sábado, 19 de septiembre de 2009

EL REVÓLVER DE GARY COOPER
(27-4-2003)
JUAN GARODRI

De chico, me regalaron un revólver de baquelita, moldeado con la forma y el tamaño de las pistolas que aparecían en las películas del Oeste. Era un revólver deslumbrante, con destellos cegadores cuando el sol hería sus cachas de imaginario marfil. Yo lo utilizaba constantemente, y disparaba con él a todo cuanto se movía, y los disparos causaban heridas incruentas y ficticias en la piel soleada de los amigos. Mi tío Eufrasio decía que era igualito que el revólver de Gary Cooper. Así que yo me imaginaba solo ante el peligro, y mi colt de baquelita era un colt calibre 45. Me sentía héroe y convertía las escasas trenzas de la Luisina en las tupidas trenzas de Sarita Montiel a la que defendía de las miradas de un Anthony Quinn empeñado en amargarnos la vida en una esquina del Rollo, transformado en una Veracruz pueblerina. Los demás niños también usaban revólver, pero eran unos revólveres de madera, toscamente siluetados, que carecían de la suficiente capacidad mortífera como para parecerse al revólver de Gary Cooper.
Muchas veces me he preguntado qué extraña atracción sienten los niños por objetos que identifican con la violencia o la guerra. Jugar a la guerra es una distracción preferida, de entre las que puedan escoger. Mi sobrino Carlos, un renacuajo encantador e impaciente de cuatro años, se planta ante mí y eleva los brazos con los puños apretados, esa actitud que pretende impresionar con la apariencia de defensa y ataque simultáneo, como un Rambo diminuto de la justicia infantil, y me grita con la boca torcida, «¿Quieres pelea, eh? Anda, pelea, que te voy a matar».
Matar. Pronuncia la palabra con la misma inocencia persuasoria con que podría incitarme a que le diera un beso. Pero la pronuncia. Matar. ¿De qué oscuro laberinto psíquico surge la palabra que impulsa a la violencia? Sociólogos y pedagogos, al menos los partidarios de determinadas corrientes conductistas, opinan que la influencia negativa de la televisión es un factor clave en la iniciación y desarrollo de un psiquismo violento. Sin embargo, cuando utilizaba el revólver de Gary Cooper, yo también me expresaba en términos parecidos a los de mi sobrino, y entonces desconocía la influencia negativa de la televisión porque ni en mi casa ni en ninguna casa de mi pueblo había televisión.
La oscura, enigmática y tenebrosa sombra de la violencia es algo consustancial al ser humano. La historia de la Humanidad está escrita (valga la aserción rotunda del tópico) con letras de sangre y de muerte. La historia de las religiones está plagada de personajes que, conscientes de esta herida mortal del ser humano, han pretendido elaborar y extender doctrinas de amor, de amistad, de perdón, de misericordia, de acercamiento, de relación afectuosa. Todo en vano. Cada pocos años, cuando no cada pocas semanas o cada pocos días, en cualquier parte del mundo, la violencia y la muerte revientan como la pus retenida de una herida largo tiempo cerrada en falso. Desde las primeras ciudades-estado de la historia: Kirsh, Uruk, Ur, Lagash..., hasta la recién terminada ¿terminada? guerra de Irak, los seres humanos llevamos a cuestas, como un fardo ideológicamente insoportable, la violencia y la muerte. Y acaba uno preguntándose cuál es la causa de la guerra. No la causa de esta guerra concreta, en este tiempo, en esta época, en este espacio históricos, sino la causa de la guerra. Qué oscuro, turbio impulso empuja al ser humano a matar a sus semejantes. Creo que la justificación de la guerra que se funda en causas sociales, políticas, económicas, demográficas, religiosas o patrióticas, a las que los historiadores nos tienen acostumbrados, no es suficiente. Necesariamente, siempre ha tenido que haber alguien, una persona física, de quien ha dependido el hecho tenebroso de matar.
La riqueza de la civilización sumeria suscitó las apetencias de los acadios, así que Sargón I venció a Lugalzaggesi, último rey sumerio, para apoderarse de la riqueza mesopotámica y dominar políticamente la zona, a pesar de la epopeya de Gilgamesh y su búsqueda desesperada del secreto de la inmortalidad. Es decir, por un lado las ciudades mesopotámicas rivalizaban para alzarse con la hegemonía de la zona, a base de matar, y por otro buscaban la inmortalidad, la superación de la muerte, aunque fuese literariamente. Y esto ocurría hacia el año 2360 antes de Cristo. El parecido de estos sucesos con lo ocurrido últimamente en Irak, es extraordinario. Por un lado, los 'Bushboys' y aliados destruyen un país, matan; por otro, estudian el sistema más rentable de reconstruirlo. Tanto el ataque de los acadios en la antigüedad, como el ataque de los ‘aliados’ en la actualidad, constituyen anécdotas, terribles si se quiere, pero anécdotas o acontecimientos históricos que los historiadores se han encargado de justificar, en el caso de los antiguos, o se encargarán, en el caso de los actuales.
Sin embargo, mi pregunta sigue siendo la misma: ¿qué oscuro, tenebroso impulso trepana las neuronas de una persona determinada para dar la orden de matar? Porque, no nos engañemos, una guerra es para matar, para propagar la muerte. La muerte, ese final al que estamos abocados por la función que ejecuta el dedo inescrutable de los dioses y que, a pesar de todo, el mandamás de turno se arroga, y la provoca, como un dios transitorio y escaso.
Quizá ahí resida la causa de la guerra, en esa aspiración casi genética, o al menos bíblica, de igualarnos a Dios creyéndonos señores de la vida y de la muerte. Tal vez ahí resida también el deseo que impulsa a los niños a jugar a la guerra para sentirse afines con la cualidad decisoria de los dioses. Tal vez ahí esté el secreto de la utilización entusiasmada que yo hacía de la pistola de Gary Cooper, aquel revólver de baquelita.

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