lunes, 31 de agosto de 2009

LA FRASE
(24-6-01)
JUAN GARODRI


Perdido entre los recovecos de la memoria, o del recuerdo, enaltecido por el poderoso influjo de la evocación, seducido por la soberana trascendencia de la cultura, a ver quién no ha pronunciado, o citado, alguna vez una frase. Me refiero a una frase célebre. Una frase de esas que caen entre los oyentes con el ruido seco de la breva que se despachurra al golpear contra el suelo. Un ruido extenuado y resbaladizo, casi pegajoso, pulpa frutal de la inteligencia. La frase es como un bostezo de la remembranza que aparece acuciado por la desproporcionada hambruna de la gloria. Uno tiene que permanecer en la memoria de los hombres. Uno tiene que cabalgar a la grupa de la fama y para ello nada más apropiado que la frase.
Desde la antigüedad, muchos (y muchas) han pretendido permanecer en la memoria de los hombres (y de las mujeres). Y se dedicaron a pronunciar frases famosas que han dejado boquiabierta a la posteridad. Es como si esas frases ya hubieran nacido siendo famosas. Se han conservado frases famosas de otros tiempos, sobre todo de santos (y santas), de reyes (y alguna reina), de escritores (y casi ninguna escritora), de científicos (y ninguna científica), de militares, de políticos y de sabios ( se me hace difícil colocar el femenino).
El problema está en verificar la autenticidad de la frase. Porque los interesados en ilustrar un tema concreto las tomaban de los manuales con alegría y profusión. Frases sobre la vida, sobre la muerte, sobre la virtud, sobre el pecado, sobre el cielo, sobre el infierno, sobre el trabajo, aleteaban en prédicas, discursos y reprimendas con la nebulosa luz de las abstracciones. Las frases se atribuían a un autor alejado en el tiempo y ausente de la memoria, razón por la que nadie era capaz de constatar la paternidad de la frase. Mucho menos su procedencia documentada en fuentes históricas. De esta base de ignorancia colectiva se aprovechaba Fray Gerundio para endilgar sin reparo las sandeces oratorias más desternillantes.
La frase, y su correspondiente exégesis, se aceptaba con la misma naturalidad con que se aceptaba el hambre o la dependencia feudal. Una frase no se discutía jamás. Mucho menos si se utilizaba como argumento de autoridad. El orador la empleaba para influir en los oyentes y aterrorizarlos intelectualmente, hasta cierto punto, porque la frase, la frase exquisita y exacta, rotunda y sonora como un disparo, se pronunciaba en latín. Todo el mundo desconocía la razón por la que la frase tenía que ser expelida en latín, dado que nadie sabía latín excepto el pronunciante (si es que lo sabía, ahí está el caso de Fray Gerundio ya citado). Sin embargo, la frase latina resaltaba el poderío elocuente del orador y lo dotaba ante los ojos de la patanería con un halo de superioridad acomodado en la lejanía, una lejanía abstrusa de libros y sapiencias de difícil e imposible digestión.
Hoy no. Hoy la frase queda recogida fielmente en grabadoras electrónicas, y periódicos y revistas la reproducen con esa fluencia contumaz con que antes se reproducían oraciones y jaculatorias. Quizá la frase electrónica no sea más que la jaculatoria de la fama técnica acompañada de la estampita que magnifica el rostro asexuado del santoral hodierno.
Hay frases magníficas, desde luego. Pero hay veces en que uno recuerda los «pensamientos mentales» de Madame de la Tontaine cuando lee alguna frase. Si te da por hojear alguna subespecie impresa de papel cuché (ojalá no lo hubieras hecho, forastero), el sobrecogedor contenido que expele en forma de frase la boquita pintada (o no) del personaje te produce un escalofrío supremo, ese que nace detrás de la oreja y recorre el espinazo, a medio camino entre la estupefacción y el desvarío. Más anticuadas que los balcones de palo han quedado las frases de escritores famosos, de políticos ilustres, de personajes de la antigüedad celebérrimos. Ahora se habla de la moda estadounidense publicitada en los programas para gays, esa salida del armario que pretenden imponernos como si se tratara de la salida de una procesión extrañamente sacrosanta y ejemplarizante. «El ocaso nos aporta la sensibilidad estética idónea para la masturbación», lee uno por ahí. La excelencia de la frase (y de otras similares) viene aureolada por el bombo y platillo de las series televisivas en que se emite. El propio título de alguna de ellas produce ese escalofrío supremo del que antes hablaba, Queen as folk, que leído así, en inglés, te deja yerto, pero que leído en román paladino, Marica como el que más, te deja en posición glamourosamente eyaculatoria. Uno más aparece instalado en la parrilla de programación de una televisión pública, Telemadrid, y los telecráneos amenazan con que próximamente nos lo colgarán en una plataforma nacional.
Las televisiones de todo el mundo se han soltado el pedo, digo el pelo. Y así, en EE. UU., en Canadá, en Holanda y en la Gran Bretaña invaden las retinas telespectadoras con portales que ofrecen contenidos homoeróticos.
En estas que entra mi tío Eufrasio. Qué haces, me dice, Nada, le digo, Aquí escribiendo mi artículo semanal. Lo lee y se queda serio. Creo que te has pasado, me dice, todo el mundo tiene derecho a expresar libremente su sexualidad. Sí, le digo, pero veo un peligro, Qué peligro, me dice reticente, ya sabes que para aparecer como intelectual tienes que ser de izquierdas y mostrar inclinaciones homoeróticas. Pase lo de izquierdas, le digo, pero el peligro está en que no sé qué coño vamos a hacer dentro de unos años los heterosexuales, tendremos que encerrarnos en el armario de la vergüenza, con el rabo entre las piernas, ese armario que han dejado abierto tras su salida los pretendidos héroes (¿o heroínos?) actuales de la cosa.
Ah, dijo, y se fue.
SUPERVIVENCIA
(9-9-2001)
JUAN GARODRI

He leído por ahí lo de los DINK. No se trata de dinosaurios, ni de patos, ni de un nuevo producto para la exfoliación de la piel. Es, simplemente, una palabra formada por siglas inglesas. Double Income No Kids. Dos sueldos y ningún hijo. Ahí es nada, el chollo del siglo, de estos inicios de siglo.
Todo el mundo busca su chollo particular. El gentío se levanta por la mañana y detesta la rutinaria monotonía de los quehaceres. El aleteo de la somnolencia se apodera del cepillo de dientes y el ruido de la cisterna avisa indecorosamente que empieza un nuevo día igual al anterior. Se desea la consecución del chollo, es decir, la transformación de la rutina, esa ráfaga de brillantes parpadeos que deslumbre los instantes para canjearlos por gotas de felicidad.
Supongo que el ser humano ha perseguido siempre ese coñazo inalcanzable al que alguien llamó felicidad. Nunca como ahora, sin embargo, se dispone el personal a conseguirlo. No tanto por atrapar la abstracción, de por sí inalzanzable, cuanto por huir del hormiguero destructivo que cada uno lleva dentro. Mira que el gentío se pone burro en la consecución de las abstracciones. El amor, la felicidad, el honor, la patria, la fama, el orgullo, el poder, constituyen algunos ejemplares de esa tribu de termitas que llena de agujeros el yo íntimo. Un día, de pronto, uno advierte con horror que está agujereado como un colador y que a través de esos agujeros van cayendo sus abstracciones en el pozo de la nada. Así que se aferra a la suntuosa precariedad del momento para amortiguar el batacazo. Y sin embargo el tipo/tipa no es más que esa cosa indefinida que lleva dentro y ese conjunto de cosas concretas que lleva fuera: la camisa, los pantalones ajustados, las zapatillas deportivas de piel roja, el periódico que hojea, el libro que lee, la caña que bebe, el coche que conduce.
Está de moda el gazpacho rosa con bogavante, presumir de que no se juega a la primitiva y afirmar que la adrenalina, por muy levógira y cristalizable que sea, no sube de tono y se mantiene estable mientras contemplas a Paz Vega en “Lucía y el sexo”. El caso es vivir como si siempre se fuese joven, retrasando al máximo las responsabilidades familiares. Incrustar la adultez en un desarrollo dilatado e inacabable de la juventud. Y ahí está la generación Dink. Dos sueldos y ningún hijo. Es la única manera de vivir holgadamente, suntuosamente. Un consumo de calidad que te diferencie del resto aborregadamente urbano. Ponerse uno ciego de trabajar, eso sí, el dinero es poder y prestigio, para desahogar tu estrés laboral en el ámbito acomodaticio de una relación afectiva efímera y sustitutoria. La ele de ‘lujo’ tiene que ir prendida en la ropa de vestir y en el mantel del restaurante. Y se entra en la felicidad, o en el desatino, con la cartera abierta y con la inútil convicción de que uno jamás volverá a adaptarse a la vulgaridad.
Dos sueldos y ningún hijo. Sólo a los locos se les ocurre tener hijos. Siempre con el alma en vilo. Noches sin dormir que impiden a uno realizarse adecuadamente en el trabajo diario. Papillas, apiretal y suero fisiológico. Pañales y dodotis. Y el infierno del paseo vespertino arrastrando el cochecito por la acera hasta llegar al tedio de una terraza. Con el vaso de la consumición se absorbe el proceso adaptativo que ha deshecho la vida. Nada de hijos. Autorrealización de la pareja y autonomía total de hombres y mujeres.
Lo malo de todo este condenado asunto es que derivan de él dos consecuencias nefastas, según mi tío Eufrasio.
Primera (a). Si el personal se decide definitivamente a no tener hijos, llegará el día en que haya que cerrar los colegios por falta de materia prima. Imagínate el cisco social. Miles de centros educativos para nada. Excrementos de rata y de murciélago en las aulas en lugar de bolígrafos y tiza. Telarañas en las pantallas de los ordenadores, ahora que las instituciones se han decidido al impulso tecnológico. Miles y miles de profesores en paro debido a la gigantesca recesión de la docencia. Posteriormente, centros universitarios cerrados, investigación y sabiduría aniquiladas.
Segunda (b). A pesar de todo, a pesar de vivir como hijos del bienestar, a pesar de vivir como la fácil presa del marketing, a pesar del intento, más o menos desesperado, de prolongar la juventud, también a los DINK les llega la tan temida ancianidad. (La frase es de mi tío Eufrasio y, aunque detestable, no por ello es menos real). Ya no valdrá entonces el eufemismo estilístico de llamarlos mayores en lugar de viejos porque ¿con qué dinero se pagarán sus pensiones? Si gastaron lo que ganaron y si no tuvieron hijos que estén ahora en edad de producir y de contribuir con el descuento de sus nóminas, mucho me temo que no tengan más remedio que arrastrar la culera por la pendiente de la indigencia.
Aunque para entonces yo ya habré doblado la servilleta y no verán mis ojos el desastre. Menos mal.
DE PALABRA
(2-9-2001)
JUAN GARODRI

Es una obviedad asegurar que vivimos rodeados de palabras, especie de burbuja fónica en la que estamos inmersos, sin apenas poder salir de ella, como esos niños aprisionados en la burbuja de plástico acosados por una extraña e incurable enfermedad. Somos sólo palabras, afirma Rosa Montero doblegada por la decepción existencialista que atenaza a la hija del Caníbal.
La alegría que sientes no es más que eso, una palabra, una cabalgada en la grupa efímera de sílabas entrelazadas que simulan un estado de euforia irreal. La tristeza, sin embargo, es una palabra sólida y apesadumbrada que adquiere una consistencia continua a través de cada centímetro de la piel, una psoriasis ortográfica que impone sus reglas para la construcción correcta del aniquilamiento.
Sales a la calle y ahí está la palabra hablada, asomada a la boca del vecino para desearte unos buenos días inútiles y precisos. Enciendes la radio y ahí está la palabra hablada, agazapada en la rutilancia de las ondas, emergiendo de la garganta inagotable de los divulgadores de noticias, repicando ficticiamente en los ululantes campanillos de la publicidad, arrasando tonemas en la paleta magnificación de los grupos musicales, anegando conceptos en las voces autosuficientes y algo idiotas de los que participan (y cobran) en las tertulias. Abres el periódico y ahí está la palabra escrita, sobremultiplicada por el atiborramiento tipográfico de sus más de cuarenta o cincuenta páginas, la palabra herida por el rayo negruzco de la tipografía, palabra utilizada para acusar, para denostar, para fingir, para mentir, palabra manipulada para llevar el ascua de la opinión a la sardina políticamente interesada, palabra forzada a expresar lo que ella misma no expresa, palabra violada como una virgen indefensa.
Quizá por eso la palabra está en caída libre, al menos así lo afirma Juan José Millás, una caída hacia el abismo defensivo del ocultamiento, «no ya porque ninguna promesa verbal o escrita valga un duro, sino porque hay miedo a significarse». Nadie utiliza la palabra para decir lo que piensa. Cómo manifestar en público la íntima desnudez de las opiniones, cómo utilizar la palabra para dejar al aire las vergüenzas de los convencimientos, cómo sacar a relucir la indigencia de los criterios. Uno disimula lo que puede y, en este trance simulatorio y ficticio, se utiliza la palabra para ocultar el pensamiento, ya lo dijo Talleyrand.
No hay educación de la palabra o, al menos, no hay cultura de la palabra. Y uno se pregunta para qué valen tantas horas de docencia de la palabra. La palabra como valor literario, por ejemplo. Existe una separación absoluta entre la palabra como recurso literario y la palabra como recurso vital. Desde la lírica primitiva hasta ahora mismo, la palabra se ha utilizado, en tanto en cuanto recurso literario, para expresar los sentimientos. Desde la batalla de La Janda hasta ahora mismo, la palabra se ha utilizado, en tanto en cuanto recurso vital, para ocultar el pensamiento. Quizá ello se deba a la misma proliferación de la palabra. El oro es valioso no por su naturaleza áurea sino por ser un mineral escaso. Si fuese tan abundante como el agua el índice monetario tendría que buscarse un nuevo valor referencial.
Precisamente la devaluación de la palabra tal vez obedezca a esa abundancia verborreica asentada en cualquier medio de comunicación. De ahí su empobrecimiento. Contribuye a ello también su misma esencia fugaz. La palabra nace y muere simultáneamente y su cadáver diminuto va a engrosar el cementerio de lo efímero. Verba volant. Scripta manent. Aunque no sabe uno por cuánto tiempo permanecerá la palabra escrita. La iconoclastia ortográfica se abre paso a velocidad cibernética. Para qué el empeño de la ortografía. Para qué la implantación de unas reglas de uso obligado cuando la práctica diaria las va arrojando al cubo de la basura escrita.
Quizá tuviera razón García Márquez cuando se manifestó a favor de la abolición de la ortografía, esa esclavitud escolar supeditada al latigazo del suspenso.
Con la utilización del móvil se han hecho añicos las reglas ortográficas. La economía lingüística de André Martinet se está convirtiendo en economía ortográfica de uso irreversible. MNSJS D MV.hl conxi.a dixo mikl q xq no t viens sta noxe xa ca.cnt.no t kds en cas. t kiero. 1b. (Supongo que habrá que traducirlo: MENSAJES DE MÓVIL. Hola, Conchi!. Ha dicho Mikel que por qué no te vienes esta noche para acá. Contesta. No te quedes en casa. Te quiero. Un beso).
Definitivo. El 1b es la puntilla de la ortografía y la estructura labial de la palabra.
RETRATOS DE AMBIGÚ
(26-8-2001)
JUAN GARODRI

El título me suena de algo, no sé, lo he tomado del fondo de mi memoria colectiva, quizá me suene de alguna película de los cuarenta, o alguna novela de autor argentino, o alguna obra de teatro cubana, esas excelencias de la literatura hispana tan magnificadas por la crítica y tan publicadas por las editoriales al uso, que no se cansan de mercantilizar obras mayores y menores y medianas o ínfimas, por no decir pésimas, siempre que aparezcan firmadas por autores/as del otro lado del Atlántico, procurando incrementar con ello sus ventas en las sucursales de ultramar. Que con muchas novelas ocurre como con los programas de famoseo: cuanto más vulgares sean los contenidos, más espectadores atraen, deslumbrados quizá por ese fruto de la mente simbólica que madura más cuanto más espeso sea el estiércol que la abona.
Pero no iba por ahí la cosa. Me estaba refiriendo al título. Lo de ambigú no es más que un eufemismo para designar, quizá desacertadamente, la barra del bar. Queda más fino. Y es que en estos días veraniegos no hay como refugiarte en el bar. Huyes de los cuarenta grados de la acera y entras en la refrigeración del bar como el que se adentra en las protectoras aguas de la inmunidad. Los grupos se distribuyen a lo largo de la barra y, según avanzas, te dicen hola e incluso te golpean amistosamente en el hombro.
El bar, a la hora del aperitivo, es el santuario de la dipsomanía, el ágora público en el que se discute de todo mientras se deglute el pincho, en el que se comenta todo mientras se traga la tapa, en el que se rumorea e incluso se inventa o se agranda el comentario mientras se ingiere la caña. El bar es tan importante, social y localmente hablando, como puede serlo la iglesia. Si la iglesia es el lugar de oración y súplica, algo intríseco a la religión como lazo de unión (religare) puesto que el ser inferior se relaciona con el superior a base de rogarle y suplicarle, bien que entre rezos y cánticos, el bar es el lugar de relación y réplica, algo intrínseco al hecho humano del comentario y la explicación, bien que entre voces, aspavientos y disfemismos.
La importancia de una institución se comprueba por su abundancia instituible, y así mientras que cualquier entidad de población, por pequeña que sea, dispone de una iglesia para solucionar la necesidad de relación espiritual (y se las ve negras para instituir otra o restaurar la instituida), esa misma población dispone de dos o tres bares (y dispone de probabilidad de institución de otros nuevos), señal inequívoca de la necesidad de relación social que aqueja a sus pobladores, necesitados de cháchara relacionante con personas lo más posiblemente ajenas al engorroso entorno familiar.
Así que uno no puede imaginarse cómo se relacionará la gente en Escandinavia, por ejemplo, puesto que a la ausencia de iglesias se une una sorprendente y alarmante ausencia de bares, hasta el punto de que cualquier población española duplica, en igualdad de condiciones, a cualquier población escandinava en iglesias y multiplica por cien, o más, la presencia de bares en sus calles. No te extrañe que sean así de tristes los escandinavos.
Te decía que cruzas a lo largo de la barra y observas los grupos, bien definidos.
Los gritones comentan el asunto más importante de la sociedad española a estas alturas de agosto: el asunto Zinedine Zidane, Zizou, ZZ. Y escuchas, entre risotadas, el chiste: el Madrid arrasará este año porque considera a los demás equipos como si fueran hormigas, y como cuenta entre sus filas con Zeta Zeta... (Desinfectante, aclara). Los madridistas vociferan y los 'anti' disfrutan. Hay quien asegura, echando leña al fuego, que cómo puede ser buen futbolista un calvo, y otro deja oir su voz entre el griterío general para dejar caer que Anelka, en agosto, también fue considerado como un genio del balón.
El grupo de los 'puestos' mira con displicencia a los gritones y comenta razonablemente la increible apuesta científica de Severino Antinori, de recio bigote recalcitrante, clonador de clonadores, dispuesto a ganarle la partida al mismísimo Creador, considerándose un incomprendido Galileo del siglo XXI.
El grupo de los cultos habla de cultura, claro, y alardea de rechazar la vergüenza de los dineros en que se han convertido los cursos de verano organizados por las universidades, bien fajados los conferenciantes, total para las cuatro paridas que, año tras año, dedican a Alberti, con ligeras variantes de autor o tema, o al impacto de la revolución cibernética en la cultura científica (versión institucional) del universitario medio.
Los sensibles hablan de política económica y del pelotazo de Gescartera y se llevan las manos a la cabeza, totalmente entregados a la hipérbole, para descalificar, como si fuese cosa nueva en España, la actitud mangante de altos cargos del Estado que se valen de gilipollas mentales para volatilizar 18.000 millones de pesetas, magos perversos de la cosa crematística.
El bar acoge y hasta cierto punto inmuniza. Cruzas la puerta y sabes que te inunda la libertad absoluta como una oledada salina y euforizante.
El bar, ese refugio de las confidencias sociales y basurero de las excrecencias personales.
VECINDAD
(17-8-2001)
JUAN GARODRI


Todo empezó hace un año y medio, tiempo aproximado en el que mi cuñado lleva viviendo en su nueva casa. El estaba tan a gusto en su piso de toda la vida, rodeado de vecinos que se contaban chascarrillos en las reuniones trimestrales de comunidad, acostumbrados a verse en el bar de la esquina y a comentar sus fobias futboleras entre la abundancia espumosa de los cortos. Era una vida tranquila y afable. Todo el mundo se conocía en el bloque y todo el mundo sabía de quién era la bolsa de basura que apestaba a raspas de sardina junto a la puerta del ascensor en el garaje, de quién eran los gritos que salían del 5º a la hora de la comida, y de qué cocina procedía el olor a repollo que invadía el patio interior los martes y los viernes de todas las semanas del año.
Mi cuñado, ya digo, estaba tan a gusto en su piso de toda la vida, manteniendo relaciones de franca amistad y camaradería con casi todos los vecinos y con algunas vecinas, excepto con aquella del primero izquierda, tan rechuplosa como una Ava Gadner de los cuarenta, encaramada en el engreimiento de sus lacas y ondulaciones, estirada y orgullosa, que lo miraba por encima del hombro, esa mirada distante que lanza la mujer autoconvencida de su belleza. Mi cuñado tragaba saliva y me contaba que lo pasaba mal y que la situación se tornaba casi desagradable si coincidían en el ascensor, lugar comprometido en el que apenas se dirigían la palabra y llegaban, si acaso, al parco comentario de aventurar que el día estaba nublado, o frío, o caluroso, y después el silencio. Y yo no le he hecho nada, me decía, al contrario, su marido se lleva bien conmigo y hasta nos invitamos de vez en cuando a una caña. Yo lo animaba y le recordaba que el alma femenina es indescifrable y que, según algunos psicólogos, a veces simulan actitudes contrarias a sus sentimientos, de lo que podría deducirse que tal vez yo le resultaba atractivo, razón por la que disfrazaba esa sensación considerada inconfesable con la estirada mueca de su rostro. Mi cuñado me decía, No, qué va, qué va, qué tonterías dices, halagado en el fondo de que la seria belleza de aquella vecina pudiera inclinarse, siquiera oculta y emocionalmente, hacia la indefinible realidad de la atracción.
Todo cambió hace año y medio, aproximadamente. La promoción de las viviendas unifamiliares, esos apiñamientos que proliferan en las entradas (o salidas) de las ciudades tal como los hongos proliferan en los prados como una peste vegetal, redobló en el tambor de su cabeza como en un cuenco vacío y la idea de poseer una vivienda unifamiliar fue abriéndose paso, imperceptible pero inexorablemente, en el reducto de su voluntad. El señuelo de vivir en el campo (más bien de vivir como si se estuviera en el campo) lo seducía. ¡Qué felicidad, levantarse uno al amanecer y apreciar el manto aljofarado de la aurora, respirar el aire puro prohibido a las cristaleras de los pisos, caminar en un jardín que es tuyo, lejos de la propiedad ciudadana y ajeno a la ordinariez de las defecaciones caninas!
Así que mi cuñado, poco a poco, fue picando en el señuelo de la diferencia hasta que llegó el día en que abandonó el apiñamiento vertical de los pisos y lo cambió por el apiñamiento horizontal de la urbanización. Yo le decía que en realidad no apreciaba la diferencia, total era trasladarse de un apiñamiento a otro, y que todos los apiñamientos son semejantes en tanto en cuanto reproducen la misma falta de originalidad, sea el apiñamiento horizontal o vertical. Él hacía gala de un mosqueo amistoso y me decía que no podían compararse el piso y la casa, que era pura envidia lo que me movía a hablar así y me instaba a que probase y yo también me trasladara a la urbanización.
Fui a visitarlo. La casa era preciosa, el jardín encantador. Según me contó, las noches del invierno habían transcurrido en medio de una calma dichosa, acrecentada por los 22 grados de la calefacción y el amoroso fuego de la chimenea avivado por los vinos y las tapas de las invitaciones nocturnas a los amigos. Pero llegó el verano y sus largas noches cálidas. Los vecinos se congregan en los porches y en las entradas, presumen de su particular Falcon Crest y se multiplican con la tenacidad de las hormigas en patios y jardines, esas terrazas privadas con las que sustituyen las terrazas de los bares. Los vecinos pueblan sus jardines y organizan juergas casi diarias. El humo de las barbacoas obliga a cerrar las ventanas y el olor incesante de chuletillas y sardinas provoca arcadas de saturación gástrica. Los niños corretean entre las calles, chillan en medio de su agresiva ingenuidad, se retan con las bicicletas, se pelean por el agua del grifo. A las tres de la mañana sigue la juerga. Los niños continúan incansables en sus bicicletas y los adultos eructan la cerveza mientras el gracioso de turno cuenta chistes pedregosos que provocan incesantes risotadas.
Mi cuñado, acostumbrado a acostarse pronto, ha perdido la tranquilidad y el silencio a pesar de los tapones que se coloca en los oídos. Todos los días llega a la oficina con una resaca impresionante sin haber bebido, ojeroso y descuartizado. Añora las ondulaciones de su antigua vecina, sus miradas por encima del hombro y sus silencios en el ascensor. Y desea fervientemente que llegue el invierno y los vecinos vuelvan a sus adosadas madrigueras.
Ha sido su primer verano. Ahora desea que hubiera sido el último.
MONSTRUOSA SALSA ROSA
(5-8-2001)
JUAN GARODRI

El personal se dispone a la tragantada veraniega de la salsa rosa. Todo lo embadurna la salsa rosa, esa mezcolanza de marujeo y tomate frito que chorrean las pantallas televisivas y las páginas de papel cuché. Nada ni nadie escapa a la empanada (mental) de la salsa rosa. La salsa rosa es el héroe banal que vence las acometidas del monstruo de los desasosiegos.
No sé qué clase de monstruos anidan en nuestro interior. Engendros psicológicos que se nutren de detritus íntimos, esas inquietudes que pasan desapercibidas por nuestra subconsciencia, volátiles como libélulas obsesivas, vaporosas como una pluma intrínseca y confidencial, enquistadas en las covachuelas de la personalidad, tanto tiempo escondidas, quizá desde la infancia o la adolescencia, hasta el punto de que ya no observamos sus desquiciamientos, el desquiciamiento de los monstruos que sin embargo están ahí, al acecho, por mucho que Carl G. Jung pretenda disimularlos con símbolos, El hombre y sus símbolos, dice, para justificar nuestras obsesiones.
Así que no sé qué clase de monstruos anidan en nuestro interior. Y la cosa no es de ahora. Los estratos inferiores de la geología espiritual siempre se han nutrido de monstruos. Señala Juan Eduardo Cirlot que «el enemigo quimérico —la perversión, la llamada de la locura o de la maldad per se— es el [monstruo] fundamental en la vida del hombre». Los monstruos son animales fabulosos que «ocupan en el cosmos un orden intermedio entre los seres definidos y el mundo de lo informe». No hay más que echar un vistazo a monstruos famosos como el minotauro, la hidra, el unicornio, el hipogrifo o el dragón. Figuras equívocas de dudosa ambivalencia a través de las cuales se pretendía resaltar la benignidad o la perversidad, según se tratase de definir un conjunto de cualidades consideradas como buenas o, por el contrario, un conjunto de atributos considerados como malos.
Cada monstruo, sin embargo, como protagonista de acciones definidas posee su correspondiente antagonista. Al minotauro se enfrentará Teseo para derrotarlo e impedir que siga devorando doncellas. La hidra se encontrará con Herakles que le cortará de un solo tajo las siete cabezas. El dragón acabará siendo vencido por san Jorge en una reminiscencia gótica del triunfo del bien sobre el mal.
No son más que ejemplos del empeño que el hombre ha puesto siempre en conceder a seres superiores el protagonismo de una lucha a la que él mismo no podría enfrentarse, acogotado por sus propias y continuas contingencias.
Hoy causan risa todas estas rememoraciones pseudohistóricas. Sin embargo, los monstruos siguen anidando en nuestro interior como una perversión o una locura, ese enemigo quimérico que ahoga con luz morada el alma. Aunque hoy día el halo quimérico se ha transformado en una mostruosa salsa rosa bien provista de todos los ingredientes necesarios para combatir nuestra perversidad o nuestra locura.
Y aparece la figura del héroe. El campo de batalla se reproduce en la televisión o en las páginas satinadas de la prensa rosa. Los héroes que manejan la lanza y la adarga de la información son Anne Igartiburu, Jorge Javier Vázquez, Francine Gálvez, Nuria Roca, Lydia Lozano. Todos se empeñan en destruir nuestros monstruos, esos enemigos íntimos que nos acosan con la constancia de la obstinación, esas visiones alejadas de la realidad que lanzan al aire la rutilancia de la preñez de Haydy Michel, por ejemplo, como si en los abultados epitelios de su barriga residiera la solución de nuestras perversidades, como si en las células fusiformes de su epidermis se escondiera la solución de nuestras abominaciones, como si en la secreción de las glándulas genitorias se asentara el secreto de nuestra estupefacción. Ya ha dado a luz, y la salsa rosa se evapora.
Qué otra cosa sino horror es lo que pretendemos expulsar de nosotros mismos cuando nos entregamos a la purificación de la noticia rosa, cuando nos entregamos a la facundia del héroe televisivo que lucha por nosotros contra el monstruo de nuestras propias decepciones, que nos alcanza el bienestar de saber que otros y otras quizá poseen esa dicha glamourosa de la que nosotros carecemos. Qué otra cosa sino la preñez de nuestros anhelos es lo que intentamos encontrar en la preñez fisiológica de culifinas y demás gente guapa. Qué otra cosa sino la elevación de nuestra ruin cotidianidad es a lo que aspiramos cuando seguimos la grácil figura de Eva Sannum ansiosos de presenciar algún arrumaco con el Príncipe. Qué otra cosa sino la superación de nuestras turbiedades ver cómo otros y otras se encaman, se casan, se descasan, se arrejuntan, se visten, se desnudan, se soban y se pasean en yate.
Nuestros monstruos interiores son exorcizados a través de la salsa rosa. Gracias a su aspersión rosada las siete cabezas de nuestra hidra íntima son decapitadas en medio de una apoteosis que concede la dignidad de héroes a quienes no somos más que ruines mortales. Para que luego digan que la salsa rosa no es más que una manifestación ciudadana de la subcultura y la banalidad.
Sin salsa rosa nos sería poco menos que imposible aderezar la cotidianidad de nuestras decepciones.

viernes, 28 de agosto de 2009

IR DE BODA
(29-7-2001)
JUAN GARODRI

Bueno, amigo, ya sabes cómo se las gasta mi tío Eufrasio, en otras ocasiones te he hablado de él. Pues resulta que ahora le ha dado por meterse con las bodas, mejor dicho, con las invitaciones a las bodas, que aunque parece lo mismo no es lo mismo. Fíjate, se pone cabreadísimo cuando recibe una invitación de boda, porque dice que ya lleva cinco desde mayo para acá, y que ya está bien, que en dos meses se le han fundido cerca de cincuenta mil duros (1.502,53 euros) entre unas cosas y otras, traje, zapatos, chaleco, camisa y ropa interior, más la aportación en metálico que se exige en cada una de ellas, en sobre bien cerrado y en cuantía generosa, para que no digan, que ya no se conforman con un jarrón, por muy de la china que sea, ni con un cuadro, aunque tenga el marco de madera de ébano, no, ahora hay que soltar la pasta, así que se sube por las paredes, ya te digo, cuando recibe una invitación de boda, si te casaras tú, me dice, asistiría gustoso a tu boda o a la de cualquier otro sobrino, que la sangre tira, pero mecagüen San Petersburgo dos veces, ahora es que te invitan por cualquier motivo, cualquier roce que hayas tenido incluso en otros tiempos ya casi olvidados, lo único que les interesa es que haya de trescientos invitados para arriba, multiplica cuánto les queda, por menos no merece la pena casarse, y te rodea la sorpresa cuando recibes la tarjeta, hay tarjetas clásicas y hay tarjetas progres, la tarjeta progre está adornada con monigotes parecidos a los Simpsons e informa de que Juan y Lorena van a casarse en el Ayuntamiento y que el traje oficial consistirá en ir vestidos con vaqueros y calzados con zapatillas deportivas, que se casan para experimentar un nuevo proceso de relación familiar, y que pasarán la luna de miel en Tailandia practicando el hidrospeed (esa manera descarada de incitarte a que sueltes generosamente la pasta para que puedan chuleársela tan lejos), la tarjeta clásica te informa de que las familias de tal y tal tienen el placer de invitarle al próximo enlace matrimonial de sus hijos Javi y Loli, que la ceremonia religiosa se celebrará en la iglesia de Nuestra Señora de los Descalientos y que el banquete tendrá lugar en el restaurante La Cebollera, sito en el km 4 de la carretera nacional (dispone de aparcamiento propio), se ruega comuniquen asistencia antes del día 27, bien controlado el número de los cubiertos, cada cubierto un pastón, dicen los allegados, de manera que metes en el sobre las treinta mil pelas (imagínate el desembolso de una familia), más que nada para no quedar en ridículo, para que no piensen que eres un tacaño, un aprovechado que asiste al banquete para ponerse morado de langostinos, no hay boda en que no haya langostinos, esos crustáceos decápodos marinos con el carapacho rosáceo, poseedores de un líquido traidor que sale a presión de sus mandíbulas fibrosas cada vez que el vecino de mesa se dispone a arrancárselas, y el chorrete va a pegar justo en la pechera de tu camisa, joé qué puntería, asegura el tipo entre risas, ni hecho a propósito, y te golpea amistosamente la espalda con esa repentina camaradería que se establece entre los comensales de una boda y, mientras tú te cagas por lo bajo en la risotada del imbécil, la señora de enfrente asegura que la gaseosa es lo mejor para las manchas, de manera que cuenta la historia de todas las manchas que ella ha quitado utilizando gaseosa y la punta de la servilleta, el vecino ríe arqueando la lengua sobre los incisivos inferiores hasta que sus risotadas quedan reprimidas por las voces de la panda de los amigos del novio, la corbaaata, la corbaaata, claman, y atacan en tropel al novio que se resiste como puede a la cesión de la corbata, víctima de un descuartizamiento laminar cuyos restos pasan vendiendo de mesa en mesa, con exigencias y avasallamiento, de manera que no tienes más remedio que soltar otras cinco mil pelas para que no te saquen los colores, en fin, la juventud, dice la señora de la gaseosa y, cuando aún no te has repuesto del susto, un alboroto insospechado hace que todo el mundo vuelva la cabeza, y observas cómo la novia huye despavorida entre las mesas, acongojada entre la risita nerviosa y la zozobra, porque los de la corbata quieren quitarle la braguita para subastarla como un trofeo semivirginal y pubescente, ese vulgareo a imitación de secuencias de ‘Gran Hermano’. El novio se cabrea y, para calmar el alboroto, el grupo de solteras de oro que aparece en todas las bodas emperifollado y chillón, esa ensoñación de la nupcialidad que nunca llega, empieza a gritar que se beeesen, que se beeesen, con lo que en pocos segundos el clamor de exigencia osculatoria es unánime. Los desposados inician un rápido beso en la mejilla, pero el grito no cesa, en la boooca, en la boooca, los desposados se rozan púdicamente los labios, pero el grito no cesa, a torniiillo, a torniiillo, hasta que los desposados se ponen de pie, amachambran sus bocas y el personal grita bieeeen, y aplauden. Un portento de originalidad y buen gusto.
En fin. A pesar de lo que diga mi tío Eufrasio, yo salgo de la boda contento y eufórico, conocedor de mi contribución al engrandecimiento de la fiesta, al menos númerico, y portador de sensaciones vitales, ese aire epidérmico del potentado que camina como el rey de Roma porque sabe que ha enhilado dos güisquis por treinta y cinco o cuarenta mil pelas y que ha colaborado a que los novios se compren los muebles y se costeen el viaje a Tenerife.
LA BIBLIA
(22-7-2001)
JUAN GARODRI

Ahora se anda escribiendo y se traducen obras sobre la Biblia, con más abundante apariencia que otras veces, fuera del ámbito de lo religioso. Ante algún suceso determinado, algún acontecimiento personal principalmente, pero también ante la aparición de un incidente fortuito o provocado, o ante algún acaecimiento de carácter social, una desgracia mayormente, uno recuerda algún pasaje de la Biblia grabado en la memoria de quienes estudiamos la Historia Sagrada en el colegio. La Biblia era la palabra de Dios, esa manifestación verbal de la divinidad que, al no poder hacerse visible a través de una presencia ocular, se hacía presente a través de la palabra escrita. La idea del pecado aleteaba en nuestras infantiles coronillas (algunas de tres indomables y empelijincadas cotorinas) cuando observábamos el taimado enroscamiento de la serpiente alrededor del árbol de la ciencia del bien y del mal. Se abrían nuestros ojos y se herían nuestros indefinidos sentimientos al comprobar la que nos caía encima cuando el ángel de espada flamígera expulsaba del paraíso a nuestros primeros padres, que era como comprobar vagamente que éramos despedidos de una felicidad indeterminada para entrar a formar parte de una desgracia cierta.
(Se olvida, con frecuencia, que la Biblia gira alrededor de la palabra, se fundamenta en el valor de la palabra. In principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum. «Al principio ya existía la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios» (Juan, 1,1). Este juego de palabras, aparentemente logomáquico, tiene sin embargo un profundo sentido en cuanto que muestra la intención del autor sagrado, la intención de conectar el texto con la comunidad a la que va dirigido, a pesar de la pluralidad de lecturas que de él puedan hacerse. Así ocurre, por ejemplo, en los libros proféticos, que se fundamentan en la palabra, porque los profetas no fueron escritores sino hombres de la palabra viva y directa. Tan sólo Jeremías dictó su discurso a Baruc, pero este es un caso aislado. Los discípulos de los profetas recogían sus palabras y las transmitían oralmente y, muchas veces, las utilizaban para criticar duramente acontecimientos políticos, sociales y religiosos, lo cual que a alguno de ellos les costó la pellica. En el fondo, toda la Biblia es la Palabra. Hoy nos cuesta entenderlo debido a la crisis que atraviesa la palabra. La crisis de la palabra no es más que la crisis de nuestra fe en la palabra.)
Otro aspecto bíblico que nos resultaba sorprendente era la cuantía casi infinita de los números. Ignorábamos que los números no resaltan en la Biblia su poder cuantitativo, sino su valor simbólico, un valor dotado de significaciones precisas para evitar la incertidumbre, esa causa de inseguridad y de angustia terrenas, de tal manera que, por medio de los números, la realidad llegara a hacerse manejable y tranquilizadora. Nos fascinaba aquella lluvia ininterrumpida del diluvio con sus cuarenta días y cuarenta noches, cortinas de agua interminable que encontraban su fin el día cuarenta y uno. Nos admiraban aquellas edades de los patriarcas, trescientos, quinientos, setecientos, novecientos años, como si su longevidad acrecentase los propios deseos de una vida juvenilmente imperecedera. Nos fastidiaba un poco el hecho de tener que perdonar hasta setenta veces siete, es decir, cuatrocientas noventa veces, al imbécil del vecino, lo cual que resultaba como imposible. Además de los números, había frases bíblicas enigmáticamente temibles. Y como uno siempre andaba entre la bondad y la maldad, nos asustaba que Dios nos arrojase de su boca porque no éramos ni fríos ni calientes, es decir tibios, ignorando que la frase no era más que un apotegma judaico para definir la bondad o la maldad comparándolas con el agua de las termas: agua tibia, mala; agua fría o caliente, según apeteciese, buena. Nos estremecía pensar que jamás nos salvaríamos, porque uno deseaba ser rico, y resulta que era más difícil que un rico se salvara que un camello entrara por el ojo de la aguja (el 'ojo de la aguja', el portillo de la muralla sur de Jerusalén). Nos espantaba la certidumbre de que arderíamos para siempre en las llamas de la gehenna, entre humo y pestilencias, desconociendo que la gehenna era el basurero de la ciudad... Era la Biblia que nos atraía y a la que, tal vez, temíamos.
La Biblia. Ahora se habla de ella. Acaba de traducirse el libro titulado Pensar la Biblia. Estudios exegéticos y hermenéuticos, del exégeta belga André Le Cocque y el filósofo francés Paul Ricoeur. He leído algo de Gustavo Martín Garzo y de Jesús Ferrero sobre la Biblia. Y se editan ‘Imágenes del Antiguo Testamento’, una recopilación de grabados de Hans Holbein, una nueva traducción de los salmos y un diccionario de las Sagradas Escrituras con el objeto de conseguir un detallado mapa bíblico, así como aproximaciones a los mandamientos (los ‘quince’ mandamientos).
Se insiste en la Biblia como obra literaria, en su carácter épico-sapiencial y en sus aspectos históricos, filosóficos y sociológicos. Algo olvida, sin embargo, todo este actual revoltijo bíblico: que la Biblia es, ante todo, un libro religioso.
TOMADURAS DE PELO
(15-7-2001)
JUAN GARODRI

Para mí que Manuela Martín es la mejor del HOY. Quiero decir que es una notable comentarista de temas sociales y políticos. Sus artículos en la sección ‘La semana política en Extremadura’ muestran una lucidez en el análisis de los hechos que para mí quisiera yo. Pero hace polvo las cuatro cosas que tengo preparadas para mis articulejos dominicales. No es la primera vez. Resulta que yo vengo reordenando mis ideas a lo largo de la semana, cabreado por el difuso clamor populachero que ha conseguido un tal Fran, y me digo, esta semana voy a escribir un artículo para exponer la vergüenza que siento de ser extremeño, si es que la extremeñidad consiste en ser paisano del tal Fran, esa exaltación de la vulgaridad y de la pedorrera. Pero no puedo hacerlo. Manuela Martín me ha chafado el invento y mi intención de venganza regional ha quedado reducida a cenizas. Su excelente artículo ‘La Extremadura real’ (HOY, 8-7-01) me ha dejado con las ganas. Muera, pues, la apoteosis de lo banal. Y a otra cosa, mariposa.
Hay otras muchas tomaduras de pelo, además de la de ‘Gran Hermano’. Quizá peores. Sin quizá: real, efectiva, física y verdaderamente peores. Porque mientras la tomadura de pelo de ‘Gran Hermano’ basa su triunfo en el triste hecho de exaltar a «un tipo que se levanta a las tres de la tarde, se pasa el día vestido con una bata y a las mujeres las denomina ‘hembras’», una tomadura de pelo banal, si se quiere, pero que a nadie hace daño (salvo a la dignidad del extremeñismo, como queda dicho), las otras tomaduras de pelo son tremebundas, es decir, como para echarse a temblar, porque hacen daño, mucho. Voy a entretenerme en tres tomaduras de pelo tremebundas.
Primera. El TIP se asusta de que doscientos juristas internacionales estén dispuestos a defender a Milosevic. Claro, resulta que el Tribunal Penal Internacional lo acusa de crímenes de guerra y, como el tipo se ha subido a la parra, retruca que él también acusa de crímenes de guerra a los dirigentes de las fuerzas aliadas, es decir, Clinton, Blair, Schröder y Solana, entre otros, responsables de ataques contra la vida civil. ¿Qué parte es culpable de crímenes a la Humanidad: Milosevic o los citados mandamases? ¿O quizá ambas partes? Porque supongo que las acciones bélicas perpetradas por los aliados fueron tan criminales como las perpetradas por Milosevic. ¿O no? ¿Qué son las guerras actuales sino promociones canallescas para desarrollar la fabricación de armas y procurar el enriquecimiento de propietarios e intermediarios? Las cadenas de montaje armamentísticas no pueden detenerse, bajaría el dólar o la libra o el marco o el yen o el euro, bajaría la Bolsa y los inmensos beneficios de los amos del mundo se irían a hacer puñetas. ¿Qué son las guerras actuales sino el acoso canallesco e ilegal, con violación de todas las leyes internacionales, «para planear y ejecutar la destrucción de países necesitados, conseguir su empobrecimiento y, con ello, el control de su economía por parte de intereses extranjeros»? Esa es la tomadura de pelo. Que una parte quiera excusar su responsabilidad mientras pretende culpar a la otra como única responsable. Probablemente Milosevic sea criminal de guerra, pero que alguien me diga si no son también crímenes de guerra y violaciones de leyes internacionales las acciones bélicas llevadas a cabo por la OTAN para “la agresión militar y la muerte de cientos de civiles inocentes”. Podrán hacer lo que quieran, pero no acepto que jueguen con mi inteligencia, podrán distorsionar, aniquilar y enriquecerse, pero no acepto que me consideren un monigote al que se engatusa con el sonsonete de los derechos humanos (que ellos no respetan). No acepto la tomadura de pelo.
Segunda. Nuestra distinguida ministra Celia Villalobos, que cada vez que abre la boca hace subir el pan, ha soltado la parida de la descoordinación al mostrar los análisis que la llevaron a inmovilizar el aceite de orujo. ¿A quién pretende engañar con el follón que ha montado? Resulta que en la Unión Europea, donde como casi siempre confunden la velocidad con el tocino, acaban por confundir el orujo con el aceite de oliva y acabarán prohibiendo a España que la exporte (para que se beneficie Italia). Así que la tomadura de pelo es clamorosa: la señora Celia inmoviliza el aceite de orujo por ser portador de (alfa)benzopireno, un factor de riesgo cancerígeno importante, y no inmoviliza el tabaco, siendo así que un cigarrillo, uno, has leído bien, un solo cigarrillo contiene más benzopireno que cien, has leído bien, cien botellas de orujo. ¡Plaff! (He caído de espaldas). Y un filete de churrasco tiene más benzopireno que varias botellas de orujo, y el pollo a la brasa, y la carne a la brasa, y todo lo asado, en general, contiene más benzopireno que el orujo. ¿Por qué la señora Celia la ha tomado con este líquido alimento y no con los otros? ¿No será que la medida es más política que higiénica? Si es así, mi reverencia. Pero que vaya a tomarle el pelo a Perico el de los palotes.
Tercera. Australia se niega a ratificar el Protocolo de Kioto y la UE ‘teme’ que Japón siga su ejemplo. Sin embargo la UE no temió que el señor George (Bush) también se negara a ratificarlo. ¿Quién anda detrás de todo esto? ¿Quiénes son los que imponen sus intereses económicos y les importa un carajo la asfixia contaminada del Planeta? Mientras tanto, para disimular, exigen a los incautos ciudadanos que coloquen los envases de vidrio en contenedores apropiados, y que depositen por separado los residuos alimenticios y los cartones en las bolsas de basura, ese chocolate del loro de la contaminación. (Adivinanza: prueba a acertar dónde está la tomadura de pelo).
En fin. A las personas se les pone la comida, a los animales se les echa de comer: para que el personal no piense y se trague lo de la defensa de los derechos humanos, lo de la peligrosidad del aceite de orujo y lo de la contaminación, los mandamases le echan a toda pastilla ‘Grandes Hermanos’: banalidad, pedorreo, sexo y consumismo. Mierda.
REGALO ENVENENADO, DICEN
(8-7-2001)
JUAN GARODRI


Otra vez la misma canción. Acaba el curso escolar, y ya tenemos la canción prevacacional. Y es que no puede ser. En España no puede haber tantas vacaciones. Somos el País que más vacaciones escolares tiene de la Unión Europea (dicen). Así que abre uno los medios de comunicación escritos, y te encuentras con el sonsonete de siempre. De la misma manera que en diciembre te acogota la meliflua musiquilla de los villancicos, esa manifestación tediosa de la bondad, sonsonete definitivamente insoportable y turronero del cantiquillo navideño (originalísima melodía que desea paz digitalizada y felicidad tontorrona a todo quisque que adquiera seiscientos cincuenta gramos de jamón cocido y una botella de tinto medianamente aceptable), pues así también ahora.
Llega el final del mes de junio, como quien no quiere la cosa, y no falla: desde todas partes te embadurnan las meninges con lo de las vacaciones y lo del fracaso escolar, esa melodía quejicosa que pretende resaltar el mal funcionamiento del sistema educativo, por una parte, el rostro pétreo y granítico del profesorado que se hincha de días sin trabajar, por otra, y el gravísimo perjuicio que con ello se ocasiona al alumnado y a la sociedad en general, por último.
Aunque bien mirado, quizá tengan razón. No hay mayor inversión social (aunque no tanto inversión política, a lo que se ve) que la que se lleva a cabo en enseñanza y en educación. Porque se habla mucho de invertir en educación y se habla poco de invertir en enseñanza. Pienso que en el patente desequilibrio que existe en la aplicación de estos dos conceptos (educación versus enseñanza) se fundamenta la actual crisis de legitimación del sistema educativo. Y digo versus, porque parece que el personal se empeña en oponerlos. Como si se tratara de conceptos antagónicos o excluyentes, cuando no contrarios, como si la educación encontrase para su desarrollo un obstáculo poco menos que insalvable en la enseñanza, y la enseñanza no pudiera llevarse a cabo porque disminuye los ‘parámetros’ normales de la educación. El papanatismo experimentalista de la Logse, en algunos de sus aspectos, ha pretendido resaltar el papel de la educación en menoscabo de la enseñanza. Como si la disminución de saberes, o su reducción, promocionase el hecho educativo hasta el punto de confeccionar un itinerario personal que convirtiese al alumno en un ‘homo trimilenarius’ dotado de excelentes cualidades técnicas pero de nulas capacidades intelectuales.
Así que, bien mirado, quizá tengan razón quienes insisten en que el sistema concede demasiadas vacaciones escolares. Y es cierto. Se necesitan más días lectivos para que el alumnado aprenda, no solo para que se le eduque. Dice Rafael Puyol que se concede escaso protagonismo a los fines de la educación «tema que quizá ha quedado eclipsado ante la avalancha de debates sobre los medios, los diseños curriculares, los problemas de la financiación y ahora las nuevas tecnologías[...]». Repito: Más días lectivos para adquirir conocimientos (contenidos conceptuales, dicen los nuevos ricos didácticos), conocimientos nutrientes de esa riqueza cultural e intelectual que, a la larga, instale al estudiante en el ámbito de la libertad. El solo desarrollo de capacidades no convierte al ser humano en un ser libre, el desarrollo tiene que ir unido a la adquisición de saberes (conocimientos) que lo instalen en la propia decisión, conocimientos que le enseñen a diferenciar entre libertad personal y manipulación, a distinguir entre su opción personal y la opción que le coloque entre ceja y ceja, como quien no quiere la cosa, el manipulador de turno.
Pensé que la reclamación de menos vacaciones y de más días lectivos era para eso: más enseñanza y, tal vez, más educación. Sin embargo, me ha invadido el pasmo. Leo en Los Domingos de ABC lo siguiente: «Cada vacación escolar abre de par en par las puertas de una crisis. Primero fue la curiosa ‘Semana blanca’, que noquea a los padres trabajadores y premia a niños y docentes con cinco días in albis; luego cruzamos ‘puentes’ por donde veíamos desembocar el curso en estos casi tres meses de descanso estudiantil que pone patas arriba la escasa disciplina académica y la organización familiar. Al margen del conflicto entre padres, políticos y profesores, los tejedores de sueños infantiles miran con estupor lo que se le viene encima. Un regalo envenenado que nuestros escritores, y por mayoría absoluta, aprueban, en parte, abolir».
Así que el pasmo me invade. Por varias razones:
a) Se exige menos vacaciones, al parecer, no para desarrollar la enseñanza y la educación sino para que los hijos no permanezcan en sus domicilios ‘obstaculizando’ penosamente el trabajo de los padres;
b) Se pide opinión acerca de la bondad/maldad de las vacaciones a escritores de literatura infantil y juvenil: no se le pide, en cambio, a ningún profesor.... Ignominioso. Se prescinde de la opinión del profesorado, esa especie de ‘criada-para-todo’ didáctica (realmente son quienes conocen el asunto), con la misma despreocupación con que, ante un problema familiar, se prescinde de la opinión de la sirvienta;
c) Otros medios exponen el fracaso escolar como producto indirecto de las vacaciones, o como una enfermedad que la sociedad contagia, por una parte, y el profesorado, por otra. Puede que la sociedad influya en el fracaso escolar. Pero olvidan estos mesías del análisis psicopedagógico que la desilusión del profesorado y el desánimo en las aulas no está provocado por su ineficacia sino por las actitudes negativas de los propios alumnos, que no se dejan educar. «Ese es desgraciadamente el panorama que tenemos a mano», dice Valentí Puig, «consecuencia de la descomposición y el deterioro generado por reformas educativas y experimentos pedagógicos que se nutren fundamentalmente de la insensatez».
Ese es el regalo envenenado, y no otro.
DISPARATES
(17-6-2001)
JUAN GARODRI


He leído con no poco regocijo y algo de regodeo el reportaje y la muestra de ‘Gran antología del disparate 3’, del profesor Rodríguez Plasencia, que aparece en ‘Panorama’, Suplemento del Domingo (HOY, 10-6-01). Me he carcajeado, qué quieres que te diga, con alguna de las medallas que se exponen en la muestra. Ya somos muchos los que coincidimos en denunciar el fracaso del actual sistema educativo, y esta antología expone, con la fuerza esperpéntica del disparate, la dimensión mostrenca a la que ha llegado el sistema, incapaz de impulsar dignamente tanto la suficiencia cognoscitiva del alumnado como su competencia lingüística.
Así y todo, algunos disparates son realmente lúcidos, casi magníficos, dentro de la obstruida y torpona lucidez de la ignorancia. Por ejemplo: «El relieve de Europa es bastante deficitario en llanuras. Por eso las hortalizas no se ponen robustas». La falta casi total de coherencia semántica confiere al enunciado un patetismo surrealista que lo eleva probablemente al ámbito de lo artístico.
Los hay peores. ¿Qué es sino falta de coherencia semántica lo que abunda en las explicaciones técnicas de las muestras de arte posmodernas? Entras en una Sala de Exposiciones de cualquier Diputación Provincial o Ayuntamiento o Casa de la Cultura y te quedas turulato. En un lateral, una braga descolorida iluminada por tres focos; en otro, un busto de cartón con ojos demoníacos en lugar de pezones; enfrente, el mango astillado de una azada; alzas la vista y cuelga del techo la cuerda de una peonza, con su chapa y todo; en una peana, se magnifica un calcetín remendado; más allá, dos brochazos de un rojo pimentón embadurnan los restos de lo que fue un barril... Focos por todas partes, superdecoración y montaje. Desconcertado, te agarras a la guía explicativa. Papel carísimo, un tríptico del mejor papel. Y aparece entonces la incoherencia semántica del disparate. Se afirma, entre otras excelsitudes técnicas, que el artista ha llegado a profundizar en la contemplación de los objetos para obtener una formidable percepción del silencio, porque estos objetos son el silencio. No tienes más remedio que hacer una ligera reverencia ante aquellos desperdicios aturdidos de silencio, objetos abrumados por una indiscutible presencia dentro de un espacio referencialmente acústico, es decir, el ámbito de las sombras imposibles, el círculo misterioso de los sueños. Para carcajearse.
Por eso te digo que el disparate del alumno, arriba citado, es más lúcido que la gilipollez del tríptico. Y es que los alumnos son geniales en sus yerros. Veamos: «La banca es el mejor trabajo que se paga con tarjetas de crédito» y «El trigo es el factor físico de la agricultura». No me digas que Ramón Gómez de la Serna no se los hubiera apropiado para incluirlos en sus Greguerías.
Quien más quien menos ha recogido disparates en sus correcciones de exámenes.
Hace años, yo mismo soporté el parpadeo de la sorpresa cuando una alumna se arriesgó a colocar como máximo exponente de la narrativa romántica a Hugo Sánchez, en clara reverberación onomatopéyica con Victor Hugo. O aquel que, sudando tinta para digerir un latinajo de César, tradujo ‘e sinistro cornu inimici pila eiecebant’ con un «los enemigos se rompieron los cuernos contra la pila». Ahí queda eso. No lo felicité porque entonces estaba mal visto. Con el actual sistema evaluativo, sin embargo, hubiera tenido que calificarlo con suficiente o bien, al menos, teniendo en cuenta el esfuerzo mental del examinando que había llegado a traducir correctamente una sola palabra: ‘inimici’.
Evidentemente, los disparates en los exámenes obedecen en su mayor parte a la ausencia de valores, a la falta de respeto, a la apatía, a la indisciplina, según señala el profesor Rodríguez Plasencia. Estos defectos inducen al desinterés y a la falta de estudio, de trabajo y esfuerzo personal, lo que se traduce en una clamorosa carencia de conocimientos. De acuerdo. Pero no siempre. No siempre el alumnado de Primaria y Secundaria es responsable directo de sus deficiencias. O, al menos, de todas sus deficiencias. Un sistema que impone itinerarios educativos, basados en una docena de asignaturas por curso, contribuye a apelmazar la empanada mental en que suele convertirse el batiburrillo de conocimientos. Los alumnos (me refiero a los mejores alumnos, los que trabajan, que son pocos, de acuerdo, esos que cometen los disparates más lúcidos) tienen que saltar, literalmente, de una materia a otra, hasta cinco en la misma mañana, sin apenas tiempo para asimilar la explicación anterior. Suponiendo que las explicaciones sean adecuadas. Porque hay profesores que no se resignan a su condición de impartir clases en Primaria o en Secundaria. Y tienden a ‘subir’ los niveles como si los de Primaria fueran de Secundaria, los de Secundaria lo fueran de Bachillerato y los de Bachillerato lo fueran de Universidad. Y aunque los que estamos, o hemos estado, en el ajo, sabemos que la inmensa mayoría de los docentes son excelentes profesionales, con magnífica preparación científica y con meritoria entrega al trabajo de las aulas, siempre se escapa por ahí algún pedorro que revuelve con su inconsciencia, o con su apatía, el patio de la docencia, acostumbrado a la elementalidad de los libros de texto y a dar por el culo a la desfachatez agresiva de la adolescencia.
Así que los alumnos cometen disparates. Muchos. También hay libros de texto que los cometen. Y proponen como vulgarismo la palabra ‘almóndiga’, en oposición a ‘albóndiga’, ignorando tal vez que ambas acepciones están recogidas en el DRAE.
En fin, «Mahoma nació en la Meca desde su infancia», dijo otro.

jueves, 27 de agosto de 2009

CAERSE DEL NIDO
(10-6-2001)
JUAN GARODRI


Como un pardillo, así se siente uno a veces. Como un pardillo que se cae del nido. No tienes más que abrir la prensa diaria. La aglomeración de noticias sorprendentes es tan profusa que te acogota un humillante complejo de pardillo, ya digo, el gurriato recién caído del árbol que no sabe a dónde dirigir su débil vuelo. De manera que el personal piensa que los políticos van a salvar la patria, y luego ni la salvan ni nada. Uno, como un pardillo, se acerca a lo del voto para ver si ayuda a conseguir la salvación social. Se entiende que con mi voto, unido al voto de los demás electores, determinados políticos van a triunfar, van a resultar electos y, en consecuencia, van a poner en práctica las promesas electorales. Normalmente no lo hacen así. Razón: las grandes entidades (de lo que sea), esas que financian (des)interesadamente los gastos mastodónticos de las campañas, quieren cobrar en especie, así que los gobernantes no tienen más remedio que acomodar las leyes a los intereses de sus financiadores, acomodación a la que se llega después de interminables puestas en escena en las que el diálogo social, el consenso, los acuerdos marco, el debate político, el progreso y la democracia constituyen los ingredientes del pisto negociador. Y uno, como un pardillo, sin caer en la cuenta de la simulación y el regateo en que se convierte la canela en rama de las negociaciones, ese pago en especie del cinismo democrático. No tienes más que observar la cara de cemento de Bush, hundido hasta las cejas en la ‘retroacción’ para favorecer a quienes le plancharon los puños de la camisa (y se la regalaron) durante las elecciones USA. No tienes más que observar los tardíos arrepentimientos de Lionel Jospin para frotarse el pellejo político y limpiarlo de la mierda torturadora. No tienes más que observar la desfachatez de Carlos Menem detenido tras prestar declaración por contrabando de armas. ¿Cuántos pardillos los votaron? Se cayeron del árbol de las elecciones, en ellas habían puesto el nido de su ingenuidad, esperando quizá la solución de su desesperanza. No tienes más que observar la vergonzante ‘vía media’ de Tony Blair (aunque haya ganado las elecciones) «con un país en declive, con trenes que avergonzarían al Tercer Mundo, ganado ardiendo en miles de piras, y escuelas y hospitales viniéndose abajo: una nación al borde del colapso», lee uno por ahí. Así que los pardillos empiezan a dejar de ser pardillos, empiezan a no caerse del nido y «algunas encuestas prevén que cuatro de cada cinco jóvenes menores de 25 años no votarán» en el Reino Unido. No tienes más que observar el rostro enjuto de Josep Piqué, a quien un fiscal del Tribunal Supremo pide que declare como imputado en los líos de Ertoil y en la suspensión de pagos de Ercros...
La caída del nido no sólo se produce en el acaimanado terreno de la política. La gasolina y la televisión también reconducen sus espantos. Ahí tienes, sin ir más lejos, los doscientos millones del ala que le han cascado a Cepsa por imponer el precio fijo en las estaciones de servicio de su ámbito: y uno con el revoleteo ingenuo del pardillo que se cae del nido, pensando que el alto precio de los carburantes es debido a la voracidad antropofágica de los de la OPEP. Pues ¡y con la televisión! (La TV pública, naturalmente). Con la televisión la caída del nido es clamorosa. Uno siempre se ha preguntado cómo es posible que sobrevivan las televisiones privadas nutriéndose exclusivamente de una sola ubre: la de la publicidad. Y uno se lo preguntaba porque la televisión pública necesita la nutrición de dos ubérrimas ubres: la publicidad y la suculenta partida de los Presupuestos Generales del Estado. Y aún con esa nutrición la televisión pública arrastra un déficit de miles de millones. Y es más, aún se siente poco nutrida porque, según dicen, pretende aumentar el número de sus ubres nutricias rebajando sus tarifas de publicidad un 10 %, en franca y descarada y desleal competencia con las televisiones privadas. (Pregunta del pardillo que se cae del nido: ¿Cómo es posible que las televisiones privadas, con una sola ubre, emitan las mismas horas, ganen dinero y ‘echen’ programas parecidos a los de la pública que chupa de cuatro ubérrimas ubres y encima pierde dinero?).
Ahora, eso sí. La fulminante caída del nido y el apabullante complejo de pardillo le entra a uno después de leer el reportaje de Edith Oriol en EL SEMANAL (n1 710): «Escribir, opinar... tal vez forrarse». Uno creía en la pureza de la narrativa sin mezclarla con la basura editorial, uno había santificado el ingenio de los escritores influido, tal vez, por los manuales de literatura, uno había magnificado la genialidad creadora sin ensuciarla con los billetes de diez mil pesetas. Y va y resulta que los tipos/as que publican en las ‘grandes’ editoriales van que se cagan detrás de la pela. Premios amañados con dotaciones millonarias, bolos a veinte mil duritos, tertulias radiofónicas y televisivas, artículos a todo meter en revistas y periódicos, charlas y ‘mesas’ en Universidades de verano de doscientas mil al millón, promociones editoriales en ferias y rimbombancias... Así que es imposible que den abasto. Así que no tienen más remedio que utilizar al ‘negro’ para que les eche una mano, o las dos. Porque hay quien publica sin dar un palo al agua. Ahí está el caso de Lucía Etxebarría, ganadora del último premio Primavera de la editorial Espasa. Dice Edith Oriol: «Se ha comentado que un miembro del jurado dimitió al saber que la ganadora tenía que ser [la novela] De todo lo visible y lo invisible, de Lucía Etxebarría, de la que se presentaron apenas 30 folios». ¡Toma del frasco, Carrasco! ¿Quién coños ha escrito entonces la novela?
Y mientras tanto uno, como un pardillo que se cae del nido de la ingenuidad, pensando en enviar a concursos literarios las cuatro cosas que escribe. Pardillo.
QUE ALGUIEN ME DIGA
(3-6-2001)
JUAN GARODRI

Hay días en que uno se siente eufórico, esos días tontos en que te persigue un estado de ánimo propenso al optimismo, una armonía interior acompaña las cuerdas de la sensibilidad y tú eres una nota de la melodía perfecta del cosmos. Caminas a paso atlético, aprecias la escasa hermosura del entorno y te autoconsideras el rey del mambo, así que bendices bondadosamente los efluvios del horno en que se ha convertido tu coche cuando te metes en él a las tres de la tarde y el termómetro exterior marca los cincuenta grados, de manera que ni protestas ni nada (te sientes eufórico) mientras pones el aire acondicionado a toda pastilla, empiezas a circular y de paso alabas al destino porque coloca en tu trayecto las zanjas que los del gas natural han excavado en todas las poblaciones de España y, como te sientes eufórico, no te importa tener que desviarte de tu camino habitual y adentrarte por derroteros desconocidos, tampoco te importa verte obligado a ceder el paso a los viandantes o peatones que cruzan por el paso de cebra con toda la lentitud del mundo, esa lentitud inseparable que arrastran los ojos de los tristes, y les sonríes y todo, a pesar de que ellos te miran como si te pidiesen la vida, quizá ya han perdido la suya, pero les lanzas la sonrisa porque te sientes eufórico, y te adelantan los niñatos de los ciclomotores tirando al aire las pedorretas de sus tubos de escape, feliz juventud, despreocupada y fúlgida, santificada por el halo de santoral de sus coronillas hirsutas y amarillamente engominadas, no sabes de dónde ha salido la subespecie gnómica de que juventud y seriedad ni la mitad de la mitad, te parece injusto atribuir a la juventud la calificación de idiota y, sobre todo, la de endilgarle la