lunes, 14 de septiembre de 2009

Y NO SONABA ASEREJÉ
(1-9-2002)
JUAN GARODRI

Entrar en el supermercado del barrio supone un descenso al regazo de la cotidianidad, a lo diario y elemental, a lo necesario y simple. La pureza del ser humano radica en esa relación inevitable entre el acontecimiento diario y su limpia simplicidad. El supermercado del barrio posee un olor entrañable y único, te retrotrae a un estadio de vida casi infantil, esa época suprema de la ingenuidad en que las cosas eran así porque no podían ser de otra manera, en que las cosas olían así porque aún no se había producido la sofisticación del aroma, en que las cosas aparecían así porque no se había descubierto aún la hipocresía de las formas. Sumergirte en el supermercado del barrio es una cura de humildad vecinal y dermatológica que no rehuye el roce con la señora de las bolsas, ni considera insoportable el fato a sudor de la gorda de la frutería, ni piensa que es maleducado el codazo junto al panel de los yogures, ni mira como a una imbécil a la que te ataca desconsideradamente con la esquina de su carrito. Una de las descortesías convencionales del supermercado consiste precisamente en eso, en no admitir como descortés la correspondencia distraída al obstáculo, al culazo o a la esquina del carrito. Es algo tan natural como el olor de la pescadería. Y mira que huele la pescadería, pero lo aceptas simplemente porque no lo cuestionas. En cualquier otro contexto situacional (he leído por ahí lo de ‘contexto situacional’ para designar un lugar o un espacio, los hay así de bien hablados, cretinos), en cualquier otro lugar, decía, el olor a pescado puede quizá producirte una desagradable alteración del estómago. En el supermercado del barrio no. El olor es consustancial al entorno y lo aceptas casi inadvertidamente, tal como aceptas el olor dulzón de la frutería o el olor ultrahigiénico de las estanterías que ofertan productos de limpieza del hogar. Así que te rozas con olores vendibles, con olores humanos y hasta con alguna cara masculina que te refriega por la nariz un olor de progresía insultante, esa progresía del que comparte plena y conscientemente las tareas domésticas, que de machismo nada, tú, que uno no es un moro.
Así que entré aquella mañana de uno de estos días en el supermercado del barrio y pensé que me había equivocado de tienda porque observé una cosa sorprendente: no sonaba Aserejé. Increíble, pero cierto. La música de fondo no era ratonera, si es que la música ratonera es música. No sonaban los puñetazos acústicos del pumba pum rapero habitual. No sonaba la melaza cansinamente melódica de por 'debaaajo de tu cintuuuura'. No sonaba (no te lo vas a creer) el Aserejé de las hijas del Tomate, esa gigantesca parida aflamencada de «aserejé ja de je de jebe tu de jebere seminouva majabi» y cosas así. No. Sonaba, en cambio, una música celestial. Y lo digo sin mueca burlesca. Una suavidad armónica descendía del cielo raso y envolvía casi amorosamente los botes de tomate frito y los paquetes de azúcar. Increíble pero cierto, otra vez. Los primeros compases del concierto en La menor, de Antonio Vivaldi, se expandían en pequeñas cascadas musicales y llenaban el recinto con una acogedora honorabilidad. El supermercado del barrio se había convertido en una extraña e impensable sala de conciertos, como si en él se hubiera instalado de forma inesperada el espíritu de la Ilustración. Emocionado y conmovido, tarareaba mentalmente las notas mientras me abastecía de huevos y de aceite puro de oliva. (Advierto al lector incrédulo que me sé de memoria el primer movimiento. Lo he escuchado infinidad de veces cuando mi hijo lo estudiaba para el examen del Conservatorio). Me dirigí a Caja. Tras ella se encontraba el dueño, viejo conocido. Mientras registraba mi cuenta le dije:
—Buena música tienes hoy, esto no se escucha todos los días.
Concentrado en su quehacer registrador y eurístico (de euros), ni se había enterado. Siempre solemos comentar algo de fútbol, de modo que me miró extrañado, no sabía si le hablaba en broma o en serio.
—¿Qué música? —dijo.
—Esa, la de Vivaldi —respondí
Arrugó el entrecejo e hizo un gesto como de escuchar una música extraña y feísima.
—Qué va —respondió—, el tontolculo del chaval, que tiene la cabeza a pájaros y seguro que se ha confundido de CD.
Y, torciendo la cabeza hacia la puerta del almacén, gritó:
—¡Charliiii, quita de una vez esa mierda de música de iglesia!
Antes de salir a la calle cargado con mis bolsas, la alegría flamenca del Aserejé ya se había adueñado del arcón de los congelados y hacía mover las caderas a los envases de lavavajillas.

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