martes, 8 de septiembre de 2009

LA LIMOSNA
(3-2-2002)
JUAN GARODRI


A mí, particularmente, me molesta que me llamen señor. Nunca me he considerado señor de nada ni de nadie. Así que llegas al bar y el camarero de turno te endosa un “qué desea el señor”, lo cual que hace que uno se sienta incómodo. Si es un local en el que tienes cierta confianza con el dueño, le contestas: “Carlos, joder, que te he hablado de tú, no me llames señor”. Y es que parece que, a la hora de pagar, si te han llamado señor, estás como concediendo una limosna.
Sin embargo, no siempre ocurre así. Por ejemplo en las rebajas. Uno de los motivos más frecuentes de diálogo-discusión matrimonial lo facilita el tema de las rebajas. Marido y mujer se adentran en el espinoso sendero del acuerdo para concertar el día en que vayan a lo de las rebajas. Termina el mes de enero y con él acaba también el mes de las rebajas. A ver quién no ha ido de rebajas. Vas de reajas y parece que vas a una reunión caritativa de la lucha contra el cáncer. Porque en realidad, de verdad, no necesitas nada de lo que vas a adquirir en las rebajas, es como si fueses a entregar tu dinero al comerciante para una causa benéfica. Las rebajas han sido inventadas para que el personal se ejercite en la buena acción de dar limosna a los comerciantes de las grandes superficies, que se dice, no a los comerciantes de las pequeñas tiendas, no, las pequeñas tiendas, esas tiendas de barrio amistosas y casi familiares, esas tiendas no necesitan limosna. Ganan tanto las pequeñas tiendas de barrio que no necesitan hacer la campaña de las rebajas, sería como un insulto que alguien entrase en una de ellas preguntando que si allí hay rebajas. Aquí no necesitamos rebajas, aquí ganamos más de lo que usted se cree, diría con dignidad el dueño de la pequeña tienda, así que vaya a gastarse el dinero de su limosna a tiendas mayores. En cambio los comerciantes de las grandes superficies ganan tan poco, está tan mal el sector, que no tienen más remedio que rebajar sus productos y artículos para conseguir dar vida a la cosa del comercio. Fíjate si andarán mal, los pobres, que artículos (unas botas, por ejemplo, aunque no sabes para qué quieres unas botas) marcados con 114,19 euros, o más, te los dan por la irrisoria cantidad de 54,09 euros, cantidad que supone una pérdida considerable para su ya menguada economía y un supuesto beneficio para la tuya, quizá más menguada aún. Así que no tienes más remedio que acompañar a tu señora cuando acude a la llamada de las rebajas: de esta manera se ayuda a salir a flote a los comerciantes, hundidos en el proceloso aguachirle de la economía. Y aunque a mí en las rebajas me entra el mareo del museo, no importa. El hormiguero en que se convierten pasillos y escaleras eléctricas es un hormiguero de gente dispuesta a dar lo mejor de sí misma para solucionar a la ‘cadena’ el asunto de la poca ganancia. Y tú vas con tu óbolo a contribuir desinteresadamente en el desarrollo y conservación del establecimiento. Y no solo tú, el gentío, en general, acude como loco con la alegría reflejada en los ojos, la prisa reflejada en el apresuramiento de las piernas y el deseo íntimo de favorecer a los que venden reflejado en los codazos para acercarse a los stands. Pero todo esfuerzo tiene su premio y toda buena acción su recompensa. Esta llega cuando el personal pasa por caja. Después de cuarenta y cinco minutos soportando abnegadamente tu número en la cola, entras en el triunfal y reducido espacio de la caja. Empiezas a vaciar el carrito y a depositar en el mostrador los artículos adquiridos. La cajera, atareada entre el tecleo de la máquina registradora y el pi-tin pi-tin del escáner, ignora tu presencia. Pero es sólo aparentemente. De pronto te mira abiertamente y, con la mejor de sus sonrisas, te dice:
—Señor, ¿va a utilizar usted el metálico o la tarjeta?
—La tarjeta —le contestas al tiempo de alargársela.
—Gracias, señor —y vuelve a sonreírte.
Halagado por sonrisa tan amable, quizá le has caído bien, piensas, no adviertes que te pide el carnet.
—¿Me permite su carnet de identidad, señor?
—Un momento, por favor —concedes mientras echas mano a la cartera.
—Gracias, señor —repite mientras te lo devuelve.
Y ahí es donde entras tú en el ámbito esponjoso de la vanidad limosnera. Te ha llamado señor. Cuatro veces. Esa denominación casi mayestática con la que te ha nombrado supone que te considera superior, al menos con una categoría social superior a la suya. De manera que tú, a pesar de tu careto serio y estirado, pareces un señor. A pesar de tus pantalones de pana y tu pekari de tres cuartos, pareces un señor. Son unos segundos, pero son suficientes como para llegar casi a creértelo, los suficientes como para conseguir que las dieciocho innecesarias estupideces que has adquirido no te escuezan como un gasto, sino que te satisfagan como una limosna (que has dado). Porque si tú eres el señor, ella es la súbdita (probablemente ella no te considera imbécil ni nada); si tú eres el caballero ella es la plebeya; (probablemente ella admira ese repentino aire importancioso que muestras); si tú eres el rico ella es la pobre (probablemente ella no hace rechifla en absoluto de tu falsedad de acomodado). ¿Cómo vas a ser tan duro como para no alargar la mano y conceder la beneficencia de tu limosna a un centro en el que te consideran señor?
Así que firmas el resguardo del tique de compra con la suficiencia indiferente del que tiene mucho y gasta más, aunque sea concediendo la limosna de adquirir lo innecesario en las rebajas. Señor.

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