viernes, 18 de septiembre de 2009

OKUPARTISTIK
(16-2-2003)
JUAN GARODRI


Pues bueno, va un tipo y se cuela en el museo Guggenheim (lo que hace al caso es el hecho, el nombre es lo de menos) y, asombrosamente desapercibido, cuelga también su cuadro junto a los otros, como si de obra de arte se tratara, y como tal es admirado durante dos días por los visitantes.
Una de dos: o el cuadro espurio poseía idéntica calidad artística a los del resto de la exposición, o el resto de la exposición carecía de calidad artística para asumir, como parece que asumió, al cuadro espurio en condiciones de igualdad.
Para tirarse al suelo y revolcarse de la risa. El hecho es significativo (el cambiazo del cuadro, no el revolcón de la risa) del grado de estupidez conceptual al que se asoman determinados estratos del mundo del arte. Algunos críticos, en artículos de prensa, se llevan las manos a la cabeza alarmados o aterrorizados, tal vez, de las dimensiones a las que están llegando “los límites del arte”. No conozco a Santiago Sierra, pero el hecho de que la Dirección General de Relaciones Culturales y Científicas lo haya elegido para representar a España en la Bienal de Venecia ha destapado la caja de los truenos. Por lo visto y leído, el currículo de Sierra es tan artístico como el que pudiera presentar el chatarrero de mi barrio: «Elevación de los limpiaparabrisas de los automóviles encontrados durante un paseo de una hora» es una de sus obras más representativas.
No tengo nada contra Sierra: si él se gana así la vida y le hacen caso, mejor para él. Pero no deja de fastidiar el hecho de que se eleve a la categoría artística la simple recolección de objetos zarrapastrosos con el señuelo de la progresía y la vanguardia. No sé por qué razón el arte sedicente progresista —¿hay un arte progresista?— tiene que configurar su estética basándose sólo en la provocación y en la transgresión.
Siempre fueron transgresoras las vanguardias, pero su rebelión frente a la norma incorporaba además un esteticismo inteligente y formal que asentaba la tendencia innovadora y revolucionaria en el campo artístico. Ahora no. Ahora el hiperrealismo entresacado de la vulgaridad más deprimente confiere a cualquier objeto la categoría artística, categoría que adquieren a base de la palabrería de los críticos afines. Cualquier objeto (una cuchara, una peonza, un limpiaparabrisas, un tubo de escape, una botella de plástico, la tapadera de un váter, una tuerca), cuanto más viejo y deteriorado mejor, se constituye en máquina dinámica, precisa y matemática, que integra el espacio como elemento fundamental. Y aseguran, nada menos, que cualquier cachivache establece relaciones entre el espacio tangible e intangible (¿?), determinadas a base de materiales susceptibles de crear una tensión.
Admitamos, que ya es admitir, que los stabiles-mobiles, en los que se combinan gracia y robustez, los dos polos del genio de Calder, son materiales susceptibles de crear una tensión y de establecer relaciones entre el espacio tangible e intangible. Pero, hombre, que un tipo rasure una línea de 10 centímetros «sobre las cabezas de dos heroinómanos remunerados con una dosis cada uno» y pretendan que me trague el bodrio considerándolo como obra de arte, por muy transgresora y progreta que sea, es como pasarse de la raya (en el doble sentido). Quienes actúan de esta manera, ¿son realmente artistas o son vividores del arte?
No sólo en el mundo del arte, también en el literario se da esta especie de engañabobos ilustrada que deslumbra a quien no sabe cerrar los ojos a tiempo. No hay más que ver la que se ha armado con lo del dinosaurio. Seguro que has escuchado lo del dinosaurio. Estos días se ha repetido cansinamente. «Es una lástima que a Augusto Monterroso no se le recuerde por sus principales obras sino por ser el autor de lo que, equivocadamente, se llama el cuento más breve del mundo», dice Luis Ignacio Parada. Puede que tenga razón Monterroso, puede que cuando el tipo despertara el dinosaurio todavía estuviera allí. Pero no me digas que no está ya bien de dinosaurio. No me digas que el personal no cae en una especie de idiocia repetitiva rayana con el papanatismo. Lo bueno, si breve, dos veces bueno, dicen que dijo Gracián. Pero si lo breve, de tan breve, es una cagarruta verbal, deja de ser bueno. «Lo maté porque era de Vinaroz», cuento de Max Aub más breve que el del dinosaurio. ¿Un cuento? ¿A quién pretenden deslumbrar los infladores de globos literarios con el cuento de que eso es un cuento? ¿Quién ha dicho que esas frases abreviadas, casi efímeras, fugaces, son un cuento?
Una pincelada no constituye una obra pictórica, por muy picassiana que sea: la obra cobrará vida dentro de un conjunto de pinceladas. Un tocho ferruginoso no constituye una obra escultórica, por muy chillidana que sea: la obra cobrará vida dentro de un espacio de relaciones que la defina. Una frase breve de escasísimas palabras no es un cuento, por muy monterrosino que sea: la obra cobrará vida dentro de un conjunto de presuposiciones que la integre literariamente. ¿Quién ha dicho que no son un cuento? ¿O son un cuento?
Tal vez los límites del arte estén siendo eliminados por okupartistiks desaprensivos y beocios.

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