miércoles, 9 de septiembre de 2009

DISRUPCIÓN
(18-3-2002)
JUAN GARODRI


Hojeo la vigésimo segunda edición del DRAE (2001) y no encuentro el término, pero tiene que venir a significar algo así como la acción y el efecto de producir una ruptura brusca, la interrupción de un flujo energético, si se tiene en cuenta el significado que la física atribuye al adjetivo ‘disruptivo’. Etimológicamente se asocia con la familia léxica de los derivados de rumpere (separar con más o menos violencia las partes de un todo, deshaciendo su unión). Tal vez por eso, maestros y profesores andan organizando grupos de trabajo para tratar el problema de la disrupción y buscar posibles soluciones. Que no es fácil. «Borrador de instrumento para la autorrevisión de los problemas de convivencia y disciplina», dice la encuesta. Es un hecho generalizado que alumnos y alumnas irrumpan violentamente en medio de la charla del profesor, interrumpiendo la explicación docente o educativa, que aún no ha sido terminada. Lo cual supone una disrupción flagrante.
Voy a contarte un cuento en el que la ficción no supera en absoluto a la realidad. Todo lo contrario. La realidad es más cruda y cruel que la ficción. Dice así.
Por las deslucidas cristaleras del aula se colaba el sol triste de febrero. La profesora luchaba para conseguir el silencio y poder explicar las cuatro cosas de unos contenidos reducidos a la mínima expresión. Se volvió a la pizarra para hacer un esquema de fechas históricas. En aquel momento, el borrador voló por los aires y fue a estrellarse en mitad de su espalda, dejando perdida de tiza su chaquetilla de Zara. Tragando polvo y humillación la profesora se volvió, pálida. Los alumnos reían la gracia del pelotazo. La indignación y los nervios apenas le permitieron gritar temblorosamente: ¡Sinvergüenzas! y, en el fondo del aula, uno eructó despectivamente. La profesora lo expulsó de clase. Cuando salía, se dirigió a ella y le dijo «me voy a cagar en tu padre, cacatúa, y vas a pagar por esto». La profesora se echó a llorar. Por otra parte, hacía meses que los Tutores sudaban tinta para controlar las faltas de asistencia, rellenar los partes, cumplimentar los boletines, anotar las faltas de respeto y enviar la notificación a los padres. De nada valía. Unas veces, los propios interesados interceptaban el correo y se ahorraban, de esta forma, la reprimenda paterna. Otras, los propios padres devolvían el parte una vez firmado, justificando impunemente las insolencias de los hijos. La sala de profesores estallaba como un globo cada vez que alguna profesora venía llorando de una clase o algún profesor entraba con gesto airado, el rostro contraído. Se lamentaban de la degradación profesional (y personal) a la que se veían sometidos, dada la escasa protección real que la ley concedía al profesorado para llevar a cabo, dignamente, las tareas de la clase. Las mujeres clavaban sus gritos en el cielo raso, los hombres movían apesadumbradamente la cabeza de un lado al otro como bueyes mosqueados y aseguraban que la actual normativa ni era ley ni nada. Al principio, los docentes expulsaban de clase a los díscolos o a los gamberros, con la sana intención de la tranquilidad didáctica. Pero los díscolos (con la dañina pretensión de abandonar, siquiera temporalmente, la rutina de los libros y las actividades del aula) perduraban en sus gamberradas y aumentaban en número, por lo que, en poco tiempo, los pasillos, retretes y tránsitos empezaron a verse cada vez más poblados de alumnos y alumnas provocadores e insoportables que, con gritos y chancetas de considerable grosor, alteraban, desde fuera, el rigor académico de las actividades que realizaban los que se hallaban dentro. No había quien pudiera dar clase. Los profesores sudaban, las profesoras suspiraban, unos y otros se cabreaban y todos se subían por las paredes y arremetían contra el sistema. La jefatura de estudios se alarmó, razonablemente. En el primoroso impreso oficial de ‘comunicación interna’, envió una nota a los Tutores para que comunicasen a los profesores de su Junta de evaluación que «según la ley, nadie podía expulsar a ningún alumno de clase, etcétera. Como quiera que sea», concluía, «cualquier docente posee suficientes recursos personales y pedagógicos como para mantener el orden dentro de su clase, sin recurrir al procedimiento extremo de la expulsión». La receta surtió un efecto inmediato y fulminante. Durante el horario escolar, nadie volvió a ver alumnos o alumnas por los pasillos. El determinante indefinido cualquier que, con perversidad y sutileza, la jefatura aplicó a los docentes, produjo exactamente la reacción esperada, es decir, todo el mundo pensó que sólo expulsaba quien no poseía suficientes recursos personales y pedagógicos como para mantener el orden dentro de su clase. Ergo «si yo expulso», meditaba más de uno, «todos los demás pensarán que no poseo suficientes recursos personales ni pedagógicos como para mantener el orden dentro de mi clase». Y no expulsaban, efectivamente. Y tragaban, qué remedio, el marrón de la vulgaridad y la irreverencia durante el período lectivo. Pero la amargura o el resentimiento, ese dardo envenenado que extenúa el manadero de las vocaciones, afloraba en la sala de profesores y, quien más quien menos, arremetía contra alumnos y disciplinas con la tenacidad esquizoide de Don Quijote contra el rebaño de ovejas. La magnitud de la indignación se consolidaba entre las paredes cuando alguien sacaba a cuento alguna frase desvergonzada como la que habían dirigido aquella mañana a la profesora que pretendía hacer un esquema de fechas históricas. Pero no había más remedio que aguantarse. (Fin del cuento).
De ahí lo del estudio de la disrupción. No me extraña que el personal docente esté hasta las narices y pretenda, en algunos casos, saltar la barrera de la tolerancia. La disrupción, la indisciplina y las agresiones no son otra cosa que expresiones alternativas de lo que les ocurre a los alumnos en la calle. Si un chico mantiene comportamientos agresivos en la calle, no entiende por qué debe cambiarlos cuando está en el instituto. Son su manera de ‘comunicarse’ y, desde luego, su manera de ejercer poder. No creo que reuniones y grupos de trabajo consigan sanear las actitudes disruptivas.
La disrupción está presente en la sociedad (¿quién puede cambiarla?) igual que los gusanos lo están dentro de la fruta.

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