miércoles, 9 de septiembre de 2009

MÁS DE BOTELLÓN
(3-3-2002)
JUAN GARODRI


Todo en esta vida es relativo. Y no me refiero con ello a la teoría de la relatividad, aquello tan científico que elaboró Einstein entre 1912 y 1917 para establecer una proporción adecuada entre la ley de la gravitación y sus relaciones con las otras fuerzas de la naturaleza, no. Cuando digo que todo es relativo me refiero más bien a que nada es (hay) absoluto. Es extraña la tendencia obsesiva del personal a ‘absolutizar’ todo, desde la opinión hasta el consumismo, desde las preferencias personales hasta las tendencias políticas, cuando es generalmente conocida (por quien la conozca, claro) la tendencia de Feuerbach a hablar del «absurdo del absoluto», aunque no fuera más que para criticar la filosofía de Hegel.
Pues nada, otra de botellón. Se ha absolutizado el problema enquistándolo en una entidad de opinión absoluta que excluye, de por sí, cualquier referencia de comparación relativa. Y así, se condensa en el botellón toda la maldad de la juventud actual, se absolutiza el botellón como el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno, algo así como un infierno juvenil y nocturno en que miles de adolescentes festejan la degradación moral y la pérdida de valores que constituyen la causa enloquecida del botellón. Lee uno por ahí que «el 58 por ciento de los jóvenes entre 14 y 18 años consume habitualmente alcohol, y casi el 12 por ciento abusivamente los fines de semana. Más de la mitad regresan a sus casas más tarde de las dos de la madrugada. En toda España se generaliza la práctica del botellón, el consumo masivo de alcohol en la calle». ¿Causas? Sociólogos, psicólogos, educadores, políticos y ciudadanos, manejan las posibilidades causales del botellón para explicarlo según sus propios intereses. Los sociólogos dirán que la sociedad actual provoca unos comportamientos hedonísticos que arrastran irremisiblemente a la juventud, tal como la corriente de un río desbocado arrastra inconteniblemente las ramas y las hojas secas. Los psicólogos dirán que la juventud necesita un contrapunto equilibrador que posicione sus represiones entre la frustración que le produce la sociedad actual y sus anhelos de superación personal. Los educadores dirán que la gente joven prefiere divertirse ‘así’ porque no encuentra otras alternativas, sobre todo económicas, por lo que el botellón no es más que una excusa para compartir con los amigos un lazo de unión. Los políticos no saben qué decir. Están hechos un lío y mientras unos desbarran otros pretenden elaborar normas de ámbito legal sobre el consumo de alcohol. En nuestra Región, el rebote clamoroso lo ha provocado Rodríguez Ibarra con lo de la cigüeña negra, esa declaración histriónica que ha despertado la ira de los ecologistas al afirmar que, de darse el caso, las cigüeñas estarían más protegidas del ruido finisemanal que lo estarían los vecinos afectados por la escandalera botellonística. (Hay que tener en cuenta que Rodríguez Ibarra es un tío con toda la barba al lanzarse a la piscina tan decididamente: gran parte del gentío piensa que tiene más razón que un santo). Los ciudadanos, en fin, principalmente los afectados, dirán que la represión es necesaria, tanto para proteger a los menores de edad, que aún no son autónomos en el ejercicio de su propia autonomía, como para proteger a los ciudadanos del ruido y salvaguardar su descanso, así que leña al mono hasta que aprenda el catecismo.
De entre todos los mitos que ha forjado el invencible espíritu del hombre (Marzal dixit) hay uno que adquiere especial relieve estos días: el mito de los valores. Una parte importante de la sociedad asegura que la causa del botellón se debe a la ausencia de valores. Los jóvenes carecen de valores. La afirmación vista así, de pronto, parece demasiado arriesgada. Habría que definir primero el concepto de valor y habría que intentar aplicar ese concepto a la juventud, a ver si encajaba en ella. Muchos valores considerados como válidos (¿válidos para qué?) han perdido la fundamentación de su validez. Ocurre que los jóvenes tienen otros valores, diferentes a los valores ‘de siempre’, diferentes a los que se les han dado. Encuentran vacíos los valores que han recibido y pretenden encontrar otros con los que reponer su plenitud. Otra cosa sería admitir el hecho de que esos valores sean socialmente aceptables o no. Porque el problema radica ahí: ofertar a la juventud una escala de valores que ella considere como válidos y que pueden tal vez no ser los que tienen validez desde años o desde siglos.
Al margen de las reflexiones anteriores, no acabo de explicarme el escándalo social que ha levantado en todas partes lo del botellón y cómo se ha absolutizado representándolo como el único mal, al parecer, que asola a la juventud. ¿Tal vez la tolerancia hacia el consumo de alcohol, esa droga peligrosa que crea adicción, destroza el hígado y enajena mentalmente? No creo. Aún a riesgo de que me suelten un papirotazo los mandamases, no creo que les interese tanto la salud de los jóvenes como para que se haya levantado este huracán devastador. Y no lo creo porque ahí está el caso del tabaco (con el que no se ha levantado). La Junta de Andalucía acaba de denunciar a las tabaqueras. Según ella, el tabaco produce más enfermedades y más muertes que el alcohol, los accidentes automovilísticos, el sida, el cáncer y los accidentes laborales, todos juntos. La juventud consume ahora, desde los doce años, más tabaco que nunca. Si se ha montado la campaña contra el botellón para preservar la salud de los jóvenes, ¿por qué no se organiza a escala parecida una campaña contra el consumo de tabaco entre la juventud para que crezca sana y fuerte?. Respuesta: ah, mire usted, es que el botellón produce ruido inaguantable, suciedad intolerable, vomiteras desagradables, defecaciones transitorias, meadas enojosas, actitudes irritantes, comportamientos incívicos, cabreos acongojados en los vecinos y desasosiego angustioso en los padres, y el tabaco no. De ahí lo de la relatividad. Será eso.

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