domingo, 13 de septiembre de 2009

LA VENTANILLA
(16-6-2002)
JUAN GARODRI

Van quedando cada vez menos y el personal suele mostrarse más educado y atento. Antes, sin embargo, entrabas en los organismos oficiales con el mismo respeto, o más, con que se entra en una iglesia. Cruzabas la puerta y allí estaban aquellos huecos, las ventanillas, que ejercían una atracción fatal. No sólo las mujeres de Jardiel Poncela tenían ojos de mujer fatal. También las ventanillas semejaban unos ojos fatales que arrastraban tus pasos hacia un ajuste de cuentas administrativo o crematístico ineludible. Hay quien asegura que el diseño de la ventanilla obedeció a la intención, quizá malévola, de exponer públicamente el careto de la persona que aparecía tras ella, como en una hornacina. Gozaban de mala fama los personajes de ventanilla. No era para menos. Tenías que tramitar tus asuntos administrativos y hacer cola ante la ventanilla, cargado de paciencia, mientras esperabas que te llegase el turno, ese complejo de gusano de la conciencia ciudadana que, a pesar de poseer naturaleza anafrodita y gélida, como todos los gusanos, impulsaba a entregar la declaración de la renta o el papeleo complejamente administrativo que necesitabas para presentarte a un concurso-oposición de profesor de Enseñanza Secundaria, por ejemplo. Todo el mundo miraba a quien se parapetaba tras la ventanilla, aquel representante de las cavernas procedimentales que juzgaba tus desaciertos con cajas destempladas. No era para menos. Los granos de la frente, el lunar de la nariz, la verruga de la mejilla, el bigote caucasiano, la protuberancia de las ojeras y hasta el rictus aflictivo de la acidez de estómago eran observados meticulosa y silenciosamente por todos y cada uno de los colistas. No me digas que no era como para no estar cabreado. Así que el tipo no hacía ni caso y, mientras leía, se le aguzaba una sonrisa amarga pensando en la severa inutilidad, para el caso, de la papelería académica y demás zaragalla administrativa, bien encabezada por letras capitales y todo eso, como títulos universitarios, certificados de aptitud pedagógica, memorias justificativas, expedientes académicos, baremos de cursos de perfeccionamiento, concurso de méritos, participación en el proyecto Atenea (tres cursos), participación en el proyecto Mercurio (dos cursos), participación en cursos de perfeccionamiento, cargos directivos como jefe de estudios diurno, jefe de estudios nocturno, secretario, jefe de seminario (antes de la Logse), jefe de departamento didáctico (después de la Logse) y, en fin, años de pertenencia al Cuerpo y años de permanencia en el mismo Centro. Toda la fina y nau­seabunda historia profesional y docente puntuada y baremada y colocada a peso en la voraz e insaciable balanza administrativa para merecer el envidiado nombramiento de funcionario y acometer con fervor animoso la repelente trepa por la escala de los niveles crematísticos (nivel 21, Maestro; nivel 24, profesor de Enseñanza Secundaria; nivel 26, profesor de Enseñanza Secundaria con condición de Catedrático) y por la sucia cadena de los complementos específicos.
Cualquier documentación es recibida en la ventanilla, a lo que parece, como un fastidio casi insoportable para el funcionario (im)pertinente que la recibe y como una obligación temerosa para el ciudadano obediente que la presenta. Me lo ha contado mi amigo Sebastián Couto, licenciado en Historia. Aburrido de presentarse cada dos años a oposiciones de su especialidad y no aprobarlas, decidió acudir a las de ACR, Auxiliar de Clasificación y Reparto (la generalizada estupidez administrativa ha sustituido la familiar palabra de cartero por la sigla, lo que no sé si es más grotesco que pavoroso) y, aunque para poder optar a ellas se requería hace tiempo el grado de bachiller elemental, en la actualidad se ha devaluado la exigencia requisitoria hasta el punto de ser suficiente la presentación del certificado de graduado esco­lar.
Después de tomarnos unos güisquis en Arlequín (Rafa siempre me dice que he sido su mejor profesor, esas confidencias que emergen de la costra sensible a las tres de la mañana), Couto recordaba con irónica tristeza los sorprendidos ojos de la funcionaria cuando firmó las oposiciones y presentó la instancia en la ventanilla.
—Instancia firmada, fotocopia acreditativa, documento nacional de identidad (Nif) y certificado de graduado escolar —exigió la voz, esa voz rutinaria, tal vez más desesperanzada que ridícula, de las señoritas forzosamente virginales y casi provectas. Couto entregó los documentos exigidos, excepto el certificado de graduado escolar.
—Certificado de graduado escolaaaar —precisó la voz.
—No lo tengo —se disculpó y apretó los labios y abrió las manos—. Me dijeron que no era necesario.
—Así no se puede ir por la vida —sugirió despectivamente. Lo contempló de arriba abajo—. )Cree usted que se puede ir por la vida sin ni siquiera haber conseguido el graduado escolar?
Couto sostuvo en las rodillas la deslucida cartera que siempre lo acompañaba. La abrió y brotó de ella la ajada flor del cuero viejo y usado, un olor más afincado en la intimidad que en la pertinacia de lo rancio. Empezó a sacar y a poner encima del mostrador la desorganiza­ción de sus documentos. Rebuscaba entre ellos, como el trapero en la basura. Por fin, con la aureola de una teofanía documental y casi papiro­fléxica, surgió de entre los demás documentos la apoteosis del título y el nombramiento de licenciado en Historia del Mundo Contemporáneo ­se manifestó y descubrió la orla de sus colorines. Lo extendió encima del mostrador y lo alisó con la mano.
—No sé si será suficiente con esto —aventuró.
—Sí, le basta y le sobra —dijo la de la ventanilla.
—Si es necesario, puedo mostrarle otros documentos acreditativos. Puedo sacarlos si quiere.
—¿No ha oído? Le he dicho que le basta y le sobra —cortó.
Y le perdonó la vida con la sobreabundancia despectiva del fruncimiento de labios.

No hay comentarios: