo. Para qué valen los crash-test de la agencia independiente Euro-NCAP, para qué las simulaciones virtuales en ordenador. El sanjorge del siglo XXI lanza por la ventanilla la sofisticación y la tecnología. La frustración personal se evapora con el ruido del motor. Nadie es más grande que él, ni más importante, ni más aguerrido, ni más osado, ni más audaz, ni más esforzado, ni más resuelto, ni más temerario, ni más presuntuoso, ni más gilipollas. Si el sanjorge es aficionado al uso del teléfono móvil, su capacidad de desafío a las normas de prudencia y precaución es infinita. La Dirección de Programas de Investigación de Accidentes de la DGT asegura que «Nueve de cada diez conductores lleva un móvil; de ellos, más del 60 % es manual y va encendido, y sólo el 14 % es de manos libres». Bien. El sanjorge es consciente del riesgo o es idiota. Una de dos. Si es consciente del riesgo, no utiliza el teléfono móvil mientras conduce. Si es idiota, lo utiliza. Tiene que mantener el contacto con el tipo (o la tipa) que ha apostado con él la cena del viernes. La comunicación es fluida y constante, ahora a ciento treinta, hostia, tío, que voy por las cuestas del Tajo, ahora a ciento ochenta, sí, en el tramo de autovía del puerto de Baños, no, no, acabo de dejar Béjar a ciento cincuenta, una pasada tío, no se me resiste ni uno, bajo volando por Vallejera. [...] El pii-puu, pii-puu, de la ambulancia llena las vaguadas que circundan Guijuelo. Uno más. Uno menos.
Diariamente hay muertos en las carreteras españolas. Anualmente, miles. Leo la prensa de hoy y me aburre la información reiterativamente cansina de Lula, Irak, bajas de soldados estadounidenses, Tamayo, Tamayo, cinismo, hipocresía, fariseismo político, Simancas y su plumero, Comisión de Investigación, PP contra PSOE, PSOE contra PP, la querella de Atutxa, las grietas del Prestige, el culebrón de Ronaldinho, la vuelta de Simeone y las pollas en vinagre. No encuentro noticias que alarmen socialmente por las muertes diarias provocadas por accidentes de tráfico. La cotidianidad de la muerte nos hace olvidarla. La muerte cosificada como un tributo al progreso, zumba cojones.
LO DE LAS LETRAS
(13-7-2003)
JUAN GARODRI


Conozco a algunas personas sedicentes cultas que en cuestiones de expresión, ortografía, sintaxis y léxico muestran deficiencias que a veces resultan insoportables. Con frecuencia he escuchado la estupidez justificativa de quien, después de haber metido la pata hasta el corvejón, dice esa tontería de «es que yo soy de ciencias». Lo malo no es la metedura de pata. Lo malo es la entonación con que pronuncian la frase, una entonación con ribetes de suficiencia cultural, como si el hecho de desconocer los fundamentos elementales de la Lengua quedase de alguna manera compensado, o superado, por el dominio de la fórmula matemática o química. De entre los mismos alumnos surgen algunos que, catequizados tal vez por profesores cenutrios, se atreven a menospreciar a otros compañeros por el simple hecho de ser “de letras”, como si la asignación “de ciencias” les atribuyese la posesión de una inteligencia superior. Es más, en las diferentes opciones que oferta la Logse a los alumnos que terminan la Educación Secundaria, figuran el bachillerato tecnológico, el de ciencias de la naturaleza y de la salud, el de humanidades y ciencias sociales y el artístico. Pues bien, corre la especie, en la mayoría de los institutos, de que los alumnos que optan por el bachillerato científico o tecnológico son más listorros que los que optan por el bachillerato humanístico o artístico, los pobres, que no valen para otra cosa. ¿Quién les ha metido en la cabeza semejante bobada? He conocido alumnos pertenecientes al COU de Ciencias —el COU, a dónde fue a parar, a dónde lo han largado con cajas destempladas los templadores de gaitas del actual sistema educativo, los programas y reuniones ¿a dó fueron?, los esquemas y resúmenes para aprobar el ‘comentario’ de Selectividad ¿qué fue dellos?, en la Logse se han perdido y desecado cual se seca el rocío de las eras y tal, y que el lector disculpe la cutre paráfrasis manriqueña que acabo de espetarle—, alumnos hubo de ciencias, repito, dotados de una insuperable habilidad para resolver fórmulas matemáticas o químicas que, allegados al sano discurrir necesario para hincarle el diente a la intelección normal de un texto, eran incapaces de expresar correctamente por escrito las ideas principales y secundarias que el texto contenía. ¿Inteligencia? ¿Pedorrismo?
Item más. En un instituto de nuestra región extremeña, el departamento de lengua castellana y literatura, alarmado por el intolerable aumento de la incorrección escrita por parte del profesorado, ha tomado la decisión de dirigir a los departamentos una notificación en la que se ruega a sus integrantes que cuiden la expresión escrita en sus avisos y comunicaciones públicos a los alumnos.
Item más. Hay colegios mayores que prefieren hacer pasar por una entrevista al alumno que solicita plaza. Bien. En un colegio mayor universitario de Madrid, (en julio del 2003, no precisamente en la época de Serrano Súñer) cuando el entrevistador conoció que el alumno entrevistado optaba por una carrera de letras, le espetó, entre otras sorprendentes admoniciones, lo siguiente: «Sepa usted que en este colegio se efectúa un riguroso seguimiento de las calificaciones: con una asignatura que suspenda tendría que abandonar la residencia. Porque puede considerarse admisible un suspenso en ingeniería aeronáutica, por ejemplo, pero no en la carrera de letras que usted va a estudiar». Sin comentario.
Ciencias o letras. Letras o ciencias. La discusión es vieja y no pretendo entrar en ella. Sólo intento resaltar la noticia aparecida hace unos días en la prensa nacional (ABC, 9-7-03): «La lengua española aporta el 15 por ciento del Producto Interior Bruto». Toma del frasco, Carrasco. Casi 90.000 millones de euros al año. Casi 15 billones de pesetas ‘de las de antes’( pleonasmo utilizado por periodistas tontainas). O sea, que la lengua ya no es solo poesía y demás chorradas metafóricas. O sea que la lengua ya no es solo la transformación narrativa de la ficción novelesca. O sea, que la lengua ya no es solo la clase de literatura en el instituto, con sus épocas literarias y demás paridas de historias críticas y obras completas. O sea, que la lengua ya no es solo la perfección sintáctica, la propiedad léxica, la coherencia semántica y otros galimatías de pirados librescos. O sea que la lengua ya no es solo la mierda de la ortografía y la de todos los hijoputas que te suspendían por confundir “a ver” con “haber”, que total es lo mismo y que con esas pijadas se confunde cualquiera. No. La lengua ya no es solo eso. La lengua ha pasado al mundo despiadado de las estadísticas, de los tantos por ciento y del marketing. La lengua aglutina el 88 % del valor económico del español y se prevé, además, que ascienda al 89 % entre enseñanza, publicidad, telecomunicaciones, nuevas tecnologías de la información, cultura, espectáculos y otras actividades. Qué bien. La lengua ha entrado en el bachillerato tecnológico y científico y los estudiantes que se dediquen a ella se convertirán en alumnos listorros porque podrán ejercitarse en el estudio de la aportación de la lengua española al PIB por ramas de actividad.
Sin embargo, qué pena. La lengua española es noticia porque genera 90.000 millones de euros. Las implacables garras del consumismo productivo han convertido la utilización de la lengua en un circo de productos y ganancias donde la belleza del lenguaje es, si acaso, el fulgor de las lentejuelas del corsé.
Qué pena, repito. Para mí, es como si alguien entrañablemente querido hubiera sido atacado por una enfermedad horrenda e incurable.
ELOGIO DEL IMBÉCIL
(27-1-2002)
JUAN GARODRI


He tomado el título de una obra que acaba de publicar un periodista italiano. No la he leído. De entrada, parece absurdo elogiar al que es imbécil, pero en el telerreportaje publicitario en el que aparecía la noticia, el autor daba a entender que van desapareciendo los inteligentes y, en contrapartida, son los estúpidos quienes van adueñándose del mundo.
El elogio del imbécil, así, a secas, me hace pensar en Desiderius Erasmus de Rotterdam y su Elogio de la locura, publicada en París en 1511, verdadera delicia de la crítica y de la ironía burlesca. (Siempre se ha traducido la obra de Erasmo como Elogio de la locura pero su título original, en latín, Moriae encomium seu laus stultitiae, parece que alude más a la imbecilidad que a la locura). Como quiera que sea, no tiene uno más remedio que sonreír, e incluso que reír abiertamente cuando lee el parágrafo XVII o el XX, por ejemplo, en los que se trata acerca de la relación hombre-mujer. «La naturaleza de las cosas es tal, que quienes más locos son llevan la mejor parte de la vida, a la cual, si es triste, no sé cómo se la puede llamar vida. Asimismo conviene huir de la tristeza, a fin de que esta hermana gemela del tedio no prive de todos los placeres». Erasmo presenta al personaje de la Locura (imbecilidad) que, en una asamblea, anuncia el propósito de hacer un elogio de sí misma. «Sin mí, afirma la Locura, el mundo no podría existir ni un momento. Porque todo lo que se hace entre mortales, ¿no está lleno de locura? ¿No está realizado por locos y para locos?». A través de la obra, Erasmo utiliza la ironía para criticar las instituciones de la época, la sabiduría de los filósofos, el dogmatismo de los teólogos, el aborregamiento del pueblo. No sé por qué, pero el elogio del imbécil, al que me refería al principio, me huele a que tiene un asentamiento conceptual tomado de la obra de Erasmo. Y así como el Elogio de la locura se burla de la insensatez universal lanzando irónicos ataques a todos los integrantes de la sociedad de entonces (pueblo, reyes, clero, filósofos, teólogos, poetas, retóricos, jueces, maridos, ricos, pobres), así podemos convertir el elogio del imbécil en una crítica a la sociedad actual desde el punto de vista de la inversión de los valores, de tal manera que puede asegurarse que triunfa el tocado por el don de la imbecilidad, gracias a que se aprovecha de los recursos elaborados por el inteligente. Porque se trata de eso: de comprender, y admitir, que el necio no es tan necio y que el inteligente no lo es tanto como a él mismo le parece.
No tienes más que bajar a la realidad de los ejemplos. Tú llegas a casa al atardecer de un fin de semana, esos atardeceres tediosos descogotados por la inminencia del lunes, y te dispones a ver la televisión. (Qué remedio, imposible leer, estás ahíto de suplementos culturales, suplementos de viajes, salud, motor, cocina, trabajo, economía, deportes, cine, vinos con denominación de origen, belleza, moda, teatro, arte, música, literatura, famoseo, ciencia, naturaleza, turismo rural, premios TP e información reiterativa acerca de los chicos/as de Operación Triunfo, cientos de páginas desparramadas por los sofás y la mesa del comedor, prensa efímera destinada inmisericordemente al contenedor de reciclaje, para qué la comprará uno, si parece que siempre estás leyendo más de lo mismo, para qué ese vacuo afán de la información dominguera, es como un vicio, tanto más inútil y perjudicial cuanto más afecto es uno a su adquisición finisemanal). Disculpa la longitud del paréntesis, te decía, amigo, que te dispones a ver la televisión y te diriges a las páginas de información televisiva. Dentro de ella, seleccionas la crítica de películas. Y no falla: si te las das de inteligente y eliges la película señalada con cuatro asteriscos (muy buena), comienza a dominarte un muermo inextinguible que te deprime y te impulsa a comer bombones de chocolate. Si actúas, en cambio, como un imbécil y eliges la señalada con un asterisco (regular) o con un miserable punto negro (mala), suele ocurrir que te distraes y quizá te decides a tomar una cerveza y unos pistachos. Dentro del mundo del deporte (fútbol, naturalmente) también se dan casos semejantes al del cine: hay jugadores imbéciles que no tocan bola en todo el partido y jugadores listos que se parten el alma y no paran de correr durante los noventa minutos, “una lucha impresionante, con trabajo estajanovista, con anticipación, impidiendo con una presión agobiante el juego ágil de los contrarios”. Ya en las postrimerías del partido, el jugador imbécil se acerca a la portería enemiga en el lanzamiento de un córner. Y allí, sin comerlo ni beberlo, mete la punta del pie y consigue el gol para su equipo. Se ha aprovechado del esfuerzo de todos y él brilla con el sudor ajeno. Es el elogio del imbécil.
Ahora, eso sí, donde con más facilidad se produce el hecho que venimos comentando, el del elogio del imbécil, es en el terreno de la política. A ver por qué casi nadie quiere meterse a político. A ver por qué las organizaciones locales de los partidos políticos se las ven y se las desean para encontrar candidatos a la hora de confeccionar las listas electorales. ¿Por qué? Porque casi todo quisque se considera inteligente, casi todo el mundo piensa que sus meninges estimulan conocimiento, comprensión y capacidad para entender. Sólo el que se mete a político carece de dicha capacidad, piensa el inteligente. Sólo el político es ese ser escaso de razón que actúa acomodado en los entresijos de la imbecilidad. Sin embargo, el político triunfa, aparece con frecuencia en los medios de comunicación, adquiere poder de mando y a veces de organización, es saludado e incluso adulado por los demás mortales y, finalmente, se sube el sueldo el 31 por ciento. Dime tú, por el contrario, qué ha sido del inteligente, quién lo conoce, quién lo aclama y quién lo entrevista. Además, el inteligente tiene que contentarse con que le suban el sueldo un 2 por ciento.
Podía ponerte mil y un ejemplos del triunfo del imbécil y del fracaso del inteligente, sobre todo en el ámbito de la cultura y de la sociedad actuales, pero el intento sobrepasaría los límites de este artículo. Así que no parece tan absurdo publicar un libro en cuya portada figura un título tan sorprendentemente actual como el que alude al Elogio del imbécil.
ENTRE LA ALCAZABA Y BECKHAM
(6-7-2003)
JUAN GARODRI


Habrá que tomárselo en plan viaje a la Alcarria, o por ahí.
El viajero ha dormido inquieto, así que prefiere levantarse temprano. Cuando toma el coche para dirigirse a Badajoz, la mañana está fresquita, con un relente más propio de la primavera que de estos primeros días de julio. El viajero pretende visitar algunas residencias universitarias, así que, en primer lugar, enfila la avenida de Elvas y después de un rápido caminar en coche (que el lector disculpe la cantada semántica) atraviesa los límites del Infanta Cristina, deja a un lado los alrededores de Coca Cola y accede al recinto de la residencia universitaria, de agradable entorno. Aún no son las 9 de la mañana y la luminosidad de las cristaleras ofrece una apariencia de sosiego vacacional resaltado por el verde reflejo del césped. El viajero se adentra en las dependencias de información. No va calzado con sandalias polvorientas y ajadas sino con zapatos lustrosos. No luce barba peregrina sino un rasurado reciente. No porta macuto ni bastón andariego. Sólo lleva una abultada cartera de mano en cuyo interior se mezclan solicitudes, informes y certificados. El viajero es recibido atentamente por el personal de la dependencia de información. Mientras espera su turno para realizar la entrevista concertada con el director, el viajero es invitado a visitar las dependencias del Centro, comedores, habitaciones compartidas, salas de estudio y conferencias, campos deportivos, gimnasio, piscina... Durante el tiempo de la visita, se le informa pormenorizadamente del funcionamiento de la Residencia y de las normas por las que se rige. Después de la entrevista, el viajero se encuentra razonablemente satisfecho y piensa que le agradaría residir aquí, y así lo manifiesta. Pero hay una pega. El viajero pretende iniciar los estudios universitarios de Comunicación Audiovisual y la Facultad que los imparte se halla situada en el Badajoz antiguo, en la última picuruta de la Alcazaba. Y allá se dirige. Dejando atrás la catedral y el Ayuntamiento, recorre a pie las estrechas y empinadas callejuelas que conducen a la Alcazaba. Mujeres de raza gitana se abanican, sentadas a la puerta de sus casas. Un cartero (en realidad es una mujer cartero) llama a una puerta y a voces informa de que lleva una carta de Hacienda. Terminado el ascenso, el viajero accede a unos recintos extraños y amurallados, con evidentes signos de abandono. Poco después, en una explanada porticada, se afanan obreros, máquinas, grúas, taladradoras, hormigoneras y vallas metálicas. Se trata de la Plaza Alta en cuya reconstrucción parece empeñado el Ayuntamiento pacense. El viajero se halla completamente desorientado. Así que se dirige a un obrero que intenta enderezar una valla metálica. El obrero luce gafas con montura al aire. Le dan un aspecto modernamente intelectual.
—Por favor, ¿puede indicarme dónde se encuentra la Facultad de Comunicación Audiovisual?
—La Facultad, ¿y eso qué es?
El viajero se sorprende porque piensa que, por aquellas alturas, todo el mundo localizaría con facilidad la Facultad de Comunicación Audiovisual. Así que aclara:
—La Facultad, una parte de la Universidad.
—Ah, donde los estudiantes y todo eso, ¿no?
—Sí, más o menos —concede el viajero.
—Pero oiga, eso está pallí abajo, pa donde los médicos y eso.
El desconcierto del viajero va en aumento. Decide continuar su camino, atraviesa la Plaza Alta y avista un agente municipal tras un portón a cuyo lado se halla instalada un pequeña comisaría. El viajero respira más tranquilo y se dirige al agente:
—Por favor, ¿la Facultad de Comunicación Audiovisual?
—¿Cómo dice?
—Que si puede indicarme por donde se sube a la Facultad.
—Que yo sepa, paquí no hay ninguna facultad, lo que sí hay es un museo.
—Y una facultad —insiste el viajero.
—Pues no sé, como no sea lo de las bibliotecas...
—Sí, lo de biblioteconomía —dice el viajero aliviado.
—Tire por ese portón de la derecha, y luego parriba.
El viajero accede a lo que podría ser una superficie ajardinada y es, sin embargo, un lugar inhóspito y desierto. Los hierbajos resecos y altos rodean unos árboles anclados en su tristeza vegetal. Ni un arreate de flores, ni una zona verde, ni un aspersor, ni un elemento decorativo. El aspecto ornamental característico de cualquier zona universitaria ha sido olvidado, y descuidado, en esta altura de la Alcazaba. El viajero observa que el edificio nuevo de un museo se alza al fondo, y que a la derecha aparece el edificio de Biblioteconomía. El contraste es extraordinariamente insólito: la enhiesta rigidez de las paredes, de nueva construcción, frente a la desolación desportillada de los accesos y el abandono vegetal del entorno inclinan a pensar que el viajero no se halla en Badajoz sino en algún lugar del África subsahariana.
El viajero piensa en la información que le habían proporcionado algunos colegas de Badajoz: las Autoridades se han equivocado: han pretendido dinamizar la parta alta instalando en ella algunas facultades y lo que han conseguido es que muchos estudiantes extremeños opten por otros estudios, desanimados por la dificultad del acceso y por el abandono del campus. Los responsables de la UNEX deberían tenerlo en cuenta
De regreso a su domicilio, el viajero se detiene a comer en un restaurante de la carretera. La televisión enfatiza sobre el momento supremo en que Beckham llega a España. Ante la importancia del acontecimiento, la escolta motorizada y los 500 periodistas, el abandono y el descuido de un campus universitario adquieren una dimensión minúscula. Además, Beckham ha utilizado el idioma español y ha dicho «Hala, Madrid», palabras mágicas y cuasi divinas que alivian la desazón del viajero.
FUTBOLETA
(29-6-2003)
JUAN GARODRI


Como hay algunos que no acaban de entender esos artículos tridimensionales, dicen, que a veces escribo, con frecuentes palabras de difícil intelección, voy a comentar el término «futboleta» para aquietar sus ánimos críticos y no mandarlos a tomar por saco.
Todo el mundo sabe qué es el fútbol, o no lo sabe, o cree que lo sabe, pero no todo el mundo sabe qué significado tiene la palabra futboleta, término derivado de fútbol, al que el sufijo -eta otorga un valor despectivo y jocoso.
Podemos atribuirle (por ponerse uno en plan charleta de CPR) dos tendencias, la teórica o abstracta y la práctica o personal. En la tendencia teórica, futboleta alude a una situación dominada por la ira; es la situación causada por una serie de acontecimientos considerados por el hincha como incorrectos, indignos, infames e injustos que provocan en él una rabia profunda, un cabreo menos sordo que vociferante, lo cual que el hincha se agarra una pataleta enrabietada y furiosa que, como aparece con motivo de la cosa del fútbol, llamamos futboleta. En la tendencia práctica o personal, sin embargo, futboleta es el individuo que, provocado por una serie de acontecimientos contrarios a sus intereses futboleros, se agarra una futboleta (rabieta) de cojones. Con lo que se da el caso, dentro de los límites de una tautología más inútil que léxica, que el futboleta se agarra casi siempre una buena futboleta.
No siempre, sin embargo, las palabras terminadas en -eta caracterizan el jolgorio significativo, qué va, muy al contrario. Palabras como escopeta, metralleta, tanqueta, carecen absolutamente de aspecto cómico o gracioso y se inclinan a transmitir el miedo y el espanto. Poeta y majareta van unidos dentro de una asociación mental que, aunque tal vez injusta, no deja de resultar verosímil. Cuchufleta, burleta y pedorreta atribuyen a sus lexemas una idea de guasa despectiva y displicente, a veces humillante, que se utiliza para mandar al plasta de turno más allá del extranjero. Futboleta, no obstante, va asociado a rabieta, ese enfado o motivo de ira que a veces adquiere grandes dimensiones aunque haya sido provocado por motivo leve.
En el caso, por ejemplo, de la patada en el culo a Vicente del Bosque y a Fernando Hierro, la futboleta que se han agarrado muchos socios, hinchas, forofos, etcétera, del Madrid ha sido considerable. Las pintadas contra Florentino han constituido el aspecto visible de su futboleta. Y es que no se puede jugar con los sentimientos de la gente. El fútbol ha sido elevado a la categoría de mito en cuanto que sus personajes gozan de carácter divino o, al menos, heroico. Dentro del mito, cada hincha le otorga un símbolo con el que se siente representado. Y va el personal y tira de Ronaldo, de Zidane, de Figo o de Raúl para rellenar con ellos o con alguno de ellos ese vacío zarrapastroso que arrastra a diario entre sus decepciones.
Así que el hincha de toda la vida (futboleta) no soporta la frialdad de tiburón empresarial de Florentino que, dando por donde todo el mundo sabe al mito y al símbolo, prefiere la rentabilidad económica a la zaragalla épica. Y que disculpe Del Bosque, pero ese agotamiento de proyecto que han utilizado sus jefes como excusa para echarlo a la rue, no es tal agotamiento desde el punto de vista técnico. Es agotamiento desde el punto de vista estético. A Florentino le interesa vender. El fútbol para él no existe como finalidad última. El fútbol existe en tanto en cuanto posibilita la capacidad de generar dinero, es decir, derechos de imagen, publicidad, camisetas, bufandas, insignias. El pobre Vicente Del Bosque, con esa imagen de artesanía humilde, con esa pinta de carnicero, de panadero, de dueño de tasca de barrio, había agotado sus posibilidades de venta de imagen. Poco han importado los siete títulos conseguidos en las cuatro últimas temporadas, de poco le han valido la afabilidad y las buenas maneras, de nada le ha servido pacificar el avispero de un vestuario donde cada uno de sus integrantes se considera, cuando menos, el rey de Roma. Fuera. Kaput. Hace falta un icono que genere cuantiosos ingresos por derechos de imagen. Caiga quien caiga. Del Bosque no tenía que hacer nada ante Queiroz, un técnico que habla cinco idiomas, con aspecto de alto ejecutivo, acorde con las exigencias de un Madrid transformado en empresa, un técnico segundón (da igual) tan parecido a Valdano, ese marqués de la terminología futbolística, ese personaje de frase redondeada y de ojo de águila clarividente. Queiroz asume la filosofía de Valdano: «El fútbol debe ser un arte». El arte del negocio. Business is business.
Estaba cantado. Del Bosque no tenía nada que hacer. El Madrid necesita técnicos objeto y futbolistas objeto. Que, además, sean buenos futbolistas para ganar títulos.
La llegada de David Beckham, con los peinados de la irreverencia, transforma al futbolista en ese oscuro objeto de deseo por el que suspiran las jovencitas cuando admiran su torso desnudo después del gol, con el que sueñan las maduritas al recordar su tentadora piel de efebo musculoso y elástico, en el que piensan, tal vez, los partidarios del homoerotismo andrógino (no sé cómo decirlo más finamente). Ese tipo vende. Ese tipo da dinero. Hace pocos días, Beckham ha realizado una gira por Japón. Lo han entrevistado en 14 emisoras de televisión: solamente ha hablado cuatro minutos de fútbol, pero ha generado unos ingresos de 8,5 millones de euros. Ante una situación como la expuesta, de manifiesto predominio de la publicidad y la imagen generadora de ingresos, ¿qué final le esperaba a Del Bosque? ¿Qué le esperaba a Hierro, «el mejor defensa del mundo» según la pelotada de Florentino, con 35 tacos en las botas y ese rostro de gitano sacrificado y cumplidor?
De ahí la futboleta (rabieta) del hincha de toda la vida, ese sacrificado espectador de “su” equipo, a quien han destruido, de una sola tacada empresarial, la fe en sus ídolos y el amor a sus colores. Que, aunque parezca mentira, todavía hay quien se cree eso de que el fútbol es un deporte. Son los futboletas. Incautos.
METÁFORAS
(22-6-2003)
JUAN GARODRI


Los profesores de literatura explican muy bien lo de las metáforas. «Tus dientes son perlas», dicen siempre, como si no existieran millares de frases con las que ejemplificar la metáfora.
Pero los dientes con relación a las perlas, o las perlas con relación a los dientes, ejercen una atracción simbólica, quizá mistérica, sobre docentes y discentes, absortos en esa relación asombrosamente abstracta que dimana de perlas que son dientes, o de dientes que son perlas.
Yo tuve un profesor que explicaba la metáfora con facilidad deslumbrante, y hasta se permitía el lujo de formular la metáfora con un rigor casi matemático al relacionar entre sí el término real y el término imaginario. Si el término real lo llamamos A y denominamos B el término imaginario, decía, resulta que A y B permanecen indisolublemente unidos por una identificación, de donde concluimos que A es B. Y lo escribía con rasgos vigorosos en la pizarra, A : B, colocando dos puntos entre la A y la B, puntos que emergían como eje angular alrededor del cual giraban los dientes y las perlas. También hablaba de metáforas puras, muy difíciles de identificar, porque la pureza de la metáfora residía en la ocultación del término real A, y tenía uno que hilar muy fino para descubrir el término imaginario B, que había desaparecido gracias a la excelencia artística del poeta, encubridor literario para magnificar con su encubrimiento la belleza clásicamente rotunda de la metáfora: las perlas de tu boca.
Había días en que yo sudaba tinta porque el profesor se adentraba en dificultades gongorinas y hacía que las neuronas destilaran sobrecogedores esfuerzos de intelección y clarividencia. Se trataba de la metáfora determinativa. B de A, decía. Hay que cazarla. Y distribuía fotocopias que reproducían «Preciosa y el aire», de Lorca, para que saliéramos a la caza y captura de la metáfora determinativa, ignorantes de tiros literarios. Imposible descubrirla entre la intrincada maleza léxica del autor. Además, uno caía en el pozo de la perversidad porque daba vueltas, sin remedio, a aquellos versos ardorosos y urgentes: «Niña, deja que levante / tu vestido para verte. / Abre en mis dedos antiguos / la rosa azul de tu vientre». Con lo que la inminencia del vestido alejaba la abstracción metafórica.
A pesar de todo, la reminiscencia de la metáfora pervive durante años y constituye una vieja cicatriz imborrable. ¿Qué otra cosa, sino vestigios de la antigua metáfora, son las afirmaciones promisorias de todos los nuevos alcaldes (y alcaldesas) salidos recientemente de las urnas como el genio que fluye de la lámpara maravillosa? Prometen y prometen. Promesas con la estructura externa de “metáfora pura”: desaparecido el término real, fagocitado por la escandalera de los pactos, sólo permanece el término imaginario, atrapado en los límites de la inverosimilitud.
Ahora mismo, sin ir más lejos. Metáfora de la corrupción. Asamblea de Madrid. "Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez son basuras y despojos". Metáfora perfecta, aunque de estructura bimembre, de tipo identificativo: A es B. Al menos el señor Aznar así la ha explicitado imprecatoriamente: «Con esas basuras, con esos despojos, menuda alternativa van a presentar». Muchos de los asistentes a la sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados sonreían maliciosamente. La metáfora era perfecta: Tamayo y Sáez (A) son basuras y despojos (B). Existe la misma identidad imaginativa entre “dientes” y “perlas” del ejemplo clásico que entre “Tamayo-Sáez” y “basuras-despojos” del ejemplo aznariano. Es evidente que en la belleza de la frase «Tus dientes son perlas» la asociación imaginativa consiste en atribuir a los dientes las magníficas cualidades de las perlas y, de la misma forma, en la vulgaridad de «Tamayo-Sáez son basuras-despojos» se atribuyen a los políticos supuestamente corruptos las sucias cualidades de los desperdicios.
La conclusión a la que llega el ciudadano interesado en el asunto es que estamos rodeados de metáforas políticas, quizá porque el político es un ser esencialmente metafórico e imaginativo. Ya se habla, con respecto al escándalo de la Asamblea de Madrid, de la «ETA del ladrillo», metáfora de estructura determinativa y metonímica, tipo B de A, para designar la relación de corruptela asamblearia que puede establecerse entre una organización supuestamente corrupta (algunos posibles miembros de la Asamblea de Madrid) y el ladrillo (algunos miembros de la especulación inmobiliaria).
Con todo, yo me quedo con otra metáfora peyorativa, tipo A de B, pero de estructura perfecta: «Política de mierda». Porque las metáforas no sólo se utilizan para exaltar la belleza. Ahí están los políticos, con cráneos privilegiados repletos de metáforas no precisamente bellas. Así que por la misma lógica anteriormente expuesta, habría que considerar metafórica, aunque no bella, la frase «política de mierda» porque la relación entre el término real ‘política’ y el imaginario ‘de mierda’ se concreta en la asociación de las cualidades negativas de la mierda que en este caso se atribuyen subjetivamente a la política.
Una vez expuesto lo expuesto, quiero felicitar al lector que haya llegado fielmente hasta aquí y le deseo que no caiga en el nihilismo político al que induce la tensión democrática actual, que inicia, a lo que parece, la deslizante y peligrosa bajada de la descomposición. En caso contrario (y no deseable), el único remedio al alcance de la mano se resume en la frase de mi tío Eufrasio: En las próximas elecciones les voy a decir que vote su puta madre. Metáfora peyorativa de extensa e inconveniente explicación.
SALAS DE ESPERA
(15-6-2003)
JUAN GARODRI


No hay como permanecer en una sala de espera para convencerse de la fragilidad de la persona. Me refiero, principalmente, a las salas de espera de clínicas, ambulatorios y consultas médicas privadas.
El paciente entra en la sala de espera con precaución, cuando no con prevención, mira a derecha e izquierda, descubre un asiento vacío, se dirige a él y pide perdón constantemente por atravesar la salita, o rozar un pie, o importunar. El paciente que entra en la sala de espera piensa que molesta a los que ya se hallan acomodados en el silencio y en el reojo. Porque el silencio es sepulcral. Nadie habla, nadie se mira y todos se observan. De reojo, naturalmente. Existe una especie de compostura íntima y como vergonzante que propende a no cruzar la mirada, una moderación en los ojos que se alzan hasta el techo, se inclinan hacia el suelo o se clavan en la pared de enfrente intentando descifrar la certificación enmarcada del XXVII Cursillo sobre no sé qué especialidad médica a la que el doctor acudió en 1987, o antes. Así que no, no es a usted a quien pretenden mirar, señora, sino al diploma que está colgado por encima de su cabeza. Es una lucha de miradas oblicuas en la que cada uno de los contendientes procura impedir el encontronazo de los ojos. Tal vez quieran evitar la evidencia recíproca del mal físico, porque una cosa es innegable: las personas reunidas en esta sala se encuentran aquí porque sobrellevan un padecimiento físico que inútilmente pretenden ocultar a los demás. De ahí el empeño en esquivar las miradas. Así que, para evitar indiscreciones silenciosas, el paciente se decide a leer una revista. Pero tiene que incorporarse. Aunque la estancia es reducida, las revistas se amontonan desordenadamente en la mesita central. Un pequeño esfuerzo y ya está. ¡Hop! Los cuatro pacientes lo miran y piensan «no pasa nada; el de la esquina, que se ha decidido a leer una revista». Y vuelta a clavar los ojos donde antes los tuvieran clavados.
Como casi siempre, la revista que ha tomado el paciente está anticuada. La ha elegido porque no es una revista del corazón, ni de marujeo, ni de prensa rosa, que aparecen desperdigadas sobre la mesa de la sala de espera con esa apariencia de páginas indóciles que muestran las revistas de uso común. Esta es una revista de las que las empresas editoras ofrecen juntamente con el periódico los fines de semana. Alguna página cuelga, semiarrancada de su encuadernación natural. Otras aparecen arrugadas, o dobladas, o sucias. ¡Han sido tantas las manos que la han utilizado! Con cierta prevención y discreto escrúpulo, el paciente va pasando las hojas. A estas alturas del año, el cuento de Maruja Torres, el artículo de Muñoz Molina o el cabreo de Pérez-Reverte parecen tan pasados de rosca que no animan a leerlos. Lo mismo ocurre con los reportajes, lejanos en el tiempo y ausentes de interés. El paciente se pregunta cómo es posible que asuntos que despertaron la atención o el recelo mundial hace apenas unos meses, aparezcan ya como fósiles informativos. «El petróleo de la discordia. De qué va realmente la guerra contra Irak». Qué lejanía la de la guerra. Eso esperaban sus promotores, y lo sabían: el tiempo cumpliría su cometido de apelmazar la memoria. Nadie habla ya de la guerra. Nadie indaga sus causas. Nadie inculpa por sus consecuencias. Versos de pie quebrado harían falta, como los de Jorge Manrique, para recordar y avivar el seso, no sea que, cuando menos se piense, coloquen los mandamases otra guerra, con el pretexto ininteligible de las armas de destrucción masiva...
De pronto, el paciente siente un repentino picor en la fosa nasal izquierda y sabe que va a estornudar. Hace muecas tal vez exageradas para ver si aleja la inminencia del estornudo. Imposible. Una especie de cepillito eléctrico gira a dos mil revoluciones por minuto coanas abajo y el cosquilleo es insoportable. El paciente se asusta y a toda velocidad rebusca en sus bolsillos la ayuda de un pañuelo. Sabe que sus estornudos son tremendos. Si estornuda con la boca abierta, una catarata de mucosa pulverizada se estrella contra todo lo que aparezca por delante. Si lo hace con la boca cerrada, el estornudo atraviesa dos fases: una débil e iniciadora como si la tráquea exhalase un gemido y, casi simultáneamente, una explosión nasal, igualmente líquida y pulverizada, semejante al estornudo de las cabras. Infelizmente, no logra sacar del bolsillo el pañuelo de tela de los que ya nadie utiliza (sustituidos por los kleenes, tan asépticos e higiénicos, pero que no complacen al paciente porque cada vez que estornuda, sin saber cómo, aparece el kleenex atravesado en algún dedo) pero logra, en décimas de segundo, colocar ante su rostro la revista anticuada, único medio disponible para impedir la catarata y la aspersión nasal. Lo que no puede impedir, no obstante, es el volumen exagerado del estruendo. Así que la señora sentada frente al paciente se sobresalta ligeramente y exclama ¡Jesús!, no se sabe si como jaculatoria de tratamiento educado o como reacción alarmada ante la repentina potencia estornutatoria.
El paciente se disculpa y prosigue como puede el hojeo de la revista, pero piensa en la inadecuada falta de higiene que suponen las revistas anticuadas en las salas de espera, repletas (las revistas) de gérmenes tal vez nocivos y contaminantes. A saber cuántos no habrán estornudado antes que él utilizando el cauto parapeto de la revista. En definitiva, reflexiona el paciente que las revistas deberían estar totalmente actualizadas porque piensa que a menos antigüedad menos posibilidad de contagio, ya que habrán recibido menos estornudos, menos mal aliento, menos bichitos de esos que los pacientes suelen llevar dentro.
Menos mal que la suave música de relajación que se esparce por la sala induce a olvidar la posibilidad de un contagio potencial. Otros por menos han denunciado al Ayuntamiento.
LO DEL CASTIGO
(8-6-2003)
JUAN GARODRI

