sábado, 12 de septiembre de 2009

PALILLOS
(2-6-2002)
JUAN GARODRI


Camina erguido, tanto como le dan de sí las cervicales y las coxígeas, la visera terciada para evitar el sol y los reflejos, la hipermetropía y las cataratas le acomodan las gafas de concha en una nariz casi octogenaria, el bastón le sirve de pretexto más que de soporte, pretende que la visera le dé un aire de ganadero salmantino y mueve el palillo de un lado a otro de la boca como el que tiene la andorga satisfecha.
El palillo, sin embargo, es el signo de la apariencia gastronómica, un escaso poderío vital que hurga entre los dientes con la dócil exactitud de la destreza. El escudero de Toledo, tercer amo de Lázaro de Tormes, no hubiese caminado con más apostura e hidalguía: «Y súbese por la calle arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no le conociera pensara ser muy cercano pariente del conde de Arcos, o a lo menos camarero que le daba de vestir». Con el mismo porte y parsimonia se acerca a los soportales de la Casa de Cultura (llamada Plaza de la Constitución, esa vanagloria institucional de los topónimos), y se sienta dignamente a la sombra azulada de las glicinias. Entabla la tertulia con otros compañeros cercanos en la edad y la nostalgia. Algunos de ellos muestran también el palillo entre los dientes. Manifiesta el palillo la superación del infortunio fisiológico, el vencimiento constante de la gastritis, la aerofagia y los reúmas. El palillo significa que, tal vez, la patatera frita y la presa de tocino han quedado sus restos entre los rebordes deteriorados de los alveolos. Pero no importa. El palillo es, además, una autoafirmación de la personalidad, es preciso que la conciencia se convierta en un elemento de propaganda íntima, exteriorizado en la puntiaguda tenacidad del palillo.
Cuando la vida va acercándose lentamente hacia la muerte, escasean los recursos de representación personal. Una presencia invisible y vespertina, cercana al ocaso, rodea las neuronas e incluso se apodera de ellas, en ocasiones, provocando un escalofrío misterioso que parece adherido a la fijeza extraña de los objetos, al sensible vaivén del aire, a la insoportable luminosidad de la luz. Y el palillo adquiere un regusto acre, una inquietud indefinible. Parece mentira que un palillo pueda saber tan mal, en ocasiones, si sólo se ha sorbido la sopa y se ha llegado, como mucho, a hacer gárgaras con vino, tal como los tordos las hacen con el viento del amanecer.
Se piensa en el palillo como valor emotivo que debe conservarse en la mente, no sólo entre los labios, aunque es muy fácil perder ese valor porque pensar y sentir son tan diametralmente opuestos que el pensamiento desecha casi automáticamente los valores del sentimiento, ya lo dijo Carl G. Jung. El palillo, sin embargo, supone la humilde ostentación de quien pasea las horas, sumido en la esperanza de la nostalgia.
Y, mientras se acomoda a la sombra de las glicinias, como dije, recuerda lo que tal vez no quiera decirnos, porque es reacio a enhilar antiguos sentimientos. Yo le insisto y él habla como si hablara de otro. En realidad, él no es él. Entre el joven y el anciano se ha levantado un muro infranqueable que únicamente puede salvarse a través del recuerdo, casi siempre doloroso. Sólo puedo deciros que una tarde, cuando el sol pone tierna la colina, él estaba sentado bajo el atrio de las glicinias como echado a dormir, más no era sueño; tras los ojos inmóviles, el ansia de haber sido y no ser lanzaba piedras al hondo pozo del recuerdo, piedras contra el rostro sereno de la tarde que avanza hacia la noche envuelta en melancolía. ¿Cómo ascender mañana otra colina? ¿Cómo emerger del límite del sueño que embiste irremediable? Desde el atrio, los años lo empujaban a otro atrio más lejano, infantil, hasta las piedras que constituyen la pared del sueño, construido en el borde de la tarde que abraza lentamente la colina, como para no sucumbir dentro de la penumbra. Recuerda aquellos años en que el afán de incrementar amores, en el porche de la casa recostada junto al olivar, pronunciaba palabras como piedras lanzadas a la charca del ocaso, palabras y rubores en el sueño repleto de imposibles, tal es sueño lo del niño que juega con el ansia de abrazar el futuro trepando por los olmos que en la plaza regalaban la sombra. Como piedras son los recuerdos, como la colina que ahora contempla, era la colina de atajos amorosos que, en el sueño de ser, serpenteaba entre surcos de tomate y maíz, ese olor vegetal de amar el joven cuerpo que en la puerta esperaba su rastro cada noche. No emerge la colina ya. No hay sueño de amor entre las sábanas. Tan solo la añoranza los junta junto al atrio de la tarde.
Eso pensaba y eso me dijo. Añadió, algo aturdido, que yo lo adornase un poco, que él era escaso de palabras y algo torpe. Un punto de lágrimas le recorría los ojos. El palillo no se había movido del lado izquierdo de su boca, testigo imperturbable de la (in)suficiencia del recuerdo.

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