martes, 8 de septiembre de 2009

DE LA VIOLENCIA
(16-12-2001)
JUAN GARODRI

Hace pocos días apareció en un programa de televisión una información gráfica sobrecogedora. Y a pesar de que las imágenes eran de pésima calidad, debidas sin duda a la cámara particular de algún videoaficionado, no dejaron de resultarme terroríficas. Las imágenes describían la lapidación de dos mujeres. Mientras yacían en el suelo envueltas en sendas sábanas blancas, un grupo de conciudadanos suyos, se supone, aullaban como animales mientras lanzaban infinidad de piedras, desde una distancia muy corta, sobre los bultos blancos de las dos pobres desgraciadas. Poco a poco las sábanas iban tiñéndose de sangre... Cambié de canal porque me pudo la emoción. La compasión podía más que la razón o la curiosidad. No podía dejar de pensar en la indefensión absoluta de aquellas víctimas, en su dolor profundo y casi esquematizado geométricamente bajo el círculo duro de las pedradas. Todo su delito consistía en la infidelidad. Habían sido infieles a sus maridos. Una de ellas aparecía al principio del reportaje abrazando a su hijo pequeño, fruto de su pecado. De la misma manera que mi debilidad sentimental me inclinaba a la compasión y al sentimiento humanitario hacia aquellas infelices, un resentimiento hostil me impulsaba a odiar irracionalmente a sus verdugos y, sobre todo, a los maridos burlados que las entregaban para que fueran lapidadas.
La violencia se ha asentado entre nosotros. Más del cincuenta por ciento de la información que diariamente recibimos a través de los diversos medios de comunicación se refiere a la violencia. El argumento más utilizado en la mayoría de las películas que se proyectan en las salas de cine o en las pantallas televisivas es un argumento en el que se exalta la violencia. Las reuniones internacionales a las que se convoca habitualmente a los políticos consisten en ‘consensuar’ actuaciones que hagan frente a la violencia internacional, al terrorismo o a la guerra. El ser humano anda crispado, cabreado, frustrado. La publicidad hedonista le oferta la gloria de la posibilidad posesiva para relegarlo luego al infierno de la realidad carencial. Puede que un hombre maltrate a su mujer por causas de índole psicológica e incluso por maldad. Pero también puede ocurrir que el maltrato provenga de la comparación que el hombre establece entre la posibilidad de la tía buenorra que ve en la pantalla y la interiorización carencial que atribuye a la realidad diaria de su pareja. Puede que un adolescente destroce árboles recién plantados, destruya cabinas telefónicas o se cague en los portales de los barrios residenciales debido a un resentimiento psicológico que lo impulsa a la violencia, pero puede que asalte a un transeúnte o ataque a una chica porque considere la imagen violenta que ve a diario en la pantalla televisiva como algo natural, y esta naturalidad lo impulse a ello.

La violencia, pues, se ha asentado entre nosotros y está ahí, a la vuelta de la esquina, aposentada en el atardecer y en la impunidad de la noche, con idéntica normalidad urbana a la que muestran los escaparates de las tiendas o las farolas del alumbrado público aposentados en las aceras. Parece que se han invertido los términos sociales: mandan los violentos e imponen su ley. La globalización no es sólo una tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, la globalización es también una propensión de la violencia a invadir los confines del mundo. Porque no me refiero exclusivamente a la violencia callejera. Me refiero también a esa violencia institucionalizada en la que, con el pretexto de ‘salvaguardar’ las esencias de naciones poderosas, se provoca y se impulsa la guerra para honra y prez de los Iunaitestéis y para exultación y enriquecimiento de los grandes grupos financieros. Sólo son fuertes los violentos.
Me resisto a creer que la violencia esté en el mundo como lo están los árboles o los pájaros. Tampoco se trata de aludir a la cuestión clásica, Si Deus est, unde malum?, porque ya Leibniz, con su racionalismo optimista, se encargó de diferenciar el mal metafísico del mal físico y del mal moral, lo cual no dejó de ser sino un esforzado fracaso intelectual. (Blondel descubriría después este fracaso universal, con lo que se comprueba juntamente nuestro propio fracaso). Me resisto a creer, decía, que la violencia esté en el mundo de forma natural. Parece como si ‘alguien’, algún cráneo privilegiado o así, hubiera redescubierto la obsesiva teoría de Nietzsche fundamentada en la voluntad de dominio, y la hubiera lanzado a los cuatro vientos para que el mundo entero consiga la violencia. En el segundo aforismo de El Anticristo se dice que lo bueno es todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de dominio, y que lo malo es todo lo que viene de la debilidad; se rechaza la virtud como un escrúpulo ético y se afirma que los débiles y los fracasados deben perecer: ese es el primer principio del amor a los hombres. «No conformidad y resignación, sino más poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino destreza». (Ostras, Pedrín! Apuesto doble contra sencillo a que al señor Bush le han leído El Anticristo o La voluntad de poderío y se ha apresurado a ponerlas en práctica, sobre todo después de lo de las torres gemelas. (Quizá ignore el señor Bush que Nietzsche era un jeta que consiguió una cátedra en la universidad de Basilea sin ser doctor ni nada, grado que le confirió la universidad de Leipzig sin presentar tesis, ni exámenes. Sus escritos no constituyen un sistema filosófico, no son más que aforismos con buen estilo literario).
En fin, la violencia ha habitado entre nosotros, y habita, como una divinidad demoníaca y obscena. Raro es el pueblo, el barrio, la ciudad, la región, la nación que no le dedica una ofrenda humana para saciar sus ansias dominadoras. Como aquellas culturas precolombinas cuyos dioses exigían la ofrenda de una virgen para exaltar la llegada de la primavera, así también la violencia exige la ofrenda del dolor y del luto para saciar el apetito de la opresión internacional y el señorío callejero.
La violencia, esa turbia diosa multimilenaria e incorrupta.

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