domingo, 13 de septiembre de 2009

PATATAS FRITAS
(7-7-2002)
JUAN GARODRI


¿Qué vamos a comer, santo cielo? ¿Alguien puede decirme qué clase de alimentos van a poder librarse del mal? ¿Acaso llegará el día aciago, si no ha llegado ya, en que sólo podamos nutrirnos de verdura? ¿Qué estigma cancerígeno se cierne sobre nuestras futuras cabezas de grillos cibernéticos? Ah, mísero de mí, ah, infelice, apurar cielos pretendo, ya que me tratáis así, qué delito cometí contra vosotros comiendo (y que Calderón disculpe el tratamiento irreverente de sus versos). Que ya ni patatas fritas quieren que comamos. Una pasada de la OMS informa de que las patatas fritas contienen elementos cancerígenos. No se cansan de fustigar nuestro ideal de salud corporal con el pavoroso látigo del cáncer. Oligoelementos y antioxidantes tremolan sus propiedades de ficticia eternidad salvadora, tal como la práctica religiosa de los primeros viernes aseguraba la salvación del alma. Son los poderes curativos de la naturaleza, afirman. Es la ‘fuerza vital’ que posee el cuerpo de cada uno para luchar contra la enfermedad y recuperar la homeostasis, ese fenómeno de autorregulación que mantiene las propiedades internas de un organismo.
Así que, hala, venga dieta naturopática, fundamentalmente vegetariana, y a mascar alimentos crudos, que es lo sano. Y, claro, el tratamiento tiene que ser holístico y natural para que las partes desequilibradas se equilibren con las otras partes del resto del cuerpo porque, no hay duda, vivir en equilibrio con todas las cosas naturales es la única forma de conseguir una buena salud duradera.
Y digo yo, ignorante que es uno, que cómo es que se le queda esa cara de pájaro a naturistas y demás aficionados al condumio dietético, amén de a otros colocados, pirados y adictos a vegetales, verduras y demás comida para grillos (cuanta más materia menos inteligencia, dicen, y todo eso), será por lo del equilibrio con la naturaleza, digo yo.
Jamás olvidaré aquel día, en un Madrid primaveral de 1982. El Ministerio me había nombrado (la cosa me tocó por sorteo, bien podía haberme tocado la lotería) vocal de la mesa nacional para elecciones sindicales de Muface, en representación de los funcionarios del grupo A, o algo así. Y para allá me fui en comisión de servicios, de enero a mayo, a la calle de Alcalá. En aquellos tiempos me relacioné con buena gente y he seguido manteniendo amistad con ellos. Luis Acosta, de TV1 Regional, con quien tomé algunas copichuelas y compartí la lectura del periódico. Pedro Sánchez Montero, Pedro Kiko para los amigos, que ofrecía hospitalidad a todo coriano que pasase por la calle de la Bolsa. Hasta Manolo Rosso caía por allí de vez en cuando, con su cháchara interminable y su chaquetón de cuadros, recién salido de papeles secundarios en alguna película de terror. Pedro Kiko me dijo un día de un abril primaveral y madrileño,
—Te invito a comer en un restaurante vegetariano, es el más famoso de Madrid.
A pesar de mis reticencias, más gastronómicas que verbales, fuimos a comer al restaurante vegetariano. Nos acompañaba Andrés Parro. Nada más entrar en el recinto ¿sagrado?, nos acogió un ambiente de venerable recogimiento que me retrotrajo automáticamente a los refectorios cuasi litúrgicos de la adolescencia. Laus Deo. Ningún comensal levantó la cabeza, ni nos miró, ni se distrajo. Masticaban con una unción que a mí me resultó sorprendentemente eucarística y triste. Los que hablaban, no hablaban, susurraban. Un discreto olor a incienso y a otras especias orientales parecían exigir los acordes polifónicos de una misa de Perossi. De puntillas fuimos deambulando entre las mesas hasta que nos acomodamos en una. Un pulcro camarero de gafitas redondas y cráneo rasurado se acercó para saludarnos y ofrecernos los platos de su cocina saludable. Yo tomé un filete de arroz y agua destilada. Pedro Kiko creo que se arriesgó a pedir un entrecot de garbanzos fríos con cebolla y no recuerdo qué comió Andrés Parro. Poco, desde luego. Porque nada más salir del restaurante vegetariano se metió entre pecho y espalda un impresionante bocadillo de calamares fritos en el bar de la esquina. Desde entonces, con todos mis respetos, siento una aversión razonable a la cosa vegetarianamente organizada.
Así que no me veo entrando por el aro. Nos meterán el miedo en el cuerpo con la amenaza de un infierno atiborrado de colesterol y grasas saturadas. Nos harán creer que los triglicéridos, el ácido úrico, la creatinina y la glucosa nos llevarán a una desventura septuagenariamente caduca y cojilitranca. Así y todo, jamás renunciaré a las patatas fritas, crujientes y sabrosas, para acompañar una buena cerveza fría. Jamás aceptaré la espesa y triste emanación a butano del repollo cocido y del brécol austríaco. Jamás permitiré, en fin, que desaparezca de mi cocina la euforizante fragancia, familiar y doméstica, del café, o el rastro agradablemente sinuoso, aunque tal vez dispéptico, del chorizo y los huevos fritos.
(Mi tío Eufrasio, con su perversa desconfianza tradicional, asegura que todo es cuestión de intereses económicos: alguien pretende que descienda el consumo de patatas para que aumente el consumo de otro producto concreto que quieran imponer los mandamases. Y que tiempo al tiempo).
Que así no sea.

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