viernes, 4 de septiembre de 2009

ELEGÍA ALGO CABREADA
(25-11-2001)
JUAN GARODRI

No sé si voy a escribir los versos más tristes esta tarde, pero desde luego sí voy a escribir las líneas más cabreadas. Por lo de las encinas. Uno ha vivido siempre rodeado de encinas. Los bosques de encinas son tan connaturales a mi existencia como pueden serlo el sol o el aire. Son la estrella polar de mi orientación vegetal. Si encamino mis pasos al norte, ahí están los encinares que guardan la carretera hasta Calzadilla o hasta Perales. Si los encamino al sur, me engulle el vasto mar de encinas que se extiende hacia Torrejoncillo y Portezuelo. Si miro al este, los encinares de la Puebla rodean el santuario de Argeme. Si, en fin, me decido hacia el oeste, las encinas que me conducen hasta los Canchos de Ramiro configuran un paisaje recio y personal, casi privado, que atraviesa las ondulaciones de Portaje, Pescueza, Cachorrilla o Acehúche. La encina constituye la proyección vertical de mis raíces hacia lo alto.
De chico yo andaba entre encinas. El encinar de Barro Bermejo (‘Barremermejo’ lo llama aquí la gente) conoce las correrías de mi primera adolescencia. En él tomé contacto con la naturaleza, el tomillo, el romero, la salvia. La hoja de la jara que sudaba calor repegajoso. La sorpresa del nido de las tórtolas, de tan escasos palos. El alboroto de los alcaidones cuando uno se acercaba hasta su prole. Las puntiagudas fauces del lagarto asomado a la oquedad de su trueca. En fin, el encinar soplaba vida, una energía vital que se apaciguaba con el sol de la siesta, caía una densidad plomiza que adormilaba lo existente, esa aliteración de Garcilaso nutrida de silencio: «En el silencio sólo se escuchaba / un susurro de abejas que sonaba».
Así que me ha hecho polvo la noticia: En estos días ha dado comienzo el arranque de las 400.000 encinas que van a desaparecer en territorio extremeño como consecuencia de la construcción del embalse de Alqueva en Portugal. Miles de hectáreas de dehesa que se van a ir a hacer puñetas. Dime, amigo, si no es una tragedia natural de primer orden. Dime si no es una tragedia natural que, en total, se vayan a eliminar entre un millón y un millón cien mil encinas a ambos lados de la frontera. ¿Quién levanta la voz en su defensa? ¿Cómo es posible que nadie, que yo sepa, haya aireado el descomunal arboricidio, un aniquilamiento sin precedentes de una porción de la fauna y de la flora extremeñas? ¿Por qué no se ha ‘concienciado’ a la opinión pública? ¿Dónde están los movimientos ecologistas, esos que acusan al pastor que mata al lobo que le devora las ovejas o al agricultor que se carga el meloncillo que se zampa los sembrados o al aceitunero que tirotea al tordo que asola los olivos? ¿Dónde se han escondido los defensores de la naturaleza, esos que han puesto al borde de la esquizofrenia —amenaza de cárcel y multa— al pastor que arrancó una planta de manzanilla real, artemisa granatensis, qué fino, para curarse el dolor de barriga? Una artemisa granatensis contra un millón cien mil encinas. Me parece bien que eleven la voz y acusen de negativo impacto ambiental el trazado de tal o cual carretera, de tal o cual autovía. Pero ¿dónde están sus banderas de protesta, dónde sus manifestaciones y sus pancartas para defender el encinar de Olivenza o el de Cheles? ¿Alguien se ha parado a pensar en la cantidad de árboles, árboles amados, que supone un millón cien mil encinas? ¿Dónde están los medios de difusión escrita, dónde los de difusión visual? Mira que nos marean hasta la náusea con la repetición cansina de la noticia que a ‘ellos’ interesa. ¿Cómo es posible que a casi nadie interese el aniquilamiento de un millón cien mil encinas? No me extraña en absoluto que el alcalde de Cheles diga que es vergonzante el hecho de que la Dirección de Medio Ambiente o los distintos movimientos ecologistas que existen en Extremadura, no hayan dado la cara en este asunto, pues se va a acabar con un pulmón importante de esta parte de la península.
No tengo más remedio que ponerme en plan elegíaco y rememorar, entre lágrimas y versos, algo que ya escribí con motivo de la deforestación de la dehesa cuando se pusieron de moda los poblados de Colonización. Es muerte este desierto que se acerca, decía yo. Y decía que la flor doncella, virgen, de las jaras suplicaba clemencia en medio del monte, un monte resuelto en playa verde, verdes brazos, soberbio como un dios. En la dehesa dormida, fecundado por las tórtolas, emergía el imponente mar de encinas, ese árbol sagrado del que Júpiter colgó su brazo omnipotente. Sin embargo, tras la deforestación, las jaras emigran a los hornos y las tórtolas, con voz lejana, arrullan otros montes de tiernos pastizales que no son los nuestros. Y otras dehesas extrañas levantan la victoria de otros brazos. (Cruel el que cercena afán y brazos y eriza de tendones las encinas, feroz iconoclasta de la dehesa! ¿Qué interés mercantil prendió las jaras, auspicio mitológico del monte, borrando los linderos de las tórtolas? Ay, dadme sus arrullos; dadme tórtolas al alba serenísima, los brazos tras toros indolentes que pastan tranquilos en el monte, en medio de las encinas. Sin embargo, las máquinas del progreso siegan ramas, siegan troncos en una tenaz carnicería vegetal. Las encinas son rígidos cadáveres del monte. Así que la dehesa pare desérticas raíces carentes de balidos. Así que he salido descalzo hasta la dehesa, me he asomado a ella y no sé si lo que veo son encinas o cemento. Entre el cementerio de troncos, compruebo una tierra silente y humillada, y alzo los brazos en una inútil pretensión de cólera que rueda entre las jaras. ¡Ay, la dehesa, si convirtiese en fiera a tórtolas y encinas...!
(Y a quien no le guste el tono elegíaco, que se compre un móvil).

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