miércoles, 9 de septiembre de 2009

EL CILINDRÍN
(10-03-2002)
JUAN GARODRI


He vuelto a oírlo llamar así. Caminaba por la acera, en busca del periódico. Un grupo de chavales iba delante de mí y uno le dijo a otro,
—Oye, tío, incinérame el cilindrín.
No daba crédito a mis oídos porque han transcurrido muchos años, más de veinticinco. Eran tiempos en los que Ágatha Lys y María Salerno ("Simplemente María") incendiaban el corazón de los españoles, apagados hasta la muerte de Franco. Umbral hablaba de "el Borbonazo" (¿o esto fue después?) y los periódicos publicaban fotografías de Felipe González reclinado en el hombro de Nicolás Redondo. Felipe González y Alfonso Guerra arrastraban una cara macilenta, acentuada por la pana y las patillas. El cine se refugiaba en la Guerra Civil y en Nadiuska. Una familia vivía con lo que hoy cuesta ir al cine y el Citroën 2 Cv, el Seat 127 y el Renault-5 empezaban a llenar las playas de españoles lanzados tras el vislumbre de una libertad soleadamente sensorial y permisiva.
Por entonces, creo, lo llamaban cilindrín, entre los pantalones de campana y la música cheli de las discotecas, y ahora he vuelto a oírlo llamar así. Al cigarrillo. Mi sorpresa ha sido enorme, naturalmente, porque nunca pensé que las modas verbales gozaran de una retracción temporal tal como goza, por ejemplo, la moda del vestido y su correspondencia glamourosa. Ahora se habla de que el tronco quiere jalarse un trailer de pirulas para quedarse obsoleto en medio del macroconcierto, aunque sea con peligro de muerte, pero de incinerar cilindrines, nada. Así que incinérame el cilindrín, porfa. La frase ha chocado en mi subconsciente como contra una mampara de cristal. Los pijos y pijas de la calle Serrano (de allí salía el muestrario, según los enterados) utilizaban perífrasis literarias entresacadas de las páginas de Gómez de la Serna o de la ampulosidad verbal de la prensa franquista. No tardaban en extenderse por provincias, causando admiración en las mentes socialmente reducidas y algo paletas de los que entonces empezábamos a descubrir el mundo. La utilización de estas perífrasis constituía, en ocasiones, el código con el que el personal componía sus mensajes. De la misma manera que los cánidos marcan con su orina la delimitación del territorio, los pijos marcaban también con sus perífrasis una circunscripción urbana limitada a la confluencia de aquel tipo de juventud. A nadie se le ocurría ‘pedir lumbre’. La frase obligada era ‘incinérame el cilindrín’. Lo cual que constituía como un signo, un objeto perceptible que representaba a otro objeto. No sólo se pedía, pues, el incendio amistoso del tabaco, sino la invitación a la quemadura amorosa, una incineración paulatina y metafórica del atractivo sexual. Las volutas del humo eran las espirales de una carnalidad cercana e inmediata. La rápida reducción a ceniza del cigarro suponía la efímera transitoriedad de la atracción, una posesión volátil y rápida que duraría, significadamente, lo que durase la consunción del cigarrillo.
Se utilizaba otra perífrasis, creo recordar, que constituía el colm(ill)o del cinismo erótico: ‘A equino donado no se le periscopea el incisivo’. Las ficticias gogós discotequeras, venidas a menos en la barahúnda del local, tenían que ser aceptadas para estirar con ellas el esqueleto en medio de las distorsiones del twist. Y, como a caballo regalado no se le mira el diente, el abrazo posterior tenía que fingirse ardiente aunque hubiese tocado bailar con la cacatúa más vocingleramente fea de la sala. Y no pienses que ellas se quedaban cortas, qué va. Los frenéticos saltos y aspavientos con brazos y piernas las empujaban por las torrenteras del deseo y arremetían contra el tipo de enfrente (por lo de ‘a caballo regalado’, etc., supongo) aunque se tratase de un tío más feo que Picio.
Después de las respectivas aproximaciones seductoras, más o menos fructíferas, si querías deslumbrar, la regla era no pronunciar jamás la palabra ‘gracias’. En su lugar, había que tragar saliva, alentar y soltar de un tirón aquello de «Tanta amabilidad me confunde y me obliga a zambullirme desde el alto trampolín de la gratitud en la profunda piscina del agradecimiento». Era la producción en serie del deslumbramiento, una especie de herencia léxica de la profusión verbal de Fray Gerundio. Pero tenía su encanto y producía su efecto. Claro que no todo el mundo disponía de suficiente habilidad fonadora como para colocar limpiamente, sin vacilaciones ni tartamudeos, la longitud secuencial de la frase. Lo cual que acarreaba también sus consecuencias. Porque si te ponías gallito y acosabas a Mari Pili, previamente tenías que memorizar y ensayar repetidas veces para que te saliese de un tirón. Así que te dirigías a los servicios y, delante del espejo, declamabas una y otra vez la frase mientras veías moverse tus labios de forma extraña y repetitiva, como si fuesen los labios de otro. La gloria o el infierno, el éxito o el ridículo dependían exclusivamente de la facilidad recitadora y del énfasis declamatorio: si fallabas (solía faltar la respiración o la decisión o el aliento), la bofetada despectiva podía resonar incluso por encima del monoaural sonido de los bafles. De esa manera tenías que tragarte el conceptismo barroco del agradecimiento.
No sé de quién habrán aprendido los chicos lo del cilindrín, esa frase enmarcada en la nostalgia de los primeros setenta. Pero juro ante el altar de Hércules que es rigurosamente cierto el hecho de habérselo oído decir.
Para que luego haya quien afirme que las palabras, como cualquier otro producto del lenguaje, nacen en medio de un río que fluye sin retorno.

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