lunes, 14 de septiembre de 2009

ICONOCLASIA INSOL(V)ENTE
(13-10-2002)
JUAN GARODRI

Quién iba a decir que una imagen pintada sobre una tabla produciría, andando el tiempo, una profunda crisis en el seno de la Historia.
Allá por el siglo IV el gentío le tomó gusto a las «eulogias» (reliquias de santos) y las guardaba en una caja de madera en cuya tapa pintaba la imagen del santo al que pertenecía la reliquia. Fueron los primeros iconos. Como siempre, el pueblo se pasó en sus aficiones y entusiasmos, y sustituyó con la adoración del icono la adoración debida a Dios.
Así que llegó el día en que los más puestos en la cosa teológica le royeron el zancajo a León III el Isáurico y en el año 730 ordenó la destrucción general de iconos e imágenes sagradas. A esto se opusieron los Papas, naturalmente, y reprobaron la actitud del emperador, pero éste no se anduvo con chiquitas: anexó la Iliria (casi todos los Balcanes actuales) al patriarcado de Constantinopla y quedó a Roma desprovista de tierras y de fondos para nutrir su ejército, además de propiciar el alejamiento definitivo de Bizancio. Posteriormente, Roma empezó a sufrir ataques de los longobardos, que saqueaban sin parar. Como se encontraba desguarnecida, tuvo que buscar la protección del nuevo reino de los francos y, para que la cosa fuera en serio (y para que se enteraran los de Bizancio), consagró emperador a Carlomagno. De modo que un hecho así, aparentemente sin importancia (el de arremeter contra iconos e imágenes), dispuso de capacidad suficiente como para provocar, o cambiar, los acontecimientos sociales de cuatro o cinco siglos.
Históricamente, los iconoclastas han sido considerados herejes, conspiradores, disidentes, sectarios, bichos malos en general, o presuntuosos, insolentes, provocadores, jactanciosos o chuletas de la cosa culta en particular, cuando, en el fondo, únicamente pretendían la restitución de la verdad (¡quid est veritas!) deformada por la idiocia del gentío unas veces, o por los intereses de los mandamases otras muchas.
Pues bien, me hubiera gustado ser un iconoclasta. A veces he soñado con ser un iconoclasta. En realidad, creo que soy un iconoclasta. Ejemplo: supongamos que no me gusta el cine. (Una herejía: cualquier letraherido que se precie tiene que ser fanático, o frenético, amante del cine). Bien, no me gusta el cine, así que soy un iconoclasta de la imagen con la que se representa la cultura. Un hereje de la omnisciente sapiencia reinante. Porque el personal sedicente culto identifica cine y cultura, cine de buen ver, se entiende, también llamado cine de autor, esos hules intelectuales señalados con cuatro asteriscos en la página del periódico y que no ve ni el deprimido de la familia, a pesar de la afinidad psicológica.
Supongamos que ahora mismo, sin ir más lejos, en plan iconoclasta, se me ocurre escribir un artículo contra la imagen sagrada del cine, esos iconos enfatizados y algo estúpidos de la intelectualidad orsonwelliana, buñuelosa o amenabarina que tapan la caja de huesos de nuestra autosuficiencia, escribo contra el cine, repito, (es decir, no contra el cine, sino sobre el cine, pretendería únicamente exponer que no me gusta el cine) y las voces airadas de beatorros y devotos fílmicos se alzarían como una letanía denigratoria, o depredatoria quizá, contra la insensatez de un tipo que se atreve a amenguar la excelsa fertilidad artística de los cineastas. Me refiero a los directores, naturalmente. (Se descartan Ozores y otras yerbas de tipología españolizante). Los actores y actrices, salvo raras y señaladas excepciones, suelen fundamentar su empatía en la fama y en mostrarse muy pagados de sí mismos/as, dentro de la humildad, claro, y disimular así sus astronómicas minutas. Me refiero a actores y actrices ilustres. (Se descartan Martínez Sorias, Marujitas y otras yerbas). Los artesanos del cine son otra cosa. ¿Hay alguien más sabio, más culto, más docto, más progre, más in que un director de cine y sus cinéfilos?
No hay más que ver la tertulia de la TV2 nocturna: y digo ver, porque lo que es oír o escuchar no creo que nadie escuche un muermo insoportable de opiniones, criterios, dictámenes, juicios, pareceres, apreciaciones, pensamientos, títulos en inglés, rememoraciones del blanco y negro, análisis e interpretaciones y significados que pueden ejercitarse sobre una película, por mucho que los tertulianos se empeñen en demostrar, con una suficiencia rayana en la arrogancia, que están puestísimos en la cosa del cine y que para ellos es pan comido lo de analizar secuencias, situaciones y personajes. A lo que parece, allí lo único importante es su cháchara fastidiosa, y que la película que van ustedes a ver a continuación desempeña un papel secundario, como un soporte ocasional que se aprovecha para apoyar en él la sapiencia fílmica de los contertulios.
Bien, si escribo cosas de éstas, con más hondura y enjundia, por supuesto, estoy intentando cargarme la culta y policromada imagen del cine. Estoy convirtiéndome en un papanatas bizantinamente isáurico, en un desinformado iconoclasta de la sagrada técnica fílmica y de los efectos especiales.
Menos mal que el exagerado volumen de los altavoces anula el sonido masticatorio de las palomitas. Aunque no neutraliza su olor precalentado. En el patio de butacas, algún iconoclasta juega al tiro con arco con la emperatriz Teodora (que también fue actriz).

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