lunes, 14 de septiembre de 2009

EL ACORDEÓN
(22-9-2002)
JUAN GARODRI


Bueno, vamos allá. Resulta que tengo un amigo que toca el acordeón. Cuando tengo sobrecarga literaria, ese overbooking lector que me atenaza como una droga y me deja temblando las meninges, todo el día entre libros, que no para uno, y luego hay quien me pregunta que si no me aburro tumbado en la hamaca de la prejubilación, huido de las clases como un prófugo de la Logse, cuando tengo sobrecarga literaria, te decía, cansado de darle a la hipérbole, no salgo a patear la acera, no, tal como la patean los jóvenes de la tercera edad, esos especialistas en buscarse el lugar más fresquito en verano y la abrigada más caliente en invierno, especialistas en poner a parir al Ayuntamiento y a los de la cosa política, criticones de baches y pensiones, así que cuando tengo sobrecarga literaria, repito, eludo la acera y me voy a ver a mi amigo, el que toca el acordeón. El último día que nos vimos me dijo: «A ver si vas el domingo a la Casa de Cultura, tocamos veintitantos».
Con motivo de la festividad del Cristo de la Salud, la parroquia de San Ignacio organizó una serie de actos religiosos y culturales. Entre éstos se encontraba la actuación de los acordeonistas. Músicos de Garrovillas, de Plasencia, de Holguera, de Casillas de Coria, de Pescueza, de Torrecillas de los Ángeles, de Coria, cada uno con su acordeón, paralizaron el silencio y atraparon la nostalgia. Porque el acordeonista no toca para los demás, toca para él mismo, toca para nutrir su desconsuelo o su desesperanza, toca para conservar la imposible permanencia de los años. Cuando Ángel el de la Chatarra hizo sonar la impasibilidad musical de su acordeón, sus ojos no contemplaban a los espectadores que lo escuchábamos turbados. No recuerdo bien la pieza que interpretó. Es igual. Su mirada impasible estaba clavada en el vacío de un tiempo pasado, juvenil y entrañable, esas noches de domingo que atrapaban el amor en el baile de la Chatarra. Cuando Domingo el de los autobuses hizo sonar la emotividad vibrante de su acordeón, todas las quebradas de la Sierra de Gata, el olor dorado de las viñas, la pegajosa espesura de los pinos, los rojizos surcos de su juventud salían de aquellas notas. Cuando Nano el de Pescueza acomodó sus nervios al teclado del acordeón, sus años de médico de pueblo permanecieron diluidos en el universo musical de los sonidos. (Hace años, mi amigo Amancio Corrales me llevó a casa de Nano, Ya verás cómo toca, me dijo. Fue la primera vez que escuché la Marcha Turca emerger de entre las teclas vibrantes de un acordeón acomodado a Mozart). Cuando Cruz Díaz, colega de la Coral Cauriense, excelente y desconocido poeta, se irguió en la envergadura de sus 1'87 como un Caupolicán de los acordes, me pareció escuchar la fluidez de sus endecasílabos por encima de las notas de su acordeón. (No pretendo herir la susceptibilidad de los participantes. No puedo reseñar a todos, además de no conocer a la mayoría. Sí recuerdo la extraordinaria actuación del acordeonista de Garrovillas, sobre todo la exhibición técnica de su interpretación de La Cumparsita, así como la pureza interpretativa del representante de Plasencia y la velocidad infallable del de Torrecilla de los Ángeles...).
En ciertas ocasiones, no hay como la melodía del acordeón. Los dedos se le hacían música al alemán Buchmann, allá por 1822, así que no tuvo más remedio que ingeniárselas para construir un aparato en el que el aire de un fuelle movido a mano produjese sonidos. Desde entonces, la música del acordeón ha embelesado al ser humano. Puede ser que la música emotiva constituya un contrapeso para la dialéctica racional. En este sentido, Diógenes de Seleucia asegura que, aunque haya una música puramente sensual, es posible, sin embargo, una música interna (moral, la llama él). Porque la música es una psicagogia que por medio del melos y el ritmo produce diferentes estados de ánimo, buenos y malos. Así es la música del acordeón, una especie de conducción del alma hasta alcanzar situaciones emotivas. Por eso la piel de las parejas era más cálida cuando se rozaban en los prados bajo las notas del acordeón. Las estrellas del cielo eran notas de un acordeón delicadamente apasionado y esencial junto a las rejas y los geranios. En los pueblos, las parejas se enamoraban perdidamente entre las notas dolorosas del acordeón.
Aún recuerdo el baile del señor Jerte, en el Rollo. Piro tocaba el acordeón. Yo era muchacho. Al atardecer de los días de fiesta, las notas de su acordeón se escuchaban desde La Cava, desde Cantarranas, desde La Corredera. Los muchachos nos amontonábamos en las rejas del baile para ver bailar a las parejas. Las notas del acordeón removían en nuestro interior una especie de melaza sensible que nos obligaba a permanecer pegados a las rejas de la sala de baile, como moscas infantiles atraídas por la sensualidad. Las madres nos daban pescozones o nos llamaban para cenar.
Pero en los cuerpos inexplicablemente apretados y juntos, esa proximidad de los cuerpos que se nos antojaba turbadoramente placentera, las notas del acordeón, excitantes y cercanas, entrelazaban los sentimientos y propiciaban el descubrimiento de la tibieza de la piel.
(De vez en cuando escucho el vinilo de La vie en rose, ese slow de Louiguy interpretado por el acordeón de Aimable, y sueño que regreso a los diecisiete años).

No hay comentarios: