lunes, 14 de septiembre de 2009

EL COLOR DE LA MEADA
(18-8-2002)
JUAN GARODRI


Ocurrió aquella mañana de febrero a las 7'45, no sé si ya lo he contado. La repetición resulta un fastidio y, desde luego, repetirse uno a sí mismo es de una incomodidad agobiante. Sin embargo, el personal se repite muchísimo. Y hasta hay críticos, quizá malintencionados o resentidos, quién sabe, que aseguran con énfasis que don Camilo José Cela, de feliz recordación, era el escritor que más se repetía a sí mismo, en el colmo de la tautología copiadora. Y es que pasa una cosa. Periodistas, colaboradores de prensa y plumíferos en general amanecemos abotargados, víctimas de un hinchamiento cerebral que aleja las ideas y las disuelve en la neblina de la inconsistencia. Bueno, es que no se te ocurre nada. O quizá sea al contrario. Son tantas las imágenes y sensaciones, tantos los conceptos y juicios, tantas las apreciaciones y noticias concurrentes que todo se mezcla alocadamente entre sí, y te sientes incapaz de diferenciar lo acertado de lo desacertado, lo principal de lo secundario, lo fascinante de lo vulgar. Un revuelo de ideas confusas pretende adueñarse de tus recursos discursivos, pero no vale. «Nada acaece sin plan, sino todo con sentido y con necesidad», dijo Leucipo. Así que no hay más remedio que estrujar el conocimiento sensible y recomponer los descompuestos factores de unidad en conjuntos armónicos. Creo que hasta el mismísimo Johann Wolfgang Goethe se veía en una situación semejante, de común indeterminación y titubeo, cuando dijo aquello de «tienes ya en tu mano las partes, ay, falta ahora el lazo del espíritu». Aunque no recuerdo bien si el ‘ay’ se debe a un fallo de mi memoria o a un suspiro de su idealismo naturalista. Porque la memoria falla de cojones. Debido sobre todo a la coexistencia (o no) de las ideas. Y si no que se lo pregunten a Locke, que se volvió tarumba, es un decir, pensando que el momento difícil del proceso cognoscitivo consiste en aceptar o no aceptar la coexistencia de las ideas. Si aceptas dicha coexistencia, malo, porque haces que un concepto hilvanado dependa de la aglomeración de varias ideas simples; si no la aceptas, peor, porque a ver cómo captas, en ese caso, la totalidad orgánica de las cosas. Un barullo. Y quiero que adviertas, lector amigo, si es que sigues ahí aguantando el color de esta meada, hecho un mártir de la lectura dominical, que dicho barullo y desorden se produce en la cabeza (metonimia de inteligencia) del escritor o plumífero que se dispone a escribir su artículo. Para que veas. Para que luego digas que lo de escribir lo hace cualquiera con la gorra. Así que me he permitido largar esta meada de color culto y filosófico con el aire chulesco de quien hace lo que le da la gana.
Eso es lo que ocurrió aquella mañana de febrero a las 7'45. Las mañanas de febrero suelen salir frías y rabiosas, con un cielo alto que alarga el aliento más allá de los límites de la bufanda. Porque yo también uso bufanda. No porque Umbral haya divulgado su uso y manejo literario tal como divulga la metáfora matutina, sino porque me la regalaron en casa el día de la Epifanía del Señor y tenía que darle un uso adecuado a la ilusión con la que el regalo se hizo. Es una bufanda color marfil ribeteada con unos cuadrados grises y unos flecos alargados que le prestan un inconfundible aire británico. La bufanda me llega hasta las rodillas cuando va suelta. Cuando la sujeto alrededor del cuello, el vapor del aliento esparce en el tejido unas gotitas húmedas que son el aljófar escarchado de mis escalofríos. Pero, qué hago utilizando connotaciones invernales a estas alturas del verano. Ah, ya caigo. Me he permitido largar esta meada de color metafórico y aspecto ramoniano con la pretensión de una greguería glacial y descompuesta, esa impertinencia de quien hace lo que le da la gana.
Poco más o menos, eso es lo que sucedió a las 7'45 de aquel lunes de febrero cuando salía yo de mi casa, cartera en mano, y me dirigía a mi trabajo. Con sorpresa y algo de indignación observé que un gamberro (llamado hijoputa en el ámbito del registro coloquial) largaba su abundante y caballuna meada en un portal de la acera de enfrente. En el preciso instante, una anciana señora de buen ver salía a la calle.
—Ay, por Dios —dijo—, qué poca vergüenza, ponerse a orinar en público. Vete a orinar a tu casa.
—Oiga, cacatúa —respondió el hijoputa apuntándole con su grifo—, a mí no me dice nadie lo que tengo que hacer.
—Guarro —gritó la anciana muy nerviosa.
—Más guarra es usted que me está mirando —respondió el hijoputa—, yo puedo hacer lo que me dé la gana, aquí y donde sea.
Con aire despectivo se sacudió la verga y se subió la cremallera. El color de su meada era de un amarillo menesteroso. Los demás, a callarse y a aguantarse.

No hay comentarios: