viernes, 11 de septiembre de 2009

LA INOCENCIA DE ARISTÓTELES
(21-4-2002)
JUAN GARODRI


La ‘Tribuna’ del domingo pasado se refería a la basura que generamos los ciudadanos. Esas bolsas de plástico que contienen, bajo la especie nauseabunda de las peladuras y los desperdicios, la mitad del sueldo, o más, descompuesto en selecto apetito satisfecho, troceado en presumida elegancia insatisfecha y fragmentado en fatua erudición jactanciosa. No somos nadie. La comida, la ropa y la cultura dominguera se transforman en ingentes montones arrugadamente apestosos que sugieren nuestro origen y nuestro final: la nada.
La ‘Tribuna’ de hoy quiere referirse a otra clase de basura aún más infecta y maloliente: me refiero, naturalmente, a la basura política. Resulta casi enternecedor considerar la inocencia aristotélica de la Política, obra en la que el autor estagirita la considera como una grandiosa organización de la moralidad. Aunque resulte extenso, merece la pena citarlo: «El Estado no es un expediente para atender y satisfacer las necesidades del ser físico del hombre, ni tampoco una colosal empresa en el terreno de la economía o del comercio, o una institución para la autoafirmación del poderío político. Todas estas finalidades las persigue el Estado; pero su auténtica tarea es la vida ‘buena’ y ‘perfecta’, es decir, el ideal de la humanidad moral y espiritualmente cultivada y ennoblecida» (Pol. Γ, 9).
Es como para echarse a llorar. Es como una de esas citas que uno leía en aquellas vidas de santos, de admirable y sorprendente idealismo místico pero de imposible e irrealizable ejercicio práctico. (Hay que tener en cuenta, no obstante, que los manuscritos que transcriben la Política no son antiguos ni se conservan en buen estado. La fuente más vieja es una traducción latina del siglo XIII. Bien pudiera el traductor haber interpolado algún texto según el deseo político de su señor).
Así que no tiene uno más remedio que comparar la inocencia política de Aristóteles con las finalidades primordiales a las que los Estados se dedican en la actualidad, según se ve.
a) Si nos atenemos a la tendencia globalizadora, parece que cualquier Estado se dedica casi exclusivamente a atender las necesidades físicas del hombre. Para ello liberaliza los elementos de producción y permite que los grandes capitales (extranjeros) organicen el ocio y el trabajo ciudadanos, pero no para que su vida sea ‘buena’ y ‘perfecta’ sino para desarrollar un consumismo psicológico destinado a que el personal pique de manera ignominiosa y atiborre de euros gigantescas e ignotas cuentas bancarias. Los ricos cada vez más ricos. Y los antiglobalización cada vez más gilipollas (dicen).
b) Si nos atenemos a lo del Estado como una colosal empresa en el terreno de la economía o del comercio, el lector objetivo (políticamente aséptico, que ya es difícil, quiero decir) puede observar con/sin estupor el descomunal montón de basura corrupta que aparece (y huele) a poco que cualquier golpe de viento remueva la costra del pudridero. Hojeas la prensa diaria y, bueno, se te caen acongojadamente los palos del sombrajo. No hay Estado, Autonomía, provincia o ayuntamiento del que no emane con mayor o menor intensidad (depende del enconamiento de la prensa investigadora) un insoportable hedor a perro muerto que perfora descreídamente la pituitaria política. Ahí están los casos de Filesa y Gescartera, algunos de los más sonados. Ahí está el recentísimo caso del BBVA cuya pestilencia se extiende en insoportables y espesas oleadas por el ámbito nacional y foráneos paraísos fiscales. Ahí está la hediondez cada vez más insufrible del ‘caso de las camisetas’ y el supuesto expolio de las arcas municipales de Marbella... Y no solamente los políticos corruptos, también los incorruptos se apuntan a la chupada esporádica, más o menos legal, de la dieta y el dispendio olorosos. Reuniones, convenciones, exposiciones, inauguraciones, deliberaciones, mediaciones, consensos y hasta primeras piedras y discursos y concursos literarios. El peloteo es clamoroso.
El político es un ser que ha sido inventado para reunirse, asegura Juan Manuel de Prada. Sorprendente y apabullante. Lo sorprendente resulta de que, en la mayoría de los casos, la reunión jamás produce un efecto positivo, puesto que siempre hay que volver a reunirse en próximas fechas. Lo apabullante resulta de que, en todos los casos, las reuniones, convenciones, inauguraciones, exposiciones, etc., llevan aparejado, como albarda gastronómica y/o crematística, un generoso papeo institucional al que se apunta indiscriminadamente todo político que se precie. Y el gentío se pregunta, mosqueado, por qué coños los políticos no empiezan sus reuniones o inauguraciones a las ocho de la mañana, como todo quisque, con lo que a las doce estarían libres para ir a comer cada uno a su casa. La cosa institucional se ahorraría un pastón en catering y dietas.
c) Si nos atenemos a que el Estado no debe ser una institución para la autoafirmación del poderío político, cuán errados estamos. Las infinitas e inacabables peloteras políticas (Ley de partidos, por ejemplo) no tienen nada que ver con el bienestar de los ciudadanos. Qué decir del golpe y contragolpe de Chávez, o del rostro granítico de Ariel Sharon y la masacre de palestinos en Yenin, o de la pasividad de los Iunaitesteis y la cobardía de los del euro.
El olor a basura y a muertos es tan descomunalmente inaguantable que solamente la inocencia de Aristóteles puede servirnos de mascarilla para soportar la emanación de la podredumbre. Si acaso.

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