sábado, 19 de septiembre de 2009

MANIFAS
(20-4-2003)
JUAN GARODRI


Las palabras han aparecido en el tiempo y nadie sabe muy bien cómo ha sido. Los lingüistas se devanan los sesos, la gramática histórica investiga los orígenes de la lengua (más bien los orígenes del léxico), la filosofía del lenguaje pretende averiguar si sigue teniendo sentido para el usuario del lenguaje aceptar la separación entre sintaxis y semántica y los gramáticos se empeñan en conseguir que la estructura ‘correcta’ de una frase, de una conversación, de una alabanza o de un insulto, dependa de la morfología y de la sintaxis. Y en medio de la aventura de las palabras, en medio de su fugacidad transitoria, en medio de la efímera relación que mantienen unas con otras, ¿cómo se asegura en realidad que entendemos una frase?.
En el uso lingüístico cotidiano utilizamos multitud de palabras, multitud de construcciones integradas por palabras que no se adaptan al concepto formal del léxico, giros idiomáticos, esquemas mentales, construcciones incorrectas, y las usamos en una medida mucho mayor de lo que los lingüistas pretenden hacernos creer, porque cada uno de nosotros construimos nuestras expresiones de una manera mucho menos gramatical, entresacadas de la fuente más o menos inagotable de la memoria.
La advertencia de Wittgenstein Don’t ask for the meaning, ask for the use, no preguntes por el significado, pregunta por el uso, ( la cita la he tomado de Hans Hörmann), viene a significar que, cuando nos expresamos, el uso adquiere una prioridad casi pragmática sobre el significado léxico de las palabras, de tal manera que las utilizamos en la conversación ordinaria sin pensar muy bien qué significan, pero convencidos de que el oyente nos entiende.
De manera que las palabras surgen en el tiempo, aparecen y se nos ofrecen para que las utilicemos, y nadie sabe quién las ha inventado. Y no me refiero a las palabras recogidas en el diccionario, ese cementerio léxico en el que las palabras yacen postradas como huesos de un osario multiverbal, me refiero más bien a las palabras que aparecen repentinamente, como un revoloteo apresurado de morfemas callejeros, no identificadas técnicamente por los estudiosos. La sorpresa léxica que configuran palabras como progreta, sudaca, nordaca, pepero, pesota, anticlereta, y algunas otras, relatan por sí mismas un amplísimo campo de ridiculización caricaturesca que no hubiera sido posible con el crecimiento pormenorizado de su significación.
Así que con lo de la guerra de Irak se nos ha aparecido una palabra que, a mí al menos, me ha deslumbrado. Se trata de “Manifas”. Ese portento de significación y resumen de acciones y actitudes ha aparecido de pronto, como una paloma de la descripción verbal de imágenes sencillas: la proliferación de manifestaciones que han surgido por doquier para expresar el No a la guerra.
La percepción de lo que ocurre en la palabra, Manifas, resalta la identificación entre figura y trasfondo, porque, por un lado, Manifas se refiere al hecho mismo de la manifestación, se refiere a la congregación multitudinaria del gentío (“se han apuntado a la rutina de las manifas”, he leído por ahí) y, por otro, Manifas parece designar a cada uno de los participantes en el acto manifestativo (“el Zapatero es un manifas, no se pierde una”).
Hay que resaltar, además, otro aspecto quizás interesante que subyace en lo de Manifas: la mala leche caprina del inventor del término, porque no hay duda de que, además de designar complementariamente a la manifestación y al manifestante, como queda dicho, el inventor de Manifas ha pretendido ridiculizar el hecho manifestativo. Por un lado, se desconfía de la eficacia de la manifestación, al repetirse tantas veces; por otro, se recela de la rectitud de intención de los manifestantes, aborregados tal vez por unas siglas a cuyos representados interesa que la opinión pública se conmueva para conseguir sus fines particulares.
El tipo que se ha trajinado lo de Manifas debía de tener una erección mental hipopotámica (aunque desconozco la dimensión real de un hipopótamo salido) pero, como quiera que sea, resulta deslumbrante la capacidad connotativa del término, capaz de aglutinar en sí mismo y a la vez el significado de manifestación, el de manifestante, la idea de sobreabundancia en el número de manifestaciones, la percepción ridícula de quien las convoca reiteradamente (como si la sociedad no se hubiera enterado de que existieron convocatorias anteriores), y la aceptación, tan despersonalizada como manipulada, de quien asiste a ellas obligatoria o voluntariamente.
Manifas. En algún lugar he dejado escrito que la palabra es una paloma que aturde con su aleteo inesperado. Una palabra que se pierde en el cielo. Eso produce en mí la palabra, cualquier palabra, la palabra que utilizo para trabajar y para vivir, una llaga, una vana promesa para olvidar horizontes hollados, para que suelte la inocente paloma que aún me vive, ceniza que aún me muere, que late, inocente paloma la palabra de otro que me vive de lejos.
En estas aparece mi tío Eufrasio y me dice,
—Qué, escribiendo,
—Sí —le digo—, aquí ando sacándole punta al lápiz de la palabra,
—Algún rollo debes de haberte marcado —me dice—, cuando te pones lírico al final,
—No —le digo—, escribo sobre las manifestaciones y todo eso,
—¿Y las llamas Manifas? —pregunta—, andas desacertado, como siempre, porque en el caso de que las manifestaciones del No a la guerra sean manifas, también pueden llegar a serlo las procesiones. Si es que la exégesis que has hecho de la palabra conviene tanto a la multitud asistente como al acto multitudinario, ¿o no?.
Me dio una palmada en el hombro, miró al soslayo, fuese, y me quedé perplejo, mordiéndome el labio inferior, que es el mordisco de la incertidumbre.

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