Los ingleses es que son muy cumplidos. Tanto, que cumplen hasta con el castigo. Ahora que los psicólogos afirman que el castigo origina toda clase de frustraciones interiores y de fracasos exteriores, van los ingleses y pretenden recuperar el castigo en las aulas. No el castigo de la expulsión o el castigo verbal u ocupacional, no, sino el castigo físico. Alumno insolente, alumno castigado. La regla y la vara de sauce encima de la mesa. La regla emite un sonido seco y algo estridente, como la tos disecada de una anciana de Gales. La vara, sin embargo, silba como el viento dormido en las rocas de Cornualles. La vara tiene que ser de sauce llorón para que el vardascazo derrame lágrimas ejemplarizantes en la palma de la mano. El maestro que utiliza la vardasca suele ser enérgico y amante del orden, la disciplina y el deber. Además, explica muy bien matemáticas y hace problemas de libras y peniques, pero como el personal es pedorro y tiene serrín en la cabeza y entiende mal sus explicaciones y lleva el pelo con los rizos revueltos de Mike Hucknall y lleva auriculares para escuchar la música de Soft Pink Truth y lleva los brazos tatuados con las calaveras de Iron Maiden, pues eso, la letra con sangre entra.
Pero esto es en el Reino Unido, donde los ingleses son tan cumplidos. Por las poblaciones cercanas a la Raia pensábamos que los cumplidos eran los portugueses. «Eres más cumplío que un portugués», dice mi tío Eufrasio cuando le ofreces la silla en la terraza. Pero resulta que no, que los cumplidos son los ingleses. Porque piensan cumplir hasta con el castigo.
También pretenden cumplir con Blair, y castigarlo por lo de la guerra de Irak. Ahora que ya ha terminado la guerra. Después de burro muerto, la cebada al rabo, decían en aquellos tiempos en que había burros. Así que la falta de pruebas de existencia de armas de destrucción masiva en Irak (uno de los motivos por los que se libró la guerra) ha alborotado a los ingleses y esto ha provocado que parlamentarios y congresistas del Reino Unido pretendan castigar a Tony Blair y le pidan explicaciones para aclarar los motivos que lo llevaron a participar en el conflicto. Porque la credibilidad del Gobierno ha quedado puesta en tela de juicio al no probarse aún la existencia de estas armas. Pero esto es en el Reino Unido. En España no hace falta aclarar ningún motivo bélico porque todo se ha hecho por el bien de los ciudadanos. Como es probable que nunca se sepa si había o no armas de destrucción masiva en Irak, los ingleses se dirigen en estos momentos hacia terreno interior, porque ahora de lo que se trata es de castigar (creo que ya he dicho que son muy cumplidos): hay que castigar la gordura y el tabaco. Los tiros pues se dirigen contra la celulitis y el humo.
Imagínate que el alguacil del pueblo llega a la plaza mayor, se echa la gorra hacia atrás, saca la turuta, lanza los cuatro resoplidos reglamentarios y grita su salmodia de pregonero: ‘Bando. De orden del señor alcalde, se hace saber que los gordos y los fumadores tendrán que firmar un contrato por el que se comprometen a adelgazar o a dejar su hábito si quieren seguir recibiendo asistencia gratuita por parte de la sanidad pública británica. El elevado número de enfermedades y muertos relacionados con el tabaco, el alcohol, las dietas insanas y el estrés, preocupan a las autoridades sanitarias’. No es broma. Lo ha publicado la prensa inglesa. (Creo que ha relegado a un segundo plano a sir Winston Churchill, fumador y obeso).
Lo del tabaco viene de largo. Las volutas aromáticas del cigarro puro han dejado de ser la alianza volátil de la digestión y el sofá para convertirse en los celajes mefíticos del infierno. La frase roza el ridículo, pero aproxima la idea de que el tabaco se ha convertido en algo pecaminosamente atractivo. Y rechazable. Dada la poca confianza que ofrecen las autoridades cuando predican que hay que perseguir el bien y evitar el mal, uno cae en el maleficio de la duda, y se le escaman las conceptualidades y piensa en qué ocultas intenciones, más monetarias que sanitarias, no rebozarán la campaña antitabaco. Aunque a las compañías tabaqueras se las trae al cuarto mientras haya mil trescientos millones de chinos que consumen más cigarrillos que europeos y americanos juntos.
Lo de los gordos ya es otra cosa. Porque mientras la acción de fumar es voluntaria, a pesar de que el tiempo la convierta en adicción, la acción de engordar es involuntaria y, probablemente, escapa a la voluntad del gordo. Cierto que la ingesta indiscriminada de bollería industrial preparada con grasas no recomendables debería limitarse en los obesos e hipertrigliceridémicos, pero también es cierto que las autoridades deberían reclamar daños y perjuicios a los fabricantes de tal bollería de igual manera a como se le reclama a los fabricantes de cigarrillos. ¿Qué culpa tienen los gordos de que las salsas hechas con mantequilla, margarina, leche entera o grasas animales estén tan buenas? ¿Qué culpa de que los croissants, las ensaimadas, las magdalenas, las patatas chips y los chocolates despidan ese aroma seductor y bulímico? Si un fumador deja de fumar, se vuelve irritable. Si un gordo deja de comer, se vuelve triste. No hay que equiparar la irritabilidad con la tristeza. Tengo un amigo gordo y es pura alegría: cuando él aparece se iluminan los rostros contagiados de sonrisas, de amabilidad, de chistes, de talento. No soportaría ver a mi amigo triste.
Creo que los ingleses se pasan, de cumplidos. Castigar a una persona obesa a que firme un contrato en el que se comprometa a no engordar es como exigirle a un ciclista que se obligue a ir en bicicleta sin pedalear. La norma despide ese aire de sadismo legislativo al que tan acostumbrados están los ingleses.
REFLEXIONES COÑAZO
(1-6-2003)
JUAN GARODRI

A la gente le gusta que la engañen. Es un sentimiento tan incrustado en los epitelios (si es que los epitelios son de algún modo receptáculo celular de los sentimientos, que no creo), tan incrustado está, que el personal disfruta sabiendo que lo engañan, experimenta un esponjamiento tan sensible como conceptual al conocerse engañado, al reconocer que admite el engaño, y que le gusta. Porque una cosa es el timo, cuyo efecto no voluntario produce desazón y complejo de pardillo volandero, y otra el engaño, cuyo efecto admitido exhala un extraño aroma seductor. El efecto del engaño que se admite con gusto reside precisamente en ese aroma, el de la seducción, esa habilidad de engañar con arte y maña que el gentío admite benévolamente porque en la aceptación del engaño acepta al mismo tiempo la importancia de su personalidad ciudadana, que es objeto de atracción física o política para obtener de ella un tipo de relación determinado. Tanto el que engaña como el engañado conocen perfectamente los límites de su relación, pero aceptan el juego porque depende de él el afianzamiento de su floración psicológica y, al mismo tiempo, el asentamiento de su situación económica, sentimental, política o deportiva.
Cuando hace pocas semanas el Real Madrid eliminó al Manchester United de la Copa de Europa, aun perdiendo por 4-3, los medios de adoctrinamiento de masas deportivos lanzaron a los cuatro vientos la simulación triunfadora de que el Madrid había realizado un partidazo. Todo el mundo sabía que no era cierto. Todo el mundo sabe que un equipo al que le cascan cuatro goles así de grandes no puede haber realizado un buen partido. Aunque él haya marcado tres. Sin embargo, el hecho de haber eliminado al Manchester y el triunfo deportivo que suponía el paso a las semifinales de la Eurocopa, dotaban al equipo madrileño de una capacidad de seducción engañosa, bien aprovechada por los medios y mejor aceptada por los aficionados que admitían el engaño con la fascinación esperanzada de jugar la final en Old Trafford.
Por otro lado, al día siguiente de las elecciones municipales y autonómicas, el secretario general de Organización del PSOE, José Blanco, aseguraba que un socialista presidiría la FEMP porque el PSOE tiene 300 alcaldes más que el PP y le supera en el gobierno de 20 municipios ‘grandes’. Al mismo tiempo, el coordinador de Organización del PP, Pío García Escudero, aseguraba que su partido presidiría la FEMP porque tiene más concejales y más alcaldes: 23.621 ediles frente a los 22.915 del PSOE. (Los datos son de don Pío). Alguno de los dos engaña, o los dos, quién sabe, pero a los partidarios de uno y otro signo político les gusta escuchar que ellos presidirán la Federación Española de Municipios, creer en ese poder interior que otorgará la presidencia porque juntamente con el poderío político se afianzará, piensan, la estabilidad de la persona que confía en su partido. Si gana el PSOE, o el PP, al que pertenezco o en el que confío (pienso que piensan), gano en cierto modo yo, porque con el triunfo de mi partido, al que he confiado mis certezas, se afianzan también mis persuasiones. Tanto los que dirigen como los dirigidos, sobre todo los que dirigen, se sientan junto a la verdad, la disfrazan y engalanan y hasta la desvirtúan, pero les gusta su nuevo aspecto y lo difunden y magnifican, conocedores, unos y otros, de que el engaño, ese disfraz festoneado de verdades, es una seda agradable con la que pueden disimularse las deficiencias. Y gusta.
A quién no le gusta escuchar la mentira, dicho de otro modo, a quién no le gusta saber que es engañado. Se mira uno al espejo y la maquinilla de afeitar enfervoriza la caducidad de las arrugas. Uno no es nada. Convencido. Esa es tu verdad. Sales a la calle y encuentras al amigo, a la mujer del amigo, al alumno de hace veinte años, ya con canas y calvo. Te dice «qué bien te conservas», y lo aceptas con entusiasmo, sabedor de que su engaño es justamente el tuyo. Aceptas su mentira, consciente de que en ella se asienta un centímetro más de perpetuidad. La mentira posee un poder de seducción perverso, tal vez canalla, en cuanto afirma lo contrario de la verdad que, sin embargo, es aceptado como verdadero. Quizá lo realmente atractivo del engaño consista en que significa algo que se escapa y no algo que permanece. La cualidad que el engaño magnifica es una cualidad transitoria, provisional y perecedera. Por eso nos gusta. La verdad se asienta en una cualidad esencial y no hay quien la mueva. «La verdad consiste en decir del ser que es y del no ser que no es», dijo Aristóteles. La verdad, pues, no depende de puntos de vista subjetivos, no depende de creencias o deseos. Quizá por eso, guiados por nuestro deseo, nos guste tanto que nos engañen.
Deseas tener salud y te crees lo de las sardinas, ya sabes, lo de los ácidos grasos poliinsaturados y todo eso. Y te crees lo de la cerveza, su poder antioxidante, ahora que se acerca el verano. Y te crees lo del vino tinto y su beneficiosa influencia en las cardiopatías, sobre todo en invierno. Y te crees lo del aceite puro de oliva y su milagroso poder nutriente. Y te crees lo del paseo y su saludable consecuencia en la circulación de la sangre. Y te crees lo de la calidad, absorta en el celofán de su propio envoltorio, fagocitada por tu necesidad de disfrutarla. Pura dialéctica. Es el engaño, es la vida, es la posesión del momento.
Por ello, los pensadores, los filósofos, los políticos tienen como tarea principal el cultivo de la dialéctica. Y hasta los poetas cultivan una dialéctica metafórica en sus provincianas relaciones cainitas. Se pretende poseer el engaño de la fama, tanto más alta cuanto más baja sea la del contrario. Sin embargo, la verdad total nunca será posesión, ni en el concepto, ni en la filosofía de la existencia. Heidegger dixit. Sólo nos salva el engaño.
REGALOMANÍA
(25-5-2003)
JUAN GARODRI


Hoy se celebran las elecciones municipales y autonómicas. Más bien parecen elecciones nacionales, al Congreso y al Senado, si bien se mira la tónica general de las distintas, amplias, espaciosas, prolíficas, exorbitantes, disparatadas campañas en que cada uno de los líderes se ha mojado el culo para la pesca. Ya se sabe, el que quiera peces... Y vaya que si querían peces. Cientos, miles, millones de peces. Cada pez, un voto. O cada voto un pez, no sé, porque acaba uno perdiendo la dimensión tangible de la realidad a causa de las salpicaduras verbales de los pescadores. La cosa de la pesca no es de ahora, naturalmente. Dicen que ya en el paleolítico se practicaba, aunque de forma rudimentaria, fijando en el centro del sedal constituido por fibras vegetales entrelazadas, armas en forma de lanzadera, y que durante la edad del Hierro se usaban anzuelos de metal muy parecidos a los modernos.
Lo fundamental de la pesca es el cebo, dicen los entendidos, el regalo que atrae al incauto seducido por la promesa manducatoria. Existen tantas clases de cebo que resultaría prolijo enumerarlos. Sólo de mosca y cucharilla las tiendas de artículos deportivos muestran cientos de ellos. Bueno, si, por otra parte, nos pusiéramos a analizar la etnología de la pesca, descubriríamos, sorprendidos, que la pesca puede realizarse a mano, a garrotazo limpio, con arco y flechas, con arpón, con azagaya, con garfio, con anzuelo, con mosca seca, con cola de rata, con redes y nasas, y hasta con venenos y narcóticos. Ahora, eso sí, para la cosa de la pesca, el cebo, ese regalo que se ofrece como dádiva falsificada. El cebo posee el atractivo del regalo, objeto digno de estimación que se da a alguien con deseo de complacerle. Y ahí reside, precisamente, la perversidad del regalo. Porque el deseo de complacer es sólo aparente, la vida lo demuestra. En el fondo, el regalo es una estratagema para atraer la voluntad de la persona objeto del regalo e inclinarla hacia el regalador. Aquí es donde el regalo se identifica con el cebo y la actitud munificente pierde su cualidad generosa para transformarse en embauco. El regalo se convierte en promesa, el cebo en engaño. Si identificamos el regalo y el cebo, en tanto atracción y ofrecimiento mendaz, no nos queda más remedio que identificar también la promesa y el engaño, en cuanto resultado falaz del ofrecimiento. Es la regalomanía.
Esta metodología del do ut des, del ‘te doy para que me des’, la regalomanía en definitiva, configura las estrategias comerciales del liberalismo económico y abarrota los supermercados y los mítines. Jamás se ha ofrecido al personal tanto regalo como se ofrece ahora. El regalo, socialmente, se hacía entre familiares, conocidos e íntimos. Uno hasta se ponía contento, una satisfacción íntima, un regocijo inexpresable, cuando regalaba cualquier cosa a la madre, a la novia, al hijo. Ahora acontecen las cosas al revés. Tú no ejercitas la alegría del regalo, el regalo viene a ti desde ángulos desconocidos, te sobreviene desde ofertas centelleantes, te cae encima desde los fanzines multicolores y luminosos de la publicidad y las pancartas. El regalo es como una pedrada en la espalda que te sorprende y te desconcierta. Cómo es posible que alguien te regale algo, sin conocerte. No es un regalo, es un cebo, un señuelo, un engaño. Lo malo de este podrido asunto está en que el gentío se traga lo del regalo y consume sin parar productos innecesarios, promesas ilusorias. Pero a ver, si a ti te regalan 60 euros en llamadas, esa promesa de la comunicación ininterrumpida, ¿cómo vas a dejar de adquirir el móvil? Si te regalan una carretera, un ambulatorio, un instituto, un parque, un empleo, una vivienda; si te regalan prosperidad, estabilidad, seguridad, ese cebo para el voto, ¿cómo no vas a contribuir con tu aplauso en el mitin? Otros no regalan nada, aunque prometen mucho, porque no disponen de cebo dada su menguada representatividad, pero acuden a la pesca instalados en la idea testimonial, así que se dedican a espantar la pesca del pescador de al lado, a acusarlo de que no sabe lanzar la caña, de que se le enreda el sedal en el carrete y de que su cebo es de mala calidad. Ni pescan ni dejan pescar.
Dentro de la campaña cebadora, la promesa del regalo ha girado sobre nuestras cabezas como esas mariposas de gracilidad neoclásica que revoletean en los eneasílabos de Meléndez Valdés. Nos han regalado el cebo de la promesa casi delicadamente. Como a los peces nos han cebado. Lo cual que sería maravilloso si no existiese el anzuelo. En los remansos del Alagón, los pescadores acuden con sus bolsas de maíz, con sus saquitos de pipas de melón, con sus botes de lombrices cuarteadas, según la época, y lanzan al agua puñados de maíz o de pipas o de lombrices, como quien siembra, para cebar a los peces. Unos días después, los peces pican, atraídos por la promesa de un regalo alimentario que les cae del cielo. En la aceptación del regalo aceptan su perdición.
La regalomanía ha extendido la plenitud de la promesa, planificada, pormenorizada y evaluada por expertos en el desarrollo psicológico del señuelo. Verdaderos artistas estos tipos de la publicidad. Mezclan el cebo con la vida interior, la plenitud vital con la frustración, el bioproducto antioxidante con la fregona y el detergente, las listas de espera con el DVD y la prosperidad económica con la pantalla plana. Sentirse bien es un regalo, qué mejor inversión fisiológica que regalarse uno la posesión de la felicidad: si usted se regala un viaje a la playa del Pájaro Pinto, se está regalando bienestar. Mientras tanto, los créditos de interés variable se aplican tanto a la política como a la economía. Mira tú qué cosas.
INTELECTUALES
(18-5-2003)
JUAN GARODRI



Los hay de toda clase y condición. Por eso no resulta fácil hablar de ellos. Tú te pones a investigar sobre la cebolla, por ejemplo, y encuentras sus características en cualquier enciclopedia. Planta hortense de la familia de las liliáceas, de tallo hueco, fusiforme e hinchado hacia la base, flores de color blanco verdoso en umbela redonda, y raíz fibrosa que nace de un bulbo esferoidal, de olor fuerte y sabor más o menos picante. No, no, en absoluto. Te aseguro que no estoy comparando al intelectual con la cebolla. Pero te pones a investigar sobre los intelectuales y no hay manera de que sus características definitorias aparezcan asociadas en razón de grupo o familia. Intelectual, como cualidad, es lo perteneciente o relativo al entendimiento. Intelectual, como persona (supuesto inteligente), es quien se dedica preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras, al menos esto es lo que dice el dignísimo e ilustre diccionario de la Lengua Española (DRAE, 22ª edición, 2001), para quien, al parecer, no son intelectuales los integrantes de la amplia gama que constituye el mundo de las artes.
Intelectuales. ¿Quiénes son? ¿Quiénes no son?. Hay quien admite dos grupos de intelectuales, según leo en prensa hodierna:
a) los verdaderos,
y b) los de barracón de feria.
Los verdaderos son aquéllos que casi siempre se equivocan. Los de barracón de feria, por el contrario, se equivocan siempre. La distinción resulta curiosa, chocante e inédita, al menos para mí. Porque la brevedad taxonómica no elimina en absoluto el impacto clasificatorio. Jooooder, cómo raja el Ignacio Sánchez Cámara (ABC Cultural). Yo es que me quedo boquiabierto y piernitendido. De manera que el intelectual, si es verdadero, tantos de ellos, manifiesta una sobrada proclividad hacia el fascismo y/o el comunismo, mientras que evidencia un repeluzno desasosegante hacia el liberalismo y la democracia. Por eso será que casi siempre se equivocan. Resulta duro conceder el cabezazo aquiescente a la mayoría de las aseveraciones, acusaciones más bien, del articulista. Sobre todo, porque se refiere a los “verdaderos” intelectuales: «Hablo, por supuesto, de los verdaderos intelectuales, no de los de barracón de feria, agitadores de la chusma y bufones de la plebe». Si los verdaderos intelectuales no son fieles a su misión de oponerse a la opinión pública y rectificarla; si propenden al utopismo, si son arrogantes y autosuficientes, si son resentidos políticamente, si suelen carecer de sentido histórico, si están inflados de vanidad, si confunden la libertad intelectual con el sometimiento, y si son esclavos del prejuicio, si son así los intelectuales del grupo a), si los verdaderos intelectuales son así, apaga y vámonos. ¿Cómo serán los del grupo b)? ¿Cómo serán los de barracón de feria? El valor connotativo que delimita la expresión, "barracón de feria", confiere a la frase un significado de charlatanería difícilmente soslayable, por mucho que uno perfile bien la mente para pasar por la estrechura comparativa. El intelectual del grupo b) es, en consecuencia, un charlatán. Ostras, Pedrín. Escarba uno en sus recuerdos, sondea uno sus antiguas relaciones profesionales, otea uno el horizonte de la cultura cercana y, ahí va, increíble, se te vienen a la memoria rostros, actitudes y elocuencias de tipos que encajan en lo del barracón de feria como la silicona en la pechuga de Ana Obregón. Resulta que tipos que te dejaron boquiabierto con la profusa enunciación de su sapiencia no eran más que charlatanes, intelectuales de barracón de feria. Lo malo de este extraño asunto está en que tú también estabas dentro del barracón, porque a ver, si no, cómo llegaste a conocerlos. Así y todo, el sonsonete de muñeca chochona, ese que la supermegafonía de la tómbola ferial expande por el recinto sin compadecerse de la sensibilidad auditiva de los visitantes, ese sonsonete repiquetea en tu memoria asociado con la recitación de poemas, o así, algún acto institucional con motivo del día del Libro, o eso, en que el charlatán de turno regurgitaba la voz engolada de su intelectualidad.
Si el intelectual del grupo b) es un bufón de la plebe, no sé qué decir. Tal vez la frase se refiera al sabihondo que sobrevive en la política a base de parir actos culturales. Y es que la cultura se ha extendido de una manera furibunda, casi violenta, invadiendo municipios y concejalías, de forma parecida a como se extiende la magarza en los prados, con su centro amarillo y blanca circunferencia de ramilletes terminales. Solamente el intelectual organiza la cultura, o eso dicen, por lo que el intelectual del grupo b), tipo bufón de la plebe, florece en los prados municipales y organiza los concursos poéticos anuales, las representaciones de teatro subvencionadas, la actuación musical, entre otras, del grupo de rap autonómico y, como curiosidad pleistocénica, o por ahí, la exposición de artesanía y cerámica franquista.
Si el intelectual del grupo b) es un agitador de la chusma, se me agota la capacidad expresiva porque no va a colocarlo uno, exclusivamente, dentro del papel de capitoste organizador de manifestaciones y protestas. A no ser que el articulista se refiera con lo de intelectual-agitador-de-la-chusma al de la pegatina y la pancarta. Tendría que esforzarme en la exposición de un comentario de texto demasiado riguroso porque rozaría la desconsideración hacia el pueblo, denominado chusma, inocente de que un bufón realice la hipóstasis de la intelectualidad.
MITINEROS
(11-5-2003)
JUAN GARODRI


Se podría hablar de las próximas elecciones democráticas, tan cercanas. Y no creas, la tentación es áspera y espigada como esos tallos vegetales que surgen en primavera, repentinos y recios. Pero no me parece tema apropiado. En primer lugar, porque en todas partes (prensa escrita, radiofónica, televisiva) aparece la sobreabundancia informativa, opinante, expositiva, laudatoria, condenatoria, despreciativa o magnificadora de los partidos políticos que van a llevarse el gato al agua de las urnas. En segundo lugar, porque me invade un aburrimiento extremo, un cansancio mental, casi fisiológico, si me adentro en el terreno electoral, siempre lo mismo, los mismos mítines, las mismas promesas, los mismos ganadores, los mismos empatadores, los mismos perdedores.
Es hora de que alguien se dedique a desmitificar la campaña electoral. En unas elecciones municipales, es de sobra conocido el personal de las diferentes listas que opta a conseguir el gobierno municipal, al menos en poblaciones pequeñas. Sin embargo, proliferan las campañas, los mítines, los discursos y la palabrería. El mitin, habitualmente, no es un discurso pronunciado por un entendido en teoría política, ni por un experto en economía de empresas, ni por un versado en relaciones sociales, ni por un entendido en psicología juvenil, ni por un investigador de temas culturales, ni por un conocedor de la estructura urbana, no. El mitin es un discurso pronunciado por un mitinero. No todos los políticos son mitineros, ciertamente. Pero también es cierto que todos los mitineros se consideran políticos. E incluso el buen político, cuando se hace mitinero, degrada en cierto sentido su condición de político. Así que el mitinero, con preocupante frecuencia, se atreve con lo que le echen. Para ello, no duda en aventar promesas. Si es cierta la perversidad de que la promesa se hace para no ser cumplida, no hay mayor cinismo que el mitin. Porque el mitinero pretende cautivar la voluntad de los oyentes, a través de la creencia en lo que escuchan, para conseguir el voto. Para ello, el mitinero promete. Y no hay método más práctico para el desarrollo de la fe que su afianzamiento en la cercanía de la promesa. Así que el mitinero promete, repito. La promesa es la esencia del mitin. Y promete, en ocasiones, sin tener en cuenta el alcance de la promesa. Sin recordar que, cuatro años antes, realizaron idénticas promesas los mitineros que le precedieron. Así que el mitinero promete siempre la mejora de la política municipal. Muy fastidiada tiene que andar la política municipal para que todos los mitineros prometan su mejora. Incluso el mitinero del partido gobernante promete la mejora de la política municipal que, si necesita mejorar, se debe indudablemente a que sus propios conmilitones no supieron adecentarla. El mitinero se atreve con la teoría económica y su aplicación comunal, porque no hay municipio en que las arcas anden holgadas, antes bien, todas arrastran déficits clamorosos, atacadas de esa cirrosis monetaria que provoca la alegría en el gasto cuando el gastador es consciente de que tira con pólvora ajena. El mitinero se las da de sociólogo y borda toscamente elucubraciones verbales para fomentar las relaciones sociales, las asociaciones de vecinos, la participación ciudadana, los talleres de manualidades y las fiestas del hogar del pensionista. El mitinero se arroga el conocimiento de la juventud para solucionar lo del botellón y el ocio adolescente, la cooperación juvenil en la diversión y el entretenimiento, el fomento de la actividad lúdica y la organización de peñas y cuadrillas que animen las fiestas locales. El mitinero presume de conocer el ámbito de la cultura y su aplicación municipal, de manera que promete boletines, pasquines y fanzines que difundan la base histórica, folclórica, gastronómica, paisajística e incluso pintoresca de la localidad. Hay mitinero que, en esto de la cultura, se las arregla para presentar concursos poéticos que favorezcan la erudición versificadora del pueblo, que no todo van a ser puestos de trabajo y adecentamiento de aceras. El mitinero asegura que dispone de soluciones para arreglar el plan de ordenación urbana, conseguir la adecuación entre arquitectura y paisaje, reconstruir la escuela de finales del siglo XIX, acondicionar los caminos vecinales, preparar plazuelas y jardines y arreglar el camino de la charca comunal. El mitinero reafirma su decisión de acabar con el desempleo, fomentar y promocionar la empresa y crear puestos de trabajo. También suele prometer el arreglo de la ermita de la Virgen, o promocionar y fomentar las fiestas locales, sin duda las más importantes de la región, porque también hay que tocar afinadamente la fibra sentimental del pueblo. En fin, el mitinero utiliza un lenguaje perifrástico en el que, con frecuencia, sobran las palabras allí donde faltan las ideas. Ejemplo de perífrasis promisoria: proyecto y financiación de una estación municipal de almacenamiento, transformación y reciclaje de residuos sólidos urbanos. (Sorprendente eclosión verbal para designar un basurero).
Así que, como te decía al principio, podría hablar de las próximas elecciones municipales, pero prefiero no hacerlo. Me aburre el asunto. Por repetitivo.
(No amigo, no te estoy tomando el pelo. En este artículo no me he referido a las próximas elecciones municipales. He hablado de mítines y promesas electorales de hace cuatro años. Bingo de los gordos si encuentras las diferencias).

sábado, 19 de septiembre de 2009

DIÁLOGO PARA BESUGOS
(7-3-2004)
JUAN GARODRI

Hubiera preferido no dedicar ni media palabra a la campaña electoral. El gentío está saturado de información campañera. No hay emisora de radio, programa de radio, emisora de televisión, programa de televisión, periódico nacional, regional o provincial, revista de información general o científica o tecnológica y hasta artística y económica que no otorgue más del cincuenta por ciento de su programación o índice de materias a la campaña electoral y a las encuestas. El personal está informado de sobra. Así que voy a referirme a la campaña con más pena que gloria. Aseguran los psicólogos, tan de moda, que jamás debe exigirse a los niños que cumplan su deber y engatusarlos con premios por hacerlo. Pues bien, Rajoy y Zapatero buscan el voto con promesas —el premio— de empleo y pensiones, por ejemplo. Resulta superfluo reseñar la abundancia de promesas que arrojan por su boca mitinera, tal como los dragones góticos arrojaban fuego devastador. Todo el mundo las conoce, las lee, las escucha, las aborrece. Para evitar la información repetitiva y cansina, no se me ocurre otra cosa, al respecto, que transcribir un diálogo para besugos.
(Acotación: La escena se desarrolla en un bar. Los parroquianos beben cerveza y chatos de vino de 0,50. Junto a la barra, dos ciudadanos dialogan, enfundados en sendos chaquetones políticos. Los chaquetones son de bajo precio, comprados en el mercadillo de los jueves. El humo de los cigarros esparce tranquilidad y picor de ojos. Voces futboleras. Trasiego de vinos y cervezas. Las tapas revolucionan los jugos gástricos y aumentan el deseo incontrolado de beber. El logotono de un teléfono móvil se orina junto a la barra. El gentío se sorprende y guarda silencio durante dos segundos. A pesar del copiazo de Valle-Inclán, el logotono del teléfono móvil vuelve a orinarse junto a la barra. Nadie le hace caso. Alguien juega en la máquina tragaperras y el sonsonete de la musiquilla enturbia las conversaciones. La chica de la barra oferta en una bandeja montaditos de anchoa y huevo cocido. Los dos ciudadanos que dialogan se desabrochan el chaquetón político).
Uno.- Falta poco para las elecciones.
Otro.- Y tan poco: unos diez días.
Uno.- Pues yo no sé si votar o no. Las campañas me desorientan.
Otro.- A mí tampoco me gustan las campañas políticas. Sirven para poco.
Uno.- Hombre, una cosa es que desorienten y otra que no sirvan.
Otro.- Ojo, no he dicho que no sirvan. He dicho que sirven para poco.
Uno.- Una campaña electoral tiene que servir para mucho. Si sirve para poco es que no sirve.
Otro.- Si no sirve es que no engancha.
Uno.- Si no engancha es que no convence. Y no convence porque desorienta. A mí, tanta campaña me ha descolocado. Tanta promesa me resulta irrisoria y las promesas irrisorias rozan la banda de lo grotesco.
Otro.- Lo grotesco sólo adquiere sentido en el circo.
Uno.- En el circo hay leones y payasos.
Otro.- Los leones rugen y atacan, los payasos hacen reír.
Otro.- Zapatero afirma que Rajoy ha sido mal gobernante y peor candidato y que no quiere “jugar el partido” para llegar a la Moncloa.
Uno.- No me extraña, Rajoy es del Coruña, del Celta y del Compostela. No podría jugar tantos partidos.
Otro.- Aznar dice que Zapatero es el peor candidato que han tenido los socialistas en toda su historia.
Uno.- Rajoy es el candidato perfecto del PP: enchufado y recomendado.
Otro.- Eso lo dice Zapatero.
Uno.- Zapatero a tus zapatos.
Otro.- Hay zapateros que son bioquímicos.
Uno.- La química de la credibilidad. Salvo en los mítines.
Otro.- ¿A quién crees?
Uno.- A ninguno. Según se mire, atendiendo a las recíprocas descalificaciones, ambos son malos. Si Zapatero no se quivoca, Rajoy debe de ser muy malo; pero si Aznar está en lo cierto, Zapatero debe de ser muy malo. Luego los dos son malos.
Otro.- O no hay razones y los dos son buenos.
Uno.- Las encuestas llenan el cielo de España. Si Zapatero y Rajoy uniesen sus promesas y constituyeran un bipartito, los españoles alcanzarían la salvación.
Otro.- No puede ser. Qué iba a ser entonces de Llamazares.
Uno.- No sé. Fabricaría pancartas y se afianzaría como fuerza de choque para cubrir las grandes mayorías. Las grandes mayorías que no le votan, supongo.
Otro.- De la misma forma que las encuestas no constituyen un índice de exactitud sino de publicidad, los grifos de Coca Cola no constituyen un índice de calidad sino de avaricia engañosamente bella. Como las elecciones.
Uno.- González ganó aquellas elecciones porque era un tío guapo, de nariz respingona. Y entonces la nariz respingona encajaba perfectamente con la pana.
Otro.- Zapatero es más guapo que Rajoy y tiene tendencias catalanistas porque es del Barça.
Uno.- Y Rajoy es aficionado a la bicicleta, lo cual que potencia mucho lo español.
Otro.- Como los desfiles de las pasarelas que sin cesar coloca Urdaci en los telediarios.
Uno.- ¿A pesar de las tetas al aire y los globitos gluteales?
Otro.- A pesar. Lo español es lo español.
GILIOREXIA
(4-5-2003)
JUAN GARODRI

