martes, 15 de septiembre de 2009

CHARLA DE ASCENSOR
(22-12-2002)
JUAN GARODRI


Entras en el portal y el agua que escurre del paraguas va dejando un reguero sinuoso hasta la puerta del ascensor. Este diciembre deshecho en lluvia llora tal vez la tragedia del Prestige, esa catástrofe desmesurada que tiñe de negro el futuro de Galicia. Eso dice mi vecino mientras contempla los círculos rojos que numeran los pisos. De acuerdo, de acuerdo, esas frases no las dicen los vecinos. Nadie va por ahí con un florilegio lírico debajo del brazo para utilizarlo en caso de necesidad comunicativa. Lo que mi vecino dice es algo así como “mala cosa lo del Prestige”. Tú dudas qué responder. Es tal la cantidad de información acumulada y recibida acerca de la catástrofe del Prestige que no aciertas en la elección de tu comentario. La torpeza del Gobierno, la caza de Fraga, el desinterés de Cascos, la falta de protección y recursos organizada, según unos; el aprovechamiento político de la catástrofe, su utilización rastrera para erosionar a Aznar, según otros; el hundimiento de la economía gallega, la destrucción de puestos de trabajo, el aniquilamiento de la fauna marina, la desolación de las costas, según todos, giran convulsamente en tu cabeza y no sabes de qué hilo tirar para responder. Así que te decides por la frase breve. La espera del ascensor se convierte en un ejercicio de reflexión brevísimo. La economía de las palabras se abre como una flor retórica de pétalos escasos. Porque o permaneces en silencio o elaboras la frase dentro de los límites de un laconismo espartano. Así que te oyes responder: “Sí, mala cosa”. Es como si tu voz fuera la voz de otro. Se te hace mala conciencia porque piensas que deberías elogiar o justificar, al menos, la actitud de miles de voluntarios que se han desplazado de toda España en una demostración de solidaridad prodigiosa. A cambio de nada, han dedicado su tiempo a salvar las costas de la muerte cierta que se esconde tras la marea negra. Acto seguido abres la puerta del ascensor y le cedes el paso educadamente. Una vez dentro es peor. El ascensor expele un chapapote mental que embadurna de silencio la relación social. El sonido de las poleas es el sonido del aislamiento. La conversación se reduce a la nada. La economía del lenguaje pulveriza el equilibrio entre necesidades antagónicas que han de ser satisfechas: por una parte, necesidades comunicativas y, por la otra, inercia de la memoria y de la acción articulatoria. Y que disculpe Andrè Martinet por traer tan por los pelos su teoría de la economía lingüística: necesidad de comunicación e inercia. Pero sigues pensando en el Prestige, ese petrolero-chatarra que ha causado el mayor desastre ecológico de la historia de España. Y no acabas de tragar lo de las disculpas de Aznar por los errores cometidos y por la falta de medios para luchar adecuadamente contra el vertido. Es como si el incendio de tu casa se extiende a la del vecino y vas muy contritamente a pedirle disculpas por no haber avisado a tiempo a los bomberos y por no tener contratado un seguro que cubra el riesgo de incendios. A qué vienen las disculpas. Como tampoco tragas que no viajó antes a Galicia por respeto al sentimiento de los gallegos. Y hasta afirma que es consciente de que los medios necesarios para atajar la catástrofe no siempre llegaron a tiempo. No te extraña que más de mil personas se hayan manifestado en La Coruña y hayan exigido su dimisión. Lo piensas pero no lo expresas en alta voz. A ver cómo dices y comentas al vecino de ascensor tanto pensamiento crítico. Es un riesgo innecesario la exposición del pensamiento crítico. A saber cómo reaccionará el tipo que va a tu lado, ascendiendo los pisos de la meditación. Supón que piensa de forma distinta, cosa que suele suceder con sorprendente frecuencia. Es más, probablemente piensa de forma distinta, no hay más que ver la manera que tiene de echar la cabeza hacia atrás y de balancearse de forma suave pero perceptible sobre la punta de los pies. Cada individuo tiene habilitada su propia carpeta de ideas y reflexiones. No sería la primera vez que abres la boca, convencido de la veracidad de tu opinión, y surge inesperadamente la negación de tus convencimientos en forma de certidumbre contraria. Cómo es posible que el tipo no esté de acuerdo contigo, piensas. Cómo es posible que se altere y que sostenga, si llega el caso, que tu afirmación es una tontería. Aún no lo ha dicho pero puede decirlo si abres la boca. Mejor no hablar del Prestige. Cierto que la marea negra ha resultado una terrible catástrofe ecológica y se ha convertido en una dura batalla política. Callas, no obstante, porque la charla de ascensor impone una relación tímida asentada en la brevedad del viaje. Piensas, así y todo, que hay que fomentar la solidaridad con los que están pasándolo mal a causa de la marea negra, y que deberías decirlo en alta voz. Piensas que Aznar no ha conseguido la necesaria ayuda europea para aminorar la catástrofe. Piensas que, como ciudadano, deberías contribuir económicamente aportando algún euro a las cuentas abiertas en los bancos. Lo piensas, pero no despliegas la apología de la solidaridad. Hasta luego, te despides aliviado mientras empujas la puerta. Ta luego, responde el vecino.

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