martes, 15 de septiembre de 2009

MORIR DE GLORIA
(10-11-202)
JUAN GARODRI


No sé si será lo mismo morir de gloria que morir de éxito, porque el éxito se formaliza y se expande dentro de los atributos de la gloria, pero, a lo que parece, los que mueren de éxito están en la gloria. Los personajes desinhibidos se sacuden de encima la basura de la cotidianidad y se disponen a morir de éxito con la misma heroica complacencia con que los mártires se dirigían a los leones. Martirio, sufrimiento, desgarradura de carnes, oprobio e ignominia sin cuento eran soportados con envidiable impasibilidad con tal de dar testimonio (eso significaba ‘mártir’) de la fe que profesaban. A pesar de que la sociedad occidental se considere más o menos laica, mucho más que menos, nutridos grupos de ciudadanos y ciudadanas artificialmente famosos se encaminan hacia el martirio para dar testimonio de su fe en el éxito y alcanzar así la gloria. En este sentido, los chicos y chicas de Operación Triunfo, por ejemplo, son mártires que testimonian una fe que es, sobre todo, corazón, sentimiento, instinto, algo así como la logique de coeur expuesta por Pascal para expresar que la fe es el camino del corazón. Y en aras de esa fe estudian, aprenden, luchan, sufren, lloran, se caen del estrado, se lesionan y hasta se contorsionan y brincan y bailan y cantan en la Academia, como flamantes discípulos de una actualización platónica que, en el jardín de un Academo actualizado y rutilante, se interesaran por el aprendizaje y la consecución del éxito en lugar del estudio de la ética y la discusión sobre el conocimiento de lo bello, que era lo que discutían Espeusipo y Jenócrates. Así que estos modernos y juveniles académicos se preparan y luchan para entrar en la gloria, culminación visible de la grandeza humana. Porque el éxito es algo parcial, es un accidente perecedero que lo mismo que va viene, que lo mismo aparece que desaparece. La gloria, sin embargo, es sustancial: una vez conseguida no desaparece nunca. Por eso los personajillos de la bobada mediática que embadurnan las pantallas de la sobremesa puede que mueran de éxito, pero desde luego jamás morirán de gloria. Antiguamente se moría en olor de santidad, y las flos sanctorum, aquellas antologías y florilegios en los que proliferaban increíbles episodios santificadores, difundían el olor de los santos a través de páginas más ingenuas que perversas, tal como hoy se difunden las inverosímiles hazañas de Robocop y sus electrotecnias. Y alcanzaban su éxito, no creas, los compendios piadosos y las vidas de santos. El éxito de ahora consiste en el desmadre de la noticia exitosa y en la abolición de florilegios y antologías. Incluso en el corrupto, por cainita y amiguista, mundo de la poesía aflora insaciable la persecución del éxito, aunque los versos sean pura denotación o plagios inmisericordes de recónditos poetas anglosajones. Que se lo pregunten a más de un famoso, o famosa, esos que mueren de éxito en las reseñas laudatorias de las revistas literarias. Ya lo predijo Carlos Luis de Cuenca, con su guasa antiéxito: «Hagamos añicos las antologías, de los aborígenes hasta nuestros días, cuantos en Hispania trovaron poesías no cantaron nunca más que tonterías. Versos sin acordes y sin calorías, notas sordas, frías, silentes, sombrías, sin timbre vibrátil en sus armonías. Tan sólo en mis versos hay eucaristías. Yo soy el Mesías, yo soy el Maestro, porque yo demuestro que en el tiempo nuestro soy, de puro diestro, el astro del estro». Así que los escritores/as bien pagados/as mueren de éxito, que equivale a morir en olor de santidad lírica, lo cual que siempre ha supuesto una limitada dificultad interpretativa porque se desconoce si el muerto fallece asfixiado por el intenso olor que produce la santidad poética o muere despatarrado en el deseo de conseguir la santidad metafórica pero sin haberla conseguido (oler no es lo mismo que probar), o muere, simple y llanamente, y sus partidarios huelen en él algo de santidad literaria, y se la atribuyen y posteriormente la difunden lírica, metafórica y publicitariamente por los alrededores del predio. El que, en otros tiempos, moría en olor de santidad moría realmente de gloria, porque se ha perpetuado su memoria a través de los tiempos, tal como atestigua el santoral cristiano. Si hubiera muerto de éxito, la accidentalidad de sus triunfos milagrosos no hubiera sobrepasado los límites geográficos de su valle. Hay también quienes no mueren en olor de santidad, sino en olor de muchedumbre (artistas, futbolistas, personajes de salsa rosa y así) y esta clase de muerte se me antoja que está más emparentada con la persecución efímera del éxito que con la sustancialidad de la gloria. Así les gustaría también, por otra parte, morir a muchos políticos: en olor de muchedumbre, por lo de los votos, aunque lo probable es que el político no se sienta en absoluto inclinado a morir y sí, en cambio, a que lo huela la muchedumbre. Culminaría así su deseo de trasvasar el impulso partidista de la muchedumbre al éxito. De este modo, aunque no consiguiera morir de gloria, el político conseguiría quizá morir de éxito, bien que de forma metafórica, claro, porque no está la vida como para andarse uno muriendo cada cuatro años. En fin, si viviera Juan de las Roelas, aquel pintor de la escuela sevillana, quizá hubiera enfatizado en un cuadro de altar la muerte de éxito de la Junta de Extremadura, conocida ahora en todo el mundo por implantar un sistema basado en el software libre Linux (aquí llamado Linex). Eso sí que es morir de gloria, en serio.

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