He vuelto a las andadas: acabo de inventar la palabra. Giliorexia. Hubo un tiempo en que me dediqué a la poesía experimental, y así me fue, y hasta publiqué un libro-poemario, Lamento del recuerdo (Ciudad Real, 1982), en el que exponía que el conocimiento del lenguaje tenía que ir unido a la habilidad para manipularlo y que asumir la existencia consistía en caminar por un laberinto de palabras arrebatadas a las más íntimas catacumbas del lenguaje, cuanto más catacumbas y más íntimas mejor, y así le fue al libro, repito. No le hizo caso ni Dios, a pesar de las letras de aliento que le dedicó don Ricardo Senabre y de la presentación que Ángel Sánchez Pascual hizo de él en la Residencia San José.
Yo estaba acosado entonces por un afán desordenado de deglutir palabras, y fruto de aquella verborexia (ostras, acabo de inventar otra) aparecieron términos como «cuersexpo», para expresar que el sexo es el punto equidistante, equilibrador del cuerpo humano; «ambidifunto», para declarar que el ser humano es también difunto en vida, no sólo después de muerto; «pensaburrimiento», para manifestar que el pensamiento humano es un coñazo histórico, filosóficamente aburrido, pesimista y fastidioso; «oscurcindado», para exponer que el hombre (y la mujer, naturalmente) sobrevive rodeado de oscuridad mental y herido por ella. En fin, inventé otras muchas palabras porque mi verborexia, ya digo, era obsesiva e incesante, pero nadie les hizo caso, y ahí permanecen, en la ceniza de las páginas, esa incineración que el tiempo aplica a lo escrito en época de juventud y de utopías literarias.
Y ahora aparece lo de la «ortorexia» (Ver HOY, 28-04-03). La alumbra el afijo orto-, de raíz griega: «orthós», ‘recto’ o ‘correcto’; de donde ortorexia vendría a ser algo así como el intento de evitar la alimentación considerada como perjudicial para el organismo humano. Acuciado por mi antiguo apetito verbal, no del todo desaparecido a pesar de esfuerzos y sacrificios, confieso que me atrajo la palabra, como una golosina de la lexicografía. Ortorexia. Suena bien. Como esas copas de cristal que emiten un sonido casi transparente cuando las golpeas con la cucharilla. Lástima que la pureza acristalada de la palabra haya que asociarla con la estupidez. Es el contrasentido que coloca en su sitio la existencia, esa falta de correspondencia lógica entre lo que se pretende y lo que se consigue. Algo así le ocurre a la anagyris foétida, de nombre botánico sonoramente deslumbrante y de olor nauseabundo, sin embargo.
Así que aparecen en España los primeros casos de ortorexia, el culto obsesivo a la comida sana, «un trastorno de la alimentación tan peligroso como la anorexia». Zumba cojones. De manera que el personal empieza a inclinarse por la comida sana ¿sana? hasta el punto de preferir empinar el zapato reventado de salud.
Y así se entera uno de cosas sorprendentemente ridículas. Por ejemplo, que la actriz Julia Roberts bebe diariamente litros y litros de leche de soja, así se le ha quedado ese rostro chupado, antes resplandeciente y atractivo, Pretty woman, ahora consumido y triste, de ojos hundidos y labios como morcillas. Por ejemplo, que Jennifer López se hace las tortillas solo con claras de huevo, que no sé qué tortillas saldrán sin la amistosa densidad de las yemas, así se le ha quedado rígido el trasero, antes abundante y cómplice, ahora solitario y distante. Por ejemplo, que Jean Paul Gautier se toma más de 65 zumos de naranja diarios, no es de extrañar que se le haya quedado esa cara de azahar perfumado y patético, de tanta frecuencia evacuatoria. Ortorexia.
Un complejo de culpabilidad exacerbado si se cae en la tentación del chorizo y los huevos fritos. Desde que el vitalismo posmoderno y su explicación de los fenómenos biológicos borraron del mapa el concepto religioso de pecado, no han dejado de aparecer movimientos que impulsan a la aceptación del concepto biológico de lo pecaminoso, en el sentido de que la realización de un acto contrario al decálogo alimenticio, o ecológico o naturista o eco-biótico, provoca en el pecador una excitada conciencia de culpa que lo induce a «comer sano», o a aumentar los grados de cocción de los ingredientes, o a acrecentar el tiempo de lavado de frutas y verduras, o a aplicarse penitencias salutíferas que mortifiquen sus deslices, como visualizar uno por uno los envases alimentarios para comprobar el etiquetado y rechazar voluntariosamente todo aquello que huela a conservantes y colorantes. Ortorexia. Como las publicaciones del ramo se apliquen al tema de la condenación eterna por pecar en el consumo de casi todos los productos, los restauradores y dueños de casas de comidas lo van a tener crudo. Si se extiende en el aire el olor de santidad ecobiótica, adiós al churrasco, a las chuletillas de cordero y al jamón de pata negra. Adiós a los coquillos con miel, al brazo de gitano y a las tartas con nata y cabello de ángel. No sólo cambiarán las costumbres alimentarias sino que, además, los neoconversos/as y ortoréxicos/as tendrán que arrastrar un carrito semejante al de la compra para disponer de evacuatorio adecuado, porque a ver cómo se las arreglan si ingieren 16 litros de agua diarios, o 52 zumos de naranja diarios, o 12 litros de leche de soja diarios. Qué tristeza, Dios mío, todo el día meando. Qué tristeza prescindir de la carne, del pescado y de los huevos con jamón. No digo que no: reducirán sus niveles de colesterol hasta límites saludablemente mínimos; pero sospecho, al mismo tiempo, que las pasarán canutas para que se les enderece el pindongo/a, porque es sabido que la reducción excesiva del nivel de colesterol produce un descenso alarmante del apetito sexual.
Ortorexia. Apetito correcto, ganas de comer correctas, según un canon de corrección alimentaria obsesivamente exagerado. Todo para conseguir llegar a la muerte irremediablemente sanos. No me digas que esta obsesión no es una perfecta giliorexia (apetito desenfrenado de mantener la salud a base de gilipolleces).
EL REVÓLVER DE GARY COOPER
(27-4-2003)
JUAN GARODRI

De chico, me regalaron un revólver de baquelita, moldeado con la forma y el tamaño de las pistolas que aparecían en las películas del Oeste. Era un revólver deslumbrante, con destellos cegadores cuando el sol hería sus cachas de imaginario marfil. Yo lo utilizaba constantemente, y disparaba con él a todo cuanto se movía, y los disparos causaban heridas incruentas y ficticias en la piel soleada de los amigos. Mi tío Eufrasio decía que era igualito que el revólver de Gary Cooper. Así que yo me imaginaba solo ante el peligro, y mi colt de baquelita era un colt calibre 45. Me sentía héroe y convertía las escasas trenzas de la Luisina en las tupidas trenzas de Sarita Montiel a la que defendía de las miradas de un Anthony Quinn empeñado en amargarnos la vida en una esquina del Rollo, transformado en una Veracruz pueblerina. Los demás niños también usaban revólver, pero eran unos revólveres de madera, toscamente siluetados, que carecían de la suficiente capacidad mortífera como para parecerse al revólver de Gary Cooper.
Muchas veces me he preguntado qué extraña atracción sienten los niños por objetos que identifican con la violencia o la guerra. Jugar a la guerra es una distracción preferida, de entre las que puedan escoger. Mi sobrino Carlos, un renacuajo encantador e impaciente de cuatro años, se planta ante mí y eleva los brazos con los puños apretados, esa actitud que pretende impresionar con la apariencia de defensa y ataque simultáneo, como un Rambo diminuto de la justicia infantil, y me grita con la boca torcida, «¿Quieres pelea, eh? Anda, pelea, que te voy a matar».
Matar. Pronuncia la palabra con la misma inocencia persuasoria con que podría incitarme a que le diera un beso. Pero la pronuncia. Matar. ¿De qué oscuro laberinto psíquico surge la palabra que impulsa a la violencia? Sociólogos y pedagogos, al menos los partidarios de determinadas corrientes conductistas, opinan que la influencia negativa de la televisión es un factor clave en la iniciación y desarrollo de un psiquismo violento. Sin embargo, cuando utilizaba el revólver de Gary Cooper, yo también me expresaba en términos parecidos a los de mi sobrino, y entonces desconocía la influencia negativa de la televisión porque ni en mi casa ni en ninguna casa de mi pueblo había televisión.
La oscura, enigmática y tenebrosa sombra de la violencia es algo consustancial al ser humano. La historia de la Humanidad está escrita (valga la aserción rotunda del tópico) con letras de sangre y de muerte. La historia de las religiones está plagada de personajes que, conscientes de esta herida mortal del ser humano, han pretendido elaborar y extender doctrinas de amor, de amistad, de perdón, de misericordia, de acercamiento, de relación afectuosa. Todo en vano. Cada pocos años, cuando no cada pocas semanas o cada pocos días, en cualquier parte del mundo, la violencia y la muerte revientan como la pus retenida de una herida largo tiempo cerrada en falso. Desde las primeras ciudades-estado de la historia: Kirsh, Uruk, Ur, Lagash..., hasta la recién terminada ¿terminada? guerra de Irak, los seres humanos llevamos a cuestas, como un fardo ideológicamente insoportable, la violencia y la muerte. Y acaba uno preguntándose cuál es la causa de la guerra. No la causa de esta guerra concreta, en este tiempo, en esta época, en este espacio históricos, sino la causa de la guerra. Qué oscuro, turbio impulso empuja al ser humano a matar a sus semejantes. Creo que la justificación de la guerra que se funda en causas sociales, políticas, económicas, demográficas, religiosas o patrióticas, a las que los historiadores nos tienen acostumbrados, no es suficiente. Necesariamente, siempre ha tenido que haber alguien, una persona física, de quien ha dependido el hecho tenebroso de matar.
La riqueza de la civilización sumeria suscitó las apetencias de los acadios, así que Sargón I venció a Lugalzaggesi, último rey sumerio, para apoderarse de la riqueza mesopotámica y dominar políticamente la zona, a pesar de la epopeya de Gilgamesh y su búsqueda desesperada del secreto de la inmortalidad. Es decir, por un lado las ciudades mesopotámicas rivalizaban para alzarse con la hegemonía de la zona, a base de matar, y por otro buscaban la inmortalidad, la superación de la muerte, aunque fuese literariamente. Y esto ocurría hacia el año 2360 antes de Cristo. El parecido de estos sucesos con lo ocurrido últimamente en Irak, es extraordinario. Por un lado, los 'Bushboys' y aliados destruyen un país, matan; por otro, estudian el sistema más rentable de reconstruirlo. Tanto el ataque de los acadios en la antigüedad, como el ataque de los ‘aliados’ en la actualidad, constituyen anécdotas, terribles si se quiere, pero anécdotas o acontecimientos históricos que los historiadores se han encargado de justificar, en el caso de los antiguos, o se encargarán, en el caso de los actuales.
Sin embargo, mi pregunta sigue siendo la misma: ¿qué oscuro, tenebroso impulso trepana las neuronas de una persona determinada para dar la orden de matar? Porque, no nos engañemos, una guerra es para matar, para propagar la muerte. La muerte, ese final al que estamos abocados por la función que ejecuta el dedo inescrutable de los dioses y que, a pesar de todo, el mandamás de turno se arroga, y la provoca, como un dios transitorio y escaso.
Quizá ahí resida la causa de la guerra, en esa aspiración casi genética, o al menos bíblica, de igualarnos a Dios creyéndonos señores de la vida y de la muerte. Tal vez ahí resida también el deseo que impulsa a los niños a jugar a la guerra para sentirse afines con la cualidad decisoria de los dioses. Tal vez ahí esté el secreto de la utilización entusiasmada que yo hacía de la pistola de Gary Cooper, aquel revólver de baquelita.
MANIFAS
(20-4-2003)
JUAN GARODRI


Las palabras han aparecido en el tiempo y nadie sabe muy bien cómo ha sido. Los lingüistas se devanan los sesos, la gramática histórica investiga los orígenes de la lengua (más bien los orígenes del léxico), la filosofía del lenguaje pretende averiguar si sigue teniendo sentido para el usuario del lenguaje aceptar la separación entre sintaxis y semántica y los gramáticos se empeñan en conseguir que la estructura ‘correcta’ de una frase, de una conversación, de una alabanza o de un insulto, dependa de la morfología y de la sintaxis. Y en medio de la aventura de las palabras, en medio de su fugacidad transitoria, en medio de la efímera relación que mantienen unas con otras, ¿cómo se asegura en realidad que entendemos una frase?.
En el uso lingüístico cotidiano utilizamos multitud de palabras, multitud de construcciones integradas por palabras que no se adaptan al concepto formal del léxico, giros idiomáticos, esquemas mentales, construcciones incorrectas, y las usamos en una medida mucho mayor de lo que los lingüistas pretenden hacernos creer, porque cada uno de nosotros construimos nuestras expresiones de una manera mucho menos gramatical, entresacadas de la fuente más o menos inagotable de la memoria.
La advertencia de Wittgenstein Don’t ask for the meaning, ask for the use, no preguntes por el significado, pregunta por el uso, ( la cita la he tomado de Hans Hörmann), viene a significar que, cuando nos expresamos, el uso adquiere una prioridad casi pragmática sobre el significado léxico de las palabras, de tal manera que las utilizamos en la conversación ordinaria sin pensar muy bien qué significan, pero convencidos de que el oyente nos entiende.
De manera que las palabras surgen en el tiempo, aparecen y se nos ofrecen para que las utilicemos, y nadie sabe quién las ha inventado. Y no me refiero a las palabras recogidas en el diccionario, ese cementerio léxico en el que las palabras yacen postradas como huesos de un osario multiverbal, me refiero más bien a las palabras que aparecen repentinamente, como un revoloteo apresurado de morfemas callejeros, no identificadas técnicamente por los estudiosos. La sorpresa léxica que configuran palabras como progreta, sudaca, nordaca, pepero, pesota, anticlereta, y algunas otras, relatan por sí mismas un amplísimo campo de ridiculización caricaturesca que no hubiera sido posible con el crecimiento pormenorizado de su significación.
Así que con lo de la guerra de Irak se nos ha aparecido una palabra que, a mí al menos, me ha deslumbrado. Se trata de “Manifas”. Ese portento de significación y resumen de acciones y actitudes ha aparecido de pronto, como una paloma de la descripción verbal de imágenes sencillas: la proliferación de manifestaciones que han surgido por doquier para expresar el No a la guerra.
La percepción de lo que ocurre en la palabra, Manifas, resalta la identificación entre figura y trasfondo, porque, por un lado, Manifas se refiere al hecho mismo de la manifestación, se refiere a la congregación multitudinaria del gentío (“se han apuntado a la rutina de las manifas”, he leído por ahí) y, por otro, Manifas parece designar a cada uno de los participantes en el acto manifestativo (“el Zapatero es un manifas, no se pierde una”).
Hay que resaltar, además, otro aspecto quizás interesante que subyace en lo de Manifas: la mala leche caprina del inventor del término, porque no hay duda de que, además de designar complementariamente a la manifestación y al manifestante, como queda dicho, el inventor de Manifas ha pretendido ridiculizar el hecho manifestativo. Por un lado, se desconfía de la eficacia de la manifestación, al repetirse tantas veces; por otro, se recela de la rectitud de intención de los manifestantes, aborregados tal vez por unas siglas a cuyos representados interesa que la opinión pública se conmueva para conseguir sus fines particulares.
El tipo que se ha trajinado lo de Manifas debía de tener una erección mental hipopotámica (aunque desconozco la dimensión real de un hipopótamo salido) pero, como quiera que sea, resulta deslumbrante la capacidad connotativa del término, capaz de aglutinar en sí mismo y a la vez el significado de manifestación, el de manifestante, la idea de sobreabundancia en el número de manifestaciones, la percepción ridícula de quien las convoca reiteradamente (como si la sociedad no se hubiera enterado de que existieron convocatorias anteriores), y la aceptación, tan despersonalizada como manipulada, de quien asiste a ellas obligatoria o voluntariamente.
Manifas. En algún lugar he dejado escrito que la palabra es una paloma que aturde con su aleteo inesperado. Una palabra que se pierde en el cielo. Eso produce en mí la palabra, cualquier palabra, la palabra que utilizo para trabajar y para vivir, una llaga, una vana promesa para olvidar horizontes hollados, para que suelte la inocente paloma que aún me vive, ceniza que aún me muere, que late, inocente paloma la palabra de otro que me vive de lejos.
En estas aparece mi tío Eufrasio y me dice,
—Qué, escribiendo,
—Sí —le digo—, aquí ando sacándole punta al lápiz de la palabra,
—Algún rollo debes de haberte marcado —me dice—, cuando te pones lírico al final,
—No —le digo—, escribo sobre las manifestaciones y todo eso,
—¿Y las llamas Manifas? —pregunta—, andas desacertado, como siempre, porque en el caso de que las manifestaciones del No a la guerra sean manifas, también pueden llegar a serlo las procesiones. Si es que la exégesis que has hecho de la palabra conviene tanto a la multitud asistente como al acto multitudinario, ¿o no?.
Me dio una palmada en el hombro, miró al soslayo, fuese, y me quedé perplejo, mordiéndome el labio inferior, que es el mordisco de la incertidumbre.
DE CAUSAS Y EFECTOS
(13-4-2003)
JUAN GARODRI

Los filósofos escolásticos es que se ponían muy pesados con eso de los efectos y las causas, mayormente con lo de las causas, más que nada para justificar la pertinencia o impertinencia de los efectos. Aunque, la verdad, con tanto escrito patrístico (desde Próspero de Aquitania hasta Juan Damasceno) la escolástica areopagítica se organizó un lío con la ontología de los estratos, y divulgó la idea de la jerarquía y estratificación del ser. Así que se dedicaron a asimilar adecuadamente el concepto de causalidad desarrollado por el Pseudo-Dionisio (ese conjunto de escritos que falsamente se atribuyeron a Dionisio el Areopagita durante la alta edad media), y se difundió el socorrido principio de que «la causa es siempre más noble que el efecto y contiene más ser que el efecto».
La cosa tiene miga. Porque quizá de aquí haya derivado, posteriormente, todo eso de la nobleza de las causas, y se hayan cometido millones de estupideces, barbaridades, aberraciones, atrocidades, canalladas y absurdos en aras de las causas nobles. En resumen: la causa es el antecedente lógico o real que produce un efecto o, en la práctica, el motivo o razón para obrar.
Lo terrible de este rollo patatero que acabo de colocarte, amigo, estriba en que, en buena lógica, deberíamos conocer las causas de los acontecimientos para admitir apropiadamente sus efectos.
Resulta, sin embargo, que conocemos los efectos de la guerra de Irak (destrucción y muerte: los medios de comunicación nos mantienen debidamente informados) pero desconocemos la causa ‘primera’, no la de la mendacidad y el engaño, que ha impulsado al trío de las Azores a desencadenar la guerra. Ejemplo: ¿Qué causa lógica, es decir, creíble o racional y humanamente aceptable, ha impulsado a Aznar a preferir la guerra? ¿La libertad, la justicia, la salvación del orden mundial, el aniquilamiento del tirano Sadam Husein, la lucha contra el terrorismo? Puede ser. Pero el personal no traga. Hay causas ocultas que desconocemos. El personal anda muy quemado y resulta extremadamente peligroso quemar sus expectativas. Las manifestaciones y el rechazo masivo a la guerra así lo indican. Son los efectos provocados por esas causas desconocidas, inexplicables y, sobre todo, inexplicadas.
Estos efectos, sin embargo, van retorciéndose y ocurre que el “no a la guerra” se ha convertido en un “no a Aznar”, insistente y masivo, que puede comprobarse, si no claramente en los medios de comunicación impresos, sí en las páginas electrónicas de Internet. Rosa Regàs, Mentiras y trampas contra la democracia, y Manuel Talens, Psicoanálisis del soldadito, constituyen un ejemplo de los efectos ‘antiaznar’ que han provocado las ocultas causas de la guerra. Regàs en plan duro y no exento de razón, con definida dosis doctrinaria, viene a decir que Aznar ha engañado al pueblo mostrándose de centro cuando en realidad siempre ha sido ultraderechista: un peligro para la democracia por su incumplimiento de la legalidad nacional y menosprecio de la opinión pública. Talens adopta un plan expositivo ridiculizante y humorístico: ante la imposibilidad de entender las causas (morales o económicas) que han impulsado a Aznar a involucrarnos a todos en esta guerra insensata, Talens propone hipotéticamente una causa psicológica: el complejo de inferioridad que padece Aznar a causa de su baja estatura. En la otra orilla, Alfonso Ussía, Tontos legales, afirma que guerra legal o guerra ilegal es una estupidez y pide a Rodríguez Zapatero que explique cómo los soldados muertos en una guerra legal son héroes y los muertos en una guerra ilegal (la de Irak) son asesinos.
La causa es siempre más noble que el efecto, decía el Pseudo-Dionisio. En este sentido, si la causa de la guerra es el petróleo, resulta que su posesión y apoderamiento es más noble que la vida de los seres humanos masacrados, mutilados y muertos. Si la causa de la guerra es el consumo y experimentación armamentista, resulta que su utilización es más noble que la destrucción, devastación y demolición de edificios, puentes, carreteras y ciudades. Si la causa de la guerra es la lucha contra el terrorismo, resulta que el desarrollo inmisericorde de esa lucha es más noble que la amputación y la sangre, más que la desolación y la ruina, más que el dolor y la tragedia. Si la causa de la guerra es el derrocamiento de la dictadura, resulta que la provocación de ese derrocamiento es más noble que la posibilidad de la diplomacia internacional. Si la causa de la guerra es la carrera por la reconstrucción de Irak —a la puta calle Francia, Alemania, Rusia y Siria por oponerse a la guerra, ni un ladrillo van a reconstruir, ni un euro van a ganar: el Kremlin ha reactivado su diplomacia para volver a llevar la crisis iraquí al Consejo de Seguridad de la ONU. Moscú quiere debatir la posguerra en Irak y reclama para la ONU “el papel central en el arreglo posbélico”: ¿acaso sospecha que si depende de EE.UU se quedará sin parte en el reparto del pastel reconstructor?— resulta que la obscenidad reconstructiva es más noble que la incolumidad de las ciudades. En todos estos casos, la causa es más noble que el efecto. ¿Quién, en su sano juicio, puede admitir semejante despropósito? Es para echarse a llorar.
Así y todo, hay algo que no huele bien en todo esto de la guerra. ¿Cuál es la causa ‘primera’, no la de la pegatina y la pancarta, por la que el personal proclama el no a la guerra? ¿El aprovechamiento político de la situación? ¿La especulación electoral? ¿La demagogia asentada en el viejo refrán de arrimar el ascua a la sardina de los votos? No sé. Pero me entristece el clima de crispación que estos días conmueve a la sociedad española. En este sentido, la plataforma Democracia Sin Ira ha publicado una comunicación en la que expone una serie de razones con las que pretende centrar el debate en torno a la guerra de Irak.
En fin. ¿Son perversas “absolutamente” todas las causas de la guerra? A mí me parece que sí. Y aunque las causas puedan tener su correspondiente justificación, los efectos devastadores de la guerra, por el contrario, no tienen justificación alguna.