viernes, 4 de septiembre de 2009

VUELVEN LOS MUERTOS
(4-11-2001)
JUAN GARODRI


Día de los Difuntos. Nuestras vidas son los ríos... De memoria me sabía las Coplas. No sé si la memoria vale para algo, a lo que parece no, si bien se tienen en cuenta las tendencias de la LOGSE que procura concienciar al alumnado en la adquisición de valores que le valgan para ser ciudadanos responsables y libres el día de mañana, dicen, dentro de una sociedad progresista, europea y libre circunscrita a los parámetros educativos de un acuerdo marco docente y pluralista, etcétera, etcétera, así que la Logse da de lado a la memoria, me parece, facultad denostada actualmente por los pseudodidactas toda vez que, aseguran, vale para poco su uso y desarrollo porque lo que uno puede aprender de memoria carece de valor puesto que ya se halla memorizado en las páginas de cualquier manual escolar.
A mí, sin embargo, me hicieron ejercitar la memoria de chico, lo cual que no ha redundado en deterioro de mis facultades personales, todo lo contrario, ha desarrollado mi capacidad de expresión y mi propensión al raciocinio a través de la relación de ideas.
Y como la cosa va de muertos, por lo del Día de los Difuntos, aquí donde me ves, yo me aprendí de memoria las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique y más de la mitad de la Rimas de Bécquer. El Canto a Teresa, de Espronceda y algunas escenas de El estudiante de Salamanca, llenas de capillas fúnebres, tumbas, calaveras y esqueletos que se abrazaban con libidinoso frenesí. Más de quince días estuve de rodillas en medio de la clase por distribuir una copia de Desesperación, y de nada me valió asegurar que no me gustaban en absoluto los cementerios bien rellenos de muertos y que, nada más lejos de mi afición necrófila que la de un sepulturero que se dedicara a machacar los cráneos de los difuntos.
Y es que entonces se tenía un respeto tremendo a la muerte. Nadie había contemplado un cadáver. Los entierros tenían lugar entre muestras ostentóreas de griterío y llanto, pero el difunto iba bien guardado en su caja y, salvo los más allegados (y aquellas impávidas mujeres expertas en desnudar y vestir cadáveres y en lavarlos y perfumarlos para el más allá), nadie lo había visto. De manera que ese terror que produce la quietud definitiva era más imaginario que real. Si acaso, habíamos contemplado viejas litografías en las que aparecía un esqueleto bailando en las reproducciones de las ‘Danzas de la muerte’ del siglo XIV, aquellas espeluznantes alegorías de Hans Holbein. Pero, vamos, era una lejanía tan medieval, que no se le concedía mayor importancia temerosa que la que pudiera darse a monstruos o dragones.
La muerte real, sin embargo, sí producía un profundo terror. Tanto, que el chaval aficionado a lecturas referentes al más allá, embadurnadas de cementerios y guadañas, era tenido por desquiciado y arrepticio. Así y todo, me encantaba subir al campanario la noche de difuntos y asar castañas en lo alto de la torre mientras las campanas sonaban mortuorias, metiendo el miedo en el cuerpo a todo el vecindario. Era el triunfo de la igualdad. Aquella noche no había ricos ni pobres. La proximidad de la muerte se aspiraba dentro de una cercanía sobrecogedora, tan cercana que parecía salir de cada tañido del campanario. Y su sonido ultramundano se colaba igualmente por los ventanales suntuosos y por las ventanas astilladas. El miedo ejercía de rasero y era el mismo para todos. Hacía pocos días que nos habían enseñado unos versos de Horacio: «Pallida mors aequo pulsat pede / pauperum tabernas regumque turres», y yo me envanecía recitándolos de memoria y cabreaba a los compañeros comentándolos, deseosos ellos de mandarme al carajo porque no les apetecía en absoluto la cercana rememoración del perecimiento humano, esa admonición plástica sobre el carácter igualitario de la muerte.
Hoy día, sin embargo, la muerte no sobrecoge en absoluto, o sobrecoge y atemoriza menos. Las imágenes diarias que esparcen a los cuatro vientos los medios de difusión de noticias ha provocado una cercanía casi familiar con la muerte, en la que se desea, eso sí, que no te toque la china, pero en la que el terror o el espanto han perdido aquella entidad sobrecogedora que se circunscribía al hecho de morir. La noticia de los muertos en carretera cada fin de semana, los muertos en accidente de aviación, los muertos por violencia doméstica o callejera, los muertos por la guerra, los muertos por terrorismo, los muertos en las películas televisivas, bien despanzurrados y chorreantes, los muertos por terremotos o inundaciones o incendios, conforman un conjunto de imágenes casi familiares y cotidianas que vemos tan normales como la vida. Tal vez la desacralización del concepto sancionador de ‘la otra vida’, la desaparición del miedo a un más allá perpetuamente punitivo, haya quizá transformado ese carácter espeluznante y lúgubre de la muerte en algo doloroso pero no tétrico.
Tal vez por eso mismo, la costumbre social del ‘Día de los difuntos’ haya convertido los cementerios en un lugar de encuentro y de saludo donde unos panteones rivalizan con otros en claveles y crisantemos. ¡Qué lejos aquella figura de la muerte que, según Hesíodo, tenía el corazón de hierro y las entrañas de bronce!.

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