domingo, 27 de septiembre de 2009

SALAS DE ESPERA
(15-6-2003)
JUAN GARODRI


No hay como permanecer en una sala de espera para convencerse de la fragilidad de la persona. Me refiero, principalmente, a las salas de espera de clínicas, ambulatorios y consultas médicas privadas.
El paciente entra en la sala de espera con precaución, cuando no con prevención, mira a derecha e izquierda, descubre un asiento vacío, se dirige a él y pide perdón constantemente por atravesar la salita, o rozar un pie, o importunar. El paciente que entra en la sala de espera piensa que molesta a los que ya se hallan acomodados en el silencio y en el reojo. Porque el silencio es sepulcral. Nadie habla, nadie se mira y todos se observan. De reojo, naturalmente. Existe una especie de compostura íntima y como vergonzante que propende a no cruzar la mirada, una moderación en los ojos que se alzan hasta el techo, se inclinan hacia el suelo o se clavan en la pared de enfrente intentando descifrar la certificación enmarcada del XXVII Cursillo sobre no sé qué especialidad médica a la que el doctor acudió en 1987, o antes. Así que no, no es a usted a quien pretenden mirar, señora, sino al diploma que está colgado por encima de su cabeza. Es una lucha de miradas oblicuas en la que cada uno de los contendientes procura impedir el encontronazo de los ojos. Tal vez quieran evitar la evidencia recíproca del mal físico, porque una cosa es innegable: las personas reunidas en esta sala se encuentran aquí porque sobrellevan un padecimiento físico que inútilmente pretenden ocultar a los demás. De ahí el empeño en esquivar las miradas. Así que, para evitar indiscreciones silenciosas, el paciente se decide a leer una revista. Pero tiene que incorporarse. Aunque la estancia es reducida, las revistas se amontonan desordenadamente en la mesita central. Un pequeño esfuerzo y ya está. ¡Hop! Los cuatro pacientes lo miran y piensan «no pasa nada; el de la esquina, que se ha decidido a leer una revista». Y vuelta a clavar los ojos donde antes los tuvieran clavados.
Como casi siempre, la revista que ha tomado el paciente está anticuada. La ha elegido porque no es una revista del corazón, ni de marujeo, ni de prensa rosa, que aparecen desperdigadas sobre la mesa de la sala de espera con esa apariencia de páginas indóciles que muestran las revistas de uso común. Esta es una revista de las que las empresas editoras ofrecen juntamente con el periódico los fines de semana. Alguna página cuelga, semiarrancada de su encuadernación natural. Otras aparecen arrugadas, o dobladas, o sucias. ¡Han sido tantas las manos que la han utilizado! Con cierta prevención y discreto escrúpulo, el paciente va pasando las hojas. A estas alturas del año, el cuento de Maruja Torres, el artículo de Muñoz Molina o el cabreo de Pérez-Reverte parecen tan pasados de rosca que no animan a leerlos. Lo mismo ocurre con los reportajes, lejanos en el tiempo y ausentes de interés. El paciente se pregunta cómo es posible que asuntos que despertaron la atención o el recelo mundial hace apenas unos meses, aparezcan ya como fósiles informativos. «El petróleo de la discordia. De qué va realmente la guerra contra Irak». Qué lejanía la de la guerra. Eso esperaban sus promotores, y lo sabían: el tiempo cumpliría su cometido de apelmazar la memoria. Nadie habla ya de la guerra. Nadie indaga sus causas. Nadie inculpa por sus consecuencias. Versos de pie quebrado harían falta, como los de Jorge Manrique, para recordar y avivar el seso, no sea que, cuando menos se piense, coloquen los mandamases otra guerra, con el pretexto ininteligible de las armas de destrucción masiva...
De pronto, el paciente siente un repentino picor en la fosa nasal izquierda y sabe que va a estornudar. Hace muecas tal vez exageradas para ver si aleja la inminencia del estornudo. Imposible. Una especie de cepillito eléctrico gira a dos mil revoluciones por minuto coanas abajo y el cosquilleo es insoportable. El paciente se asusta y a toda velocidad rebusca en sus bolsillos la ayuda de un pañuelo. Sabe que sus estornudos son tremendos. Si estornuda con la boca abierta, una catarata de mucosa pulverizada se estrella contra todo lo que aparezca por delante. Si lo hace con la boca cerrada, el estornudo atraviesa dos fases: una débil e iniciadora como si la tráquea exhalase un gemido y, casi simultáneamente, una explosión nasal, igualmente líquida y pulverizada, semejante al estornudo de las cabras. Infelizmente, no logra sacar del bolsillo el pañuelo de tela de los que ya nadie utiliza (sustituidos por los kleenes, tan asépticos e higiénicos, pero que no complacen al paciente porque cada vez que estornuda, sin saber cómo, aparece el kleenex atravesado en algún dedo) pero logra, en décimas de segundo, colocar ante su rostro la revista anticuada, único medio disponible para impedir la catarata y la aspersión nasal. Lo que no puede impedir, no obstante, es el volumen exagerado del estruendo. Así que la señora sentada frente al paciente se sobresalta ligeramente y exclama ¡Jesús!, no se sabe si como jaculatoria de tratamiento educado o como reacción alarmada ante la repentina potencia estornutatoria.
El paciente se disculpa y prosigue como puede el hojeo de la revista, pero piensa en la inadecuada falta de higiene que suponen las revistas anticuadas en las salas de espera, repletas (las revistas) de gérmenes tal vez nocivos y contaminantes. A saber cuántos no habrán estornudado antes que él utilizando el cauto parapeto de la revista. En definitiva, reflexiona el paciente que las revistas deberían estar totalmente actualizadas porque piensa que a menos antigüedad menos posibilidad de contagio, ya que habrán recibido menos estornudos, menos mal aliento, menos bichitos de esos que los pacientes suelen llevar dentro.
Menos mal que la suave música de relajación que se esparce por la sala induce a olvidar la posibilidad de un contagio potencial. Otros por menos han denunciado al Ayuntamiento.

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