domingo, 27 de septiembre de 2009

REFLEXIONES COÑAZO
(1-6-2003)
JUAN GARODRI

A la gente le gusta que la engañen. Es un sentimiento tan incrustado en los epitelios (si es que los epitelios son de algún modo receptáculo celular de los sentimientos, que no creo), tan incrustado está, que el personal disfruta sabiendo que lo engañan, experimenta un esponjamiento tan sensible como conceptual al conocerse engañado, al reconocer que admite el engaño, y que le gusta. Porque una cosa es el timo, cuyo efecto no voluntario produce desazón y complejo de pardillo volandero, y otra el engaño, cuyo efecto admitido exhala un extraño aroma seductor. El efecto del engaño que se admite con gusto reside precisamente en ese aroma, el de la seducción, esa habilidad de engañar con arte y maña que el gentío admite benévolamente porque en la aceptación del engaño acepta al mismo tiempo la importancia de su personalidad ciudadana, que es objeto de atracción física o política para obtener de ella un tipo de relación determinado. Tanto el que engaña como el engañado conocen perfectamente los límites de su relación, pero aceptan el juego porque depende de él el afianzamiento de su floración psicológica y, al mismo tiempo, el asentamiento de su situación económica, sentimental, política o deportiva.
Cuando hace pocas semanas el Real Madrid eliminó al Manchester United de la Copa de Europa, aun perdiendo por 4-3, los medios de adoctrinamiento de masas deportivos lanzaron a los cuatro vientos la simulación triunfadora de que el Madrid había realizado un partidazo. Todo el mundo sabía que no era cierto. Todo el mundo sabe que un equipo al que le cascan cuatro goles así de grandes no puede haber realizado un buen partido. Aunque él haya marcado tres. Sin embargo, el hecho de haber eliminado al Manchester y el triunfo deportivo que suponía el paso a las semifinales de la Eurocopa, dotaban al equipo madrileño de una capacidad de seducción engañosa, bien aprovechada por los medios y mejor aceptada por los aficionados que admitían el engaño con la fascinación esperanzada de jugar la final en Old Trafford.
Por otro lado, al día siguiente de las elecciones municipales y autonómicas, el secretario general de Organización del PSOE, José Blanco, aseguraba que un socialista presidiría la FEMP porque el PSOE tiene 300 alcaldes más que el PP y le supera en el gobierno de 20 municipios ‘grandes’. Al mismo tiempo, el coordinador de Organización del PP, Pío García Escudero, aseguraba que su partido presidiría la FEMP porque tiene más concejales y más alcaldes: 23.621 ediles frente a los 22.915 del PSOE. (Los datos son de don Pío). Alguno de los dos engaña, o los dos, quién sabe, pero a los partidarios de uno y otro signo político les gusta escuchar que ellos presidirán la Federación Española de Municipios, creer en ese poder interior que otorgará la presidencia porque juntamente con el poderío político se afianzará, piensan, la estabilidad de la persona que confía en su partido. Si gana el PSOE, o el PP, al que pertenezco o en el que confío (pienso que piensan), gano en cierto modo yo, porque con el triunfo de mi partido, al que he confiado mis certezas, se afianzan también mis persuasiones. Tanto los que dirigen como los dirigidos, sobre todo los que dirigen, se sientan junto a la verdad, la disfrazan y engalanan y hasta la desvirtúan, pero les gusta su nuevo aspecto y lo difunden y magnifican, conocedores, unos y otros, de que el engaño, ese disfraz festoneado de verdades, es una seda agradable con la que pueden disimularse las deficiencias. Y gusta.
A quién no le gusta escuchar la mentira, dicho de otro modo, a quién no le gusta saber que es engañado. Se mira uno al espejo y la maquinilla de afeitar enfervoriza la caducidad de las arrugas. Uno no es nada. Convencido. Esa es tu verdad. Sales a la calle y encuentras al amigo, a la mujer del amigo, al alumno de hace veinte años, ya con canas y calvo. Te dice «qué bien te conservas», y lo aceptas con entusiasmo, sabedor de que su engaño es justamente el tuyo. Aceptas su mentira, consciente de que en ella se asienta un centímetro más de perpetuidad. La mentira posee un poder de seducción perverso, tal vez canalla, en cuanto afirma lo contrario de la verdad que, sin embargo, es aceptado como verdadero. Quizá lo realmente atractivo del engaño consista en que significa algo que se escapa y no algo que permanece. La cualidad que el engaño magnifica es una cualidad transitoria, provisional y perecedera. Por eso nos gusta. La verdad se asienta en una cualidad esencial y no hay quien la mueva. «La verdad consiste en decir del ser que es y del no ser que no es», dijo Aristóteles. La verdad, pues, no depende de puntos de vista subjetivos, no depende de creencias o deseos. Quizá por eso, guiados por nuestro deseo, nos guste tanto que nos engañen.
Deseas tener salud y te crees lo de las sardinas, ya sabes, lo de los ácidos grasos poliinsaturados y todo eso. Y te crees lo de la cerveza, su poder antioxidante, ahora que se acerca el verano. Y te crees lo del vino tinto y su beneficiosa influencia en las cardiopatías, sobre todo en invierno. Y te crees lo del aceite puro de oliva y su milagroso poder nutriente. Y te crees lo del paseo y su saludable consecuencia en la circulación de la sangre. Y te crees lo de la calidad, absorta en el celofán de su propio envoltorio, fagocitada por tu necesidad de disfrutarla. Pura dialéctica. Es el engaño, es la vida, es la posesión del momento.
Por ello, los pensadores, los filósofos, los políticos tienen como tarea principal el cultivo de la dialéctica. Y hasta los poetas cultivan una dialéctica metafórica en sus provincianas relaciones cainitas. Se pretende poseer el engaño de la fama, tanto más alta cuanto más baja sea la del contrario. Sin embargo, la verdad total nunca será posesión, ni en el concepto, ni en la filosofía de la existencia. Heidegger dixit. Sólo nos salva el engaño.

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