lunes, 31 de agosto de 2009

LA FRASE
(24-6-01)
JUAN GARODRI


Perdido entre los recovecos de la memoria, o del recuerdo, enaltecido por el poderoso influjo de la evocación, seducido por la soberana trascendencia de la cultura, a ver quién no ha pronunciado, o citado, alguna vez una frase. Me refiero a una frase célebre. Una frase de esas que caen entre los oyentes con el ruido seco de la breva que se despachurra al golpear contra el suelo. Un ruido extenuado y resbaladizo, casi pegajoso, pulpa frutal de la inteligencia. La frase es como un bostezo de la remembranza que aparece acuciado por la desproporcionada hambruna de la gloria. Uno tiene que permanecer en la memoria de los hombres. Uno tiene que cabalgar a la grupa de la fama y para ello nada más apropiado que la frase.
Desde la antigüedad, muchos (y muchas) han pretendido permanecer en la memoria de los hombres (y de las mujeres). Y se dedicaron a pronunciar frases famosas que han dejado boquiabierta a la posteridad. Es como si esas frases ya hubieran nacido siendo famosas. Se han conservado frases famosas de otros tiempos, sobre todo de santos (y santas), de reyes (y alguna reina), de escritores (y casi ninguna escritora), de científicos (y ninguna científica), de militares, de políticos y de sabios ( se me hace difícil colocar el femenino).
El problema está en verificar la autenticidad de la frase. Porque los interesados en ilustrar un tema concreto las tomaban de los manuales con alegría y profusión. Frases sobre la vida, sobre la muerte, sobre la virtud, sobre el pecado, sobre el cielo, sobre el infierno, sobre el trabajo, aleteaban en prédicas, discursos y reprimendas con la nebulosa luz de las abstracciones. Las frases se atribuían a un autor alejado en el tiempo y ausente de la memoria, razón por la que nadie era capaz de constatar la paternidad de la frase. Mucho menos su procedencia documentada en fuentes históricas. De esta base de ignorancia colectiva se aprovechaba Fray Gerundio para endilgar sin reparo las sandeces oratorias más desternillantes.
La frase, y su correspondiente exégesis, se aceptaba con la misma naturalidad con que se aceptaba el hambre o la dependencia feudal. Una frase no se discutía jamás. Mucho menos si se utilizaba como argumento de autoridad. El orador la empleaba para influir en los oyentes y aterrorizarlos intelectualmente, hasta cierto punto, porque la frase, la frase exquisita y exacta, rotunda y sonora como un disparo, se pronunciaba en latín. Todo el mundo desconocía la razón por la que la frase tenía que ser expelida en latín, dado que nadie sabía latín excepto el pronunciante (si es que lo sabía, ahí está el caso de Fray Gerundio ya citado). Sin embargo, la frase latina resaltaba el poderío elocuente del orador y lo dotaba ante los ojos de la patanería con un halo de superioridad acomodado en la lejanía, una lejanía abstrusa de libros y sapiencias de difícil e imposible digestión.
Hoy no. Hoy la frase queda recogida fielmente en grabadoras electrónicas, y periódicos y revistas la reproducen con esa fluencia contumaz con que antes se reproducían oraciones y jaculatorias. Quizá la frase electrónica no sea más que la jaculatoria de la fama técnica acompañada de la estampita que magnifica el rostro asexuado del santoral hodierno.
Hay frases magníficas, desde luego. Pero hay veces en que uno recuerda los «pensamientos mentales» de Madame de la Tontaine cuando lee alguna frase. Si te da por hojear alguna subespecie impresa de papel cuché (ojalá no lo hubieras hecho, forastero), el sobrecogedor contenido que expele en forma de frase la boquita pintada (o no) del personaje te produce un escalofrío supremo, ese que nace detrás de la oreja y recorre el espinazo, a medio camino entre la estupefacción y el desvarío. Más anticuadas que los balcones de palo han quedado las frases de escritores famosos, de políticos ilustres, de personajes de la antigüedad celebérrimos. Ahora se habla de la moda estadounidense publicitada en los programas para gays, esa salida del armario que pretenden imponernos como si se tratara de la salida de una procesión extrañamente sacrosanta y ejemplarizante. «El ocaso nos aporta la sensibilidad estética idónea para la masturbación», lee uno por ahí. La excelencia de la frase (y de otras similares) viene aureolada por el bombo y platillo de las series televisivas en que se emite. El propio título de alguna de ellas produce ese escalofrío supremo del que antes hablaba, Queen as folk, que leído así, en inglés, te deja yerto, pero que leído en román paladino, Marica como el que más, te deja en posición glamourosamente eyaculatoria. Uno más aparece instalado en la parrilla de programación de una televisión pública, Telemadrid, y los telecráneos amenazan con que próximamente nos lo colgarán en una plataforma nacional.
Las televisiones de todo el mundo se han soltado el pedo, digo el pelo. Y así, en EE. UU., en Canadá, en Holanda y en la Gran Bretaña invaden las retinas telespectadoras con portales que ofrecen contenidos homoeróticos.
En estas que entra mi tío Eufrasio. Qué haces, me dice, Nada, le digo, Aquí escribiendo mi artículo semanal. Lo lee y se queda serio. Creo que te has pasado, me dice, todo el mundo tiene derecho a expresar libremente su sexualidad. Sí, le digo, pero veo un peligro, Qué peligro, me dice reticente, ya sabes que para aparecer como intelectual tienes que ser de izquierdas y mostrar inclinaciones homoeróticas. Pase lo de izquierdas, le digo, pero el peligro está en que no sé qué coño vamos a hacer dentro de unos años los heterosexuales, tendremos que encerrarnos en el armario de la vergüenza, con el rabo entre las piernas, ese armario que han dejado abierto tras su salida los pretendidos héroes (¿o heroínos?) actuales de la cosa.
Ah, dijo, y se fue.

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