martes, 15 de septiembre de 2009

LA NOCHE BURRA DE FIN DE AÑO
(29-12-2002)
JUAN GARODRI


No hay método más práctico (los autores clásicos conocían a la perfección su eficiencia) que aclarar con ejemplos la posible dificultad conceptual de una idea siempre, por descontado, que el ejemplo estuviese en relación directa con la capacidad intelectiva de los oyentes. Yo también he decidido convertirme, después de no pocas vacilaciones, en accidental practicante de este método, aunque corro el riesgo de pasarme o de no llegar.
Quisiera ejemplarizar la noche loca de fin de año con un supuesto: el no presente (sustantivación de lo que no es ni pasado ni futuro). Aunque quizá fuera más acomodado al caso ejemplarizar el no presente con el supuesto de que la locura final y nocturna del año es el asidero de la temporalidad. Vivimos en el tiempo y el tiempo es la nada. En fin.
La relatividad, —o subjetividad, tal vez— del concepto que los humanos tenemos del tiempo ha sido estudiada por muchos autores (me pongo así de serio). Si echas mano de cualquier manual de Historia de la Filosofía, te topas en seguida con Leibniz, opinión que se remonta a Guillermo de Ockham e icluso a Suárez y otros escolásticos más recientes (más recientes dentro de su época, claro). No sé si Inmanuel Kant tendría razón o no cuando planteaba el carácter apriórico e intuitivo del tiempo. Pero lo que sí me parece probable es que el tiempo influye en el aspecto conservador de la Historia. O dicho de otro modo, todos los conservadurismos de la Historia se han desarrollado para no ceder a la transitoriedad del tiempo. Y no sólo de la Historia con mayúscula: también las pequeñas, infinitas historias de cada uno de los seres humanos, de antes y de ahora, se nutren de conservadurismo para hacer soportable la devastación y el olvido. Las tradiciones, las leyendas, las costumbres populares no dejan de parecer un intento formidable de aferrarse a ‘algo’ que ha existido para darle base al presente, de atrapar épocas pasadas para que no desaparezca la memoria colectiva, de situarse en un instante que fue para no enfrentarse con el horror del vacío, el no ser.
Para no enfrentarse con el tiempo. Porque el tiempo es el no ser. La conceptualización de pasado, presente y futuro asigna entidad a nociones que, por sí mismas, carecen de entidad. El pasado solo es en cuanto pasado y no posee realidad porque ya no existe. Somos nosotros quienes atribuimos existencia al pasado porque conocemos o conservamos acontecimientos y personajes que fueron pero que ya no son. Incluso los lugares que fueron ya no son. Puede que exista el mismo lugar, pero su extensión, su dimensión, su estructura toponímica lo configura como algo distinto a lo que fue, causa por lo que ya no es. De igual modo, el futuro tampoco existe. Es más, dentro de la no existencia existe menos que el pasado porque al futuro no podemos atribuir un conocimiento o conservación de hechos, personas y lugares. Del presente, casi es preferibe no hablar. Pura ficción, el presente. Pensamos que poseemos algo y esa entidad indefinida que constituye nuestra posesión se escapa por entre los dedos como el humo o el agua. Cada segundo de tiempo se va convirtiendo automáticamente en pasado. Tal vez centrado en esta fragilidad de la nada que llamamos tiempo, don Francisco de Quevedo describía en alguno de sus sonetos metafísicos la brevedad de lo que se vive: Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, y un será, y un es cansado. Sin embargo, dentro de la vacuidad en que el ser humano configura su existencia (ese ser-en-el-mundo de Heidegger interpretado como estar en compañía de, conversar, apresar las propias posibilidades, anticiparse a sí mismo, ser para la muerte, estar incardinado en la nada, en una palabra, temporalidad), dentro de la vacuidad, decía, el ser humano se aferra a la temporalidad del presente e imagina que éste se perpetúa por medio de conmemoraciones y festejos.
Este es, a mi modo de ver, el sentido que posee la noche burra de fin de año. No es el champán, ni las copas, ni los cotillones, ni los matasuegras, ni las serpentinas, ni los confettis; no es el ambiente de juerga, de enloquecimiento y de cogorza; no es la permisividad omnipresente ni el ligazo con la ninfa que lleva tanto tiempo en el punto de mira; no es la ensalada templada de sesos, ni el lacon, ni el carpaccio, ni las ostras de Belon en royal y maracuyá; no es la cena con diamantes, ni el esmoquin, ni el vestido azul (si es de Chanel, mejor) con el broche de aguamarinas; no es el abrigo de terciopelo de color visón ni el pantalón negro abullonado al tobillo; ni es el maquillaje de efecto espectacular y casi cinematográfico; ni es la sortija en forma de mariposa de diamantes de varios colores; ni es la evanescencia de un aroma, un flash, una belleza, un color.
El hecho repetitivo y cíclico de las fiestas, como la de Fin de Año, la fiesta más gorda, la fiestorra por antonomasia, no es más que un intento de atrapar el tiempo y escapar de su aniquiladora fluidez. La noche burra de fin de año es la desesperación uniformada, despendolada, rutilante y borracha, de atrapar el momento, de sujetar una esquirla de tiempo para dilatarlo y poseerlo, de conseguir la pizca de un segundo de tiempo y hacerlo sólido y estable, el tiempo, esa puta abstracción que prolonga la nada. Que nos hunde en la nada. Irremisiblemente.

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