martes, 8 de septiembre de 2009

LA SUPERSTICIÓN
(6-1-2002)
JUAN GARODRI


Mi abuela tenía una fe ciega en las mariposas. Ibamos por el campo y prestaba atención a las mariposas, no se le escapaba ni una. Mariposa blanca, buena noticia, decía, y batía palmas y nos animaba a que contemplásemos el tembloroso aleteo de su blancura. Si la mariposa era negra, miraba hacia otro lado y cruzaba los dedos por debajo de la mandileta, convencida de que el lepidóptero, tan solo por ser de color negruzco, le acarrearía alguna oscura e indeseable desdicha. En otros tiempos, la mariposa (blanca o negra) constituía el símbolo infalible de la dicha o de la desgracia. En los nuestros, la salud, el dinero y el amor son objeto de acendrados ritos supersticiosos que determinan hasta dónde puede llegar el listón de la felicidad en el año que nace.
Y así, estos días de final y entrada de año, significados por la luminosidad de la fiesta y por la redundancia de la gastronomía, han estado rodeados más que nunca por la figura envejecida de la superstición. La superstición conlleva en su propia raíz etimológica (superstare) el ansia de sobrevivir. No hay más que echar una ojeada al rito familiar y exagerado de las doce uvas. Es la liturgia de la supervivencia. Un año más, eso se desea, sobrevivir otro año rodeado de salud, dinero y amor, bueno, al menos rodeado de salud y de dinero, bueno, al menos de salud. En realidad, el ceremonial de las doce uvas es la celebración supersticiosa del rito de la salud. Media hora antes de la medianoche, no tienes más remedio que preparar tu plato con tus doce uvas y el cuñado redicho empieza a sermonearte con la firme admonición de sus convicciones, tío, que las tuyas son más delgadas y así cualquiera, tienes que tragarte unas uvas gordas, como las mías, mira, esto es lo que son uvas, si no a ver qué coño de salud vas a tener en el 2002, y sin pelarlas, tío, porque si las pelas no tiene gracia, lo bueno es masticar el pellejo, sentir cómo se te pega a las muelas el tegumento del hollejo para darle sentimiento a la reiteración de las campanadas, pero qué haces, coño, no les quites las pipas, sin pipas las uvas no son uvas, sin pipas las uvas son un sucedáneo blanducho del fruto de la vid, hay que mascar la pulpa, el pellejo y las pipas como si mascases la carne de una entidad sagrada, una unidad revuelta entre la lengua y el paladar, una masa de glucosa y azúcar dispuesta a santificarte los trescientos sesenta y cinco días del año, sin la tragantada sana y algo apurada de las uvas no podrás disfrutar de una salud medianamente aceptable, y cuidado con lo que haces, que te conozco, tío, tienes que tragarte las doce uvas, una por una, sin escaquearte de las tragantadas, que tú mucho simular atención a las agujas del reloj de la tele y, a las primeras de cambio, arrojas distraídamente una uva cada dos campanadas al plato de los huesos, y así, cómo quieres estar sano, coño, no me extraña que cada dos por tres te veas morado para hacer las digestiones.
En cuestiones de dinero, la superstición ha dejado su huella en la adquisición de lotería de Navidad. Este año toca, vamos, seguro. Y tienes preparado en un cajón de la mesa debajo del ordenador, un sobre de buenas dimensiones, 30 x 20 o así, para dar cobijo a la infinidad de participaciones de lotería que vas adquiriendo a trancas y barrancas. Llegas al supermercado a comprar fruta, y la cajera te dice que cómo no compras lotería, que este año va a tocar, y coge el taco y lo pasa suavemente por los billetes de la caja, lo frota contra ellos, lo sumerge entre ellos en un acoplamiento casi erótico de promiscuidad monetaria. Saca el taco y, antes de depositarlo en su sitio, golpea blandamente con él su seno izquierdo, supongo que en un alarde simbólico de afecto o cariño por la cercanía del corazón. Así cualquiera. No tienes más remedio que adquirir dos mil pesetas, sin recargo, convencido de que indefectiblemente, después del rito frotatorio, te caerá la breva de los millones. Bueno, conozco a un tipo que cada vez que sube o baja en el ascensor golpea tres veces el timbre de alarma, con suaves y provocadores impulsos, como si lo acariciara, convencido de que su buena suerte en la lotería va unida a la yema propulsora de su dedo índice. Otro hay que baja a depositar la bolsa de basura en el contenedor a las 21'47 horas, exactamente, sin atrasarse ni adelantarse un minuto porque le va en ello la vida lotera. Preguntado el interfecto acerca de tan extraña manía supersticiosa, asegura que no tiene más remedio que hacerlo si quiere que le toque la lotería, porque el número que adquirió hace más de dos meses es precisamente ese, el 2147.
En cuanto a lo del amor, la superstición ha ido unida al cansancio físico en estas fiestas milenarias. Después de las doce uvas y la algarada de los relojes, los besos y abrazos abundan más que nunca a pesar de la barba puntiaguda del primo de Zaragoza y de la pechuga prominente de su esposa. El cuñado te abraza y te golpea la espalda con furia afectuosa y besas a los suegros con desapasionado fervor. Todo el mundo se desea paz, felicidad y amor familiar. Lo malo viene después de las muestras efusivas. A alguien se le ocurre la idea de salir a tomar unas copas para festejar la entrada del nuevo año. De nada valen tus protestas y justificaciones. Esta noche es el símbolo del amor, te dicen. Tal como funciones esta noche, funcionarás a lo largo del año en tus relaciones de pareja. Y así, vas trotando del cotillón al casino y del casino al bar de copas con la culpable intención de mejorar tus relaciones. A las siete de la mañana regresas a casa convertido en un guiñapo feliz y trastrabillante. Gracias al gorro de papel y a las serpentinas, tu felicidad queda asegurada un año más en el cariñoso regazo del amor. Seguro.

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