martes, 15 de septiembre de 2009

TAXONOMÍA DE LA IDIOTEZ
(24-11-2002)
JUAN GARODRI


A veces duda uno si conceder o negar la razón a Arturo Pérez-Reverte cuando utiliza esa metáfora descalificatoria según la cual España es el país con mayor número de gilipollas por metro cuadrado. Partiendo de ese sarcasmo globalizador de Pérez-Reverte, producto más bien, me parece, de la decepción patria que del insulto agresivo, habría que establecer una diferenciación exhaustiva, probablemente imposible, entre las distintas clases de gilís, hasta conseguir una taxonomía de la gilipollez mental y aplicarla a la ordenación jerarquizada y sistemática, con sus nombres, de los grupos de gilipollas que andan por ahí sueltos, perfectamente diferenciados. La tarea no sería difícil si se tratase de una investigación de campo objetiva y aséptica en la que pudieras diferenciarlos. Tomarías tu máquina fotográfica, tus botas de montaña y tu macuto y te lanzarías camino adelante para recorrer la ‘maravillosa geografía de España’ y proceder a la búsqueda del gilipollas en un proceso agotador y sudoroso de catalogación determinante. El problema, sin embargo, reside en que te encuentras con el primer gilipollas y resulta que no es tan tonto o lelo como lo define el diccionario de la RAE. Es más: se las da de listo y se las apaña para darle la vuelta a la tortilla y conseguir que allí el único gilipollas seas tú. Porque suelen darse cuatro casos bien diferenciados, que dicen los charlistas científicos: a) que la gilipollez sea general, caso encuadrado en el pensamiento catastrofista de Pérez-Reverte, b) que tú consideres gilipolllas a los demás, caso encuadrado en el pensamiento arrogante subjetivo, c) que los demás te consideren gilipollas a ti, caso encuadrado en el ámbito del acontecer diario, y d) b y c conjunta e indistintamente. Caso concreto: Se aproxima el fin de semana y decides salir a cenar con tu mujer y otra pareja amiga. Aún es temprano, así que te dispones a repostar en una de las estaciones de servicio que se encuentran en la carretera. Desciendes del coche como un señor y miras hacia los cuatro puntos cardinales a ver si aparece alguien para servirte. Nada, ni una rata. El cabreo sordo de la gasolinera (síndrome) empieza a calentarte las orejas, o sea, que encima que pagas tienes que autoservirte. Inspeccionas el surtidor y no hallas el dispositivo apropiado para marcar la cantidad. De repente, una voz inesperada y aburrida surge de un megáfono colgado de no se sabe dónde,
—parte superior izquierda, botón rojo y siguientes.
Con toda la prevención del mundo, aprietas el botón rojo. Nada. Como si hubieras apretado el ombligo de Ronaldo. De nuevo la voz, admonitoria y desconsiderada:
—Descuelgue después la manguera, por favooor.
La manguera está dura como la pata de Perico de modo que antes de que puedas meterla en el orificio del depósito se le escapa un chorretón de gasoil que te deja perdida la mano izquierda. Te cagas por lo bajo en el gilipollas de la oficina que, tras los cristales, contempla sin duda regocijado, tu incapacidad aprovisionadora. Te diriges a la cristalera y le gritas que dónde carajo hay unos guantes de plástico. No te entiende. Hay que utilizar la mímica. Con gestos te responde que no hay existencias, que utilice el papel que aparece enrollado al lado del bidón de la izquierda. Y una mierda. El pestucio del gasoil perdurará toda la noche y fastidiará la cena. Pregunta: ¿En qué apartado taxonómico puede encuadrarse el grado de gilipollez exhibido? ¿En el b, en el c, o en el d? Desde entonces, has prometido ante el altar de la ignominia que nunca utilizarás gasolinera en la que uno tenga que autoabastecerse.
Segundo caso. Recibo una llamada telefónica y miro en la pantallita del famitel, qué raro, un número con el prefijo 958, a qué provincia pertenece el número 958, no sé, no recuerdo, Soria no es, ni Badajoz, ni Cáceres, ni Salamanca, voy recordando los prefijos al alcance de mi memoria, termina el tono de llamada y contesto,
—Diga,
una voz adolescéntula responde,
—Oye, tío, no estará Laura por ahí,
—No, se ha equivocado», respondo—, aquí no vive ninguna Laura»,
—¿Te quieres quedar conmigo o qué, dice la voz.
—No quiero quedarme con nadie, pero creo que se ha equivocado», contesto.
—Venga ya, tío, no pongas la cosa chunga y avísame a Laura, tío.
Impelido por el tuteo avasallador y repentino, exclamo
—Si quieres que te lo diga en inglés, puedo hacerlo, pero aquí no vive ninguna Laura.
—Vale, tío, tampoco es para ponerse así, chao,
y colgó. Ante una llamada tan imprevista y sorprendente, a uno se le queda una cara de gilipollas entenebrecida y nublada. Así que para paliar los efectos de la catacresis transformada en sorpresa frustrante, me decido a consultar las Páginas Blancas de telefónica, ese librito en el que casi nunca encuentra uno lo que busca. Efectivamente, ahora tampoco lo encuentro. Por más que las hojeo de atrás adelante y de delante atrás, no aparece por ningún lado la lista de prefijos de las provincias españolas. “Si lo que desea es localizar un número de un servicio de interés, acuda a la página 7”. Allá me fui, convencido de que el listín de prefijos de las provincias españolas es un servicio de interés, pero nada. Correos, Renfe, Ayuda en carretera, Fundación de ayuda contra la drogadicción, y otras informaciones. Pero de prefijos, nada. Es imposible, pienso, en ediciones anteriores aparecía un mapa de España, muy bien contorneado, y cada provincia mostraba su prefijo dentro de un cuadrado resaltado en negrita. Así que llamo al 1003. Una voz en off me da la bienvenida y me informa de no sé cuántos servicios activos para facilitarme la vida. Una voz real me pregunta qué deseo. «Tres cosas», respondo. «1. ¿Aparecen los prefijos provinciales en algún lugar de las Páginas Blancas? 2. ¿A qué provincia corresponde el prefijo 958? 3. ¿Es gratuita esta llamada al 1003?». La voz, con acento extranjero, se arma un pequeño lío: no sabe si los prefijos aparecen o no en las PB, me notifica que el 958 corresponde a Granada después de unos segundos de silencio y me informa sin titubeo de que la llamada cuesta 0,30 euros. Cincuenta pesetas, que antes me ahorraba consultando el mapa de prefijos que aparecía en la guía telefónica.
Que alguien me diga, si alguien puede saberlo, por qué razón nos consideran como idiotas, vulgo gilipollas, a los usuarios de los servicios más elementales.

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