viernes, 11 de septiembre de 2009

DE ATASCOS Y ALIENACIONES
(7-4-2002)
JUAN GARODRI


Tal como se desplazan los ñus, esa especie de antílope con silueta de pintura prehistórica y figura extraña, con crin de caballo, remos de ciervo y cornamenta de búfalo, así se desplaza el ciudadano automovilístico en busca de las vacaciones. Los ñus realizan periódicamente grandes migraciones en busca de pastos frescos. Lo hemos visto con frecuencia en los documentales televisivos. Nadie conoce (los naturalistas quizá sí) el ciego impulso que los guía a través de cientos de kilómetros arrostrando peligros sin cuento. Si hay que atravesar un río, todos se lanzan por la misma senda, desconociendo de una vez para otra las fauces de los cocodrilos que acechan impasibles mientras esperan la llegada de la aglomeración y del tumulto. Si hay que atravesar una sabana, trotan y dan cabriolas instintivas, tal vez para favorecer el punto de mira de la leona que aguarda agazapada entre la altura de las hierbas. Al final del trayecto, cientos de ñus han dejado el pellejo en los vericuetos de la ruta. Los débiles, los atrevidos, los enfermos, los despistados, los que se desviaron de la brújula de su instinto, cayeron víctima de los depredadores.
Miles y miles de ñus metálicos, con silueta de pintura futurista y colores metalizados, pueblan tumultuosamente las autovías y las carreteras. Realizan migraciones periódicas en busca del salitre de las playas, en busca del ozono de la montaña. Veintidós millones de desplazamientos han tenido lugar durante las pasadas vacaciones de Semana Santa. Me gustaría conocer qué impulso vital, qué truculencia embrujadamente psicológica, se apodera del ánimo de miles y miles de ciudadanos para empujarlos a esa evasión masificada y casi rencorosa que prefigura la huida de sí mismo. L'élan vital de Blondel. Eso es. La ‘acción’ como voluntad ciega, algo enteramente extraño, exterior e impenetrable a la inteligencia. ¿Cómo se explica, si no, esa insoportable apetencia de salir a donde sea y como sea? ¿Cómo se explica esa voluntariedad de desplazamiento aún conociendo los interminables y angustiosos embotellamientos, las colas mortificantes a la entrada de las grandes ciudades? Horas y horas encerrados en un automóvil. Un avance lento e insufrible, metro a metro, el indicador de temperatura a tope, el motor medio gripado y a mear a la rueda, si acaso. ¿Masoquismo? Me niego a aceptar que millones de personas se complazcan en sentirse maltratados por el ruido, el sudor, el aire acondicionado, el anquilosamiento de las piernas, el cansancio de la espalda, la discusión con la familia, el corte de mangas al pretencioso que pretende colarse. Debe de haber otra causa que impulse al personal al desplazamiento automovilístico. Tal vez la convicción de que uno mismo no es perfecto induce a aceptar, siquiera inconscientemente, la turbiedad del fracaso. Así que uno tiene que entregarse a otro. Persona, animal o cosa. En este caso, cosa. Una cosa fascinante y magnífica que la propia sociedad nos pone a huevo, una cosa exaltada por la publicidad, encumbrada por el prestigio social de la posesión, enaltecida por la pretensión personal de ser alguien.
Esa cosa es el coche. Y en la entrega generalizada de cada uno al coche se realiza un proceso de alienación en cuanto que la personalidad se transforma en algo contradictorio con lo que cada uno es. Cada uno ve en el coche el triunfo de la libertad, acogotada por el trabajo y el tedio, ve la liberación absoluta de la rutina, ese gusano acomodado en la costumbre, ve la emancipación de la cadena diaria, esa esclavitud insoportable que ahoga con luz morada el alma. El coche es el poder y la gloria, el señorío frente a la dependencia, la dominación frente a la subordinación. Por eso todo el mundo tiene coche, nuevo o de segunda mano. El coche es la afirmación de la plenitud personal y de la autoestima social. Por otro lado, quizá en esa huida hacia adelante que suponen las migraciones automovilísticas se produzca una especie de determinismo psicológico, en el sentido de que las acciones que uno emprende están condicionadas, reducidas a conductas explicables en el sentido de estímulo-respuesta. ¿Existe, entonces, la libertad de elección? Pues parece que no. Parece que, en esto de los viajes, todo quisque elige hacer solamente aquello que está motivado a hacer.
En estas que entra mi tío Eufrasio.
—Cuánto tiempo sin verte, sobrino —me dice—, qué, ¿andas escribiendo?
—Sí, aquí ando liado con lo de los atascos en las carreteras —le digo.
Como siempre, me pone la mano en el hombro mientras le echa un vistazo a la pantalla del ordenador.
—Muy serio me parece el tono —dice—, demasiado reflexivo, si me lo permites.
—Sí —le digo—, estaba cabreado por las muertes producidas sobre el asfalto y, sobre todo, por la acomodación de la sociedad a esas muertes. Nadie les concede importancia. La Semana Santa se ha cerrado con 122 muertos en las carreteras, y como si nada. Y aquí en Extremadura, poco, cuantitativamente. Total, 12 muertos de nada. Cualitativamente, sin embargo, el porcentaje ha subido el cien por cien con respecto al año pasado.
Mi tío Eufrasio me escuchó en silencio. Después me miró, enarcó las cejas y me dijo severamente: —Las autoridades deberían poner anuncios en los automóviles, tal como los ponen en las cajetillas de tabaco, para avisar de que los coches perjudican seriamente la salud. A ver si así el personal se desempicaba. Pero cá.

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