sábado, 12 de septiembre de 2009

COCHES DISKOTEKA
(19-5-2002)
JUAN GARODRI


Coches diskoteka. Con k de kilo. La pronunciación sorda de la k, densamente velar y oclusiva, no atravesó momentos gloriosos en la historia de la Lengua castellana. Rafael Lapesa reconoce las dificultades de la grafía ‘ka’ para asentarse en las preferencias ortográficas de base fonética, salvo cuando Gonzalo Correas, el gramático jaraiceño del siglo XVI, la llevó a su mejor momento publicando una «Ortografía kastellana nueva i perfeta », en la que prefiere utilizar la k para representar los sonidos velares y oclusivos. «La k, komo tan inkorruta i propia para exprimir su boz, kon todas las vocales, la sakaremos à plaza, à ke haga su ofizio, pues las otras dos de su sonido c q son mankas, i le hazian tan mal». No se trata de un grafiti, esas excelencias de la pintura suburbana que decoran, a veces admirablemente, las paredes de los edificios abandonados o la tapia del polideportivo. No se trata de un ‘mensaje de móvil’ en el que la k ha adquirido un protagonismo ahorrador y sintético. Se trata de una frase del maestro Correas, nada menos, citado por Lapesa. Ahí la tienes, amigo, la k utilizada culturalmente, casi oficialmente, hasta que se la cargó el Diccionario de Autoridades, el primero de la Academia, un siglo después.
Ahora el uso de la k, sin embargo, reproduce una ideología, más que un sonido. Reproduce la rebelión social frente a la norma, reproduce la rebeldía juvenil que se sacude de encima ataduras indeseadas durante los años de permanencia en aulas y patios escolares. La k, vista desde la actual situación lexicográfica, es como un exabrupto de la ortografía, una salida de tono visual que refleja, sin embargo, la decidida voluntad de mantener incólume la libre transgresión de la norma.
Así que coche diskoteka. Es lo último en la iconografía juvenil de la velocidad y el ritmo. Hubo un tiempo en que se pretendió popularizar el biscuter, un sucedáneo de coche tan sólo porque disponía de volante y dos marchas. José Luis Caldera se presentó con uno, que sería de su hermano, y nos dijo que nos fuéramos a la hípica. Y allá nos fuimos, en la antigua Ciudad Deportiva. Al final, después de perder las apuestas, nos resultaba imposible salir del aparcamiento porque el biscuter carecía de marcha atrás. No tuvimos más remedio que levantarlo a pulso y darle la vuelta, enfocado a la salida.
Cuando yo hacía autostop, hace tantos años, no existía el coche diskoteka, qué va. Circulaba el citroën pato, aunque yo sólo conocía uno, el del señor obispo, que se desplazaba a Coria para la cosa litúrgica en alguna festividad solemne. Con su chófer y gorra de plato, aquel coche achaparrado de un negro brillante y pulido, con parachoques de purísimo níquel, me parecía el conjunto motorizado de toda la magnificencia teológica. Sobre todo cuando el obispo, apoltronado en el asiento posterior, sonreía catequéticamente y nos echaba bendiciones salutíferas como quien echa de comer a las palomas. También conocí un packard, ejemplar impresionante y suntuoso que algún rico sacaba de su cochera privada los domingos, para autoafirmación de su capacidad económica, supongo, y para admiración de transeúntes que se quedaban mirando, mirando, los ojos abiertos y la cabeza torcida, cuando el auto se deslizaba majestuosa y lentamente por la Corredera como un artefacto domesticado y poderoso.
Cuando yo hacía autostop, hace tantos años, no existía el coche diskoteka, con k de kilo, repito. La empresa El Pilar me llevaba hasta Ciudad Rodrigo, después de un viaje aterrador a través de las infinitas curvas del Puerto de Perales, hasta que lograba echar pie a tierra en la estación, mareado y convulso. Cargado con mi mochila, me dirigía a la carretera de Salamanca y allí me ponía a hacer dedo. El tráfico era escaso, pero siempre se detenía alguna camioneta (los mastodontes de dos ejes eran cosa del futuro) y allí me subía después de ofrecer al conductor un cigarro de caldo de gallina. El hombre se ponía a hablarme de que Fraga Iribarne se había bañado tan tranquilo después de lo de la bomba de Palomares, y cosas así, aunque las palabras se le atragantaban por los baches de la carretera y los saltos del vehículo que, por toda suspensión, iba equipado con ballestas. Así continuaba hasta Irún, y luego pasaba a Francia, bien registrado y sellado en la frontera, y dormía en las estaciones, dando cabezadas en las salas de espera, como quien aguarda un tren o un autobús. Y, al amanecer, carretera y manta. Pero de coches diskoteka, con k de kilo, nada.
Ahora sí. Ahora los coches diskoteka con k de kilo muestran el panorama de las tendencias que los nuevos lanzamientos imponen durante el año y ahí los tienes, esos modelos de pequeño tamaño, motor poderoso y altavoces ensordecedores que expanden decibelios por plazas, jardines y glorietas para mostrar la chulería de los usuarios y el cabreo de los paseantes. Hay quien apoda a los coches diskoteka con la sorprendente denominación de coches castillo, más que nada por el fantasma que suelen llevar dentro. Y, en efecto, el individuo conductor apoya el brazo en la ventanilla, gira el volante con la palma de la mano, peina cabellera hirsuta y engominada, luce el look de esa mirada con glamour que desprenden unas gafas falsas de Emporio Armani y te perdona la vida en el semáforo. A todo esto, sus altavoces retumban con un tecno pop apabullante y galáctico. Así que no pude más. Coloqué en la disquetera el CD de la Novena de Beethoven y seleccioné la “Coral” con el volumen a tope. Los acordes del ‘escucha hermano’ se oían en tres kilómetros a la redonda. El tipo me miró sorprendido y no entendió que yo hubiera convertido mi coche en una sala de conciertos. Así que levantó el dedo corazón de su mano izquierda, para despedirme, y arrancó a toda pastilla. El pumba pumba pum de su coche diskoteka se impuso a los acordes clásicos.

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