martes, 15 de septiembre de 2009

EL BRASERO
(3-11-2002)
JUAN GARODRI


Sentado junto al fuego que enciende tu silencio, este mes de noviembre que aparece entre nubes, has borrado la llama del vestigio de antaño, cuando bajo la falda verdosa de la mesa se calentaban muslos ateridos y honestos, al calor del brasero discutías la fiebre por encima del hule con el mapa de España, se hablaba del trabajo, del pan de cada día, del dolor de los hijos, del maestro de escuela, de la inerte rutina que entre hierbas y coles trajinaban las hoces hasta herir la mañana, al calor del brasero se fumaba el tabaco de cero ochenta y cinco con librito y chisquero, el papel de fumar que la marca jean extendía en los bolsillos de la blusa y la pana, la camilla se alzaba como un templo sagrado que acogía los exvotos de promesas humildes, sosegaba la inquieta desazón de los niños, transformaba la sopa en el rito diario de los que no tenían otro pan que el aguante, convertía los garbanzos y el tocino y la berza en ofrenda obligada a la odiosa penuria como el tiro en la frente convierte en salvadores los amos de la patria que enmarcaban la gloria con banderas y cantos que no aislaban el hambre, la camilla ocupaba la mitad de la sala y el brasero alumbraba sus someras entrañas para alzar el afecto tan redondo y tan límite tras los roces ocultos de la hija y el novio, qué tenue el estallido del fulgor en los ojos, qué helado el brillo exacto de las verdes pupilas, qué afilada la brasa, como saetas nítidas cruzaban las miradas rompiendo los confines de un país que no existe (tú pensabas que sí, que quizá la existencia situase su fiel acometida en otra razón sin intersticios), regresaban al mundo las miradas tenaces como la luz regresa, aunque torpe e inútil, cuando aparece el alba con su rayo ilusorio, la tibieza nocturna del brasero emergía para hacer soportable la mentira y la lluvia, se encendía el brasero como algún arco iris que midiese implacable la extensión del momento, ojalá nunca ardiera la palabra innombrable que bebía por el vaso de todas las ausencias, (desconoce el cerezo la bondad de su nombre, la dura piel del álamo ignora su dureza, la edad de cada piedra no la saben las piedras, la paloma que muere desconoce el disparo que la abatió inclemente más allá de su vuelo), ojalá siempre el tiempo permaneciera anclado en la brasa brillante de la mirada cierta, ojalá la camilla eludiera la inútil certidumbre del tiempo: sólo ha sido inventado para hacerte más fácil la oquedad y la nada, sentado junto al fuego consumías las horas de incultura y reposo, de victorias y cuentos. La tibieza brillante del brasero encendido alejaba la inútil pretensión de equilibrio mientras olfateabas un membrillo maduro tan al exacto alcance de la mano y los labios, el alegre momento de estar vivo y rotundo, tan al alcance de la mano, temperatura que era placer y víbora y espíritu frecuente, una luz melancólica que inundaba de fuera ese momento sucio de la víctima dócil que repta hacia la muerte sin saberlo siquiera. Y junto a la tristeza te sentabas turbado para partir tu pan tan escaso con ella, mientras se desprendía la retina afligida porque era inalcanzable la luz de la mañana, el corazón del pobre tan tierno como el musgo, poseedor de una llama que lo hacía más pobre con mendrugos y cánticos al Glorioso Alzamiento para hacer la conquista del corazón de un niño que había tocado nunca la verdad y su ámbito, hasta dónde la brasa, su pudor enfermizo que vencía y arrastraba como metal perdido tras la chispa emergente del color y su séquito, de oficios de tinieblas, caralsoles y flechas, ganabas el dolor de la curva emergente con la piel y la luna mostradas en el cauce del brasero entreabierto que iniciaba tu daño, la raíz de ese daño que querían disfrazar con vítores eufóricos y palabras clementes que ocultaban la luz e iban dejando íntegros tras de sí, tras de todos, aguijones de estelas implacables y rotas transitadas por miles de insectos al acecho. A horadar tu destino caía la luz que nace en el instante único de su muerte, tal cae la piedra en la absoluta ranura del silencio, contemplabas el mundo como un cuerpo cercano que te llamaba a voces para arder, para alzar el instante expiatorio de la piel, el misterio de la piel como grito de luz no poseída, sin embargo tan cerca de tu ser, brazo en alto la canción tan inútil
como la inútil lucha contra el terco infortunio. Los cuentos de Calleja que compraba tu padre se leían de noche al calor del brasero después del comentario, grandilocuente a veces, de la inauguración de un pantano o un túnel resaltada en negrita por las páginas anchas del periódico Arriba. Era el mes de noviembre, otoñal y enfermizo. Los difuntos volvían con sus rostros inmóviles. El campo estremecía la hierba y las heladas. Las castañas se asaban en la calle de enfrente. José Antonio exhibía su pelo engominado (la mirada perdida de los aniversarios), en las ondas sonoras de Radio Nacional. Y el brasero seguía con la lenta noticia de un calor irradiado
para hacer una, grande, la sumisión de España, para hacernos España tan sumisa y doméstica.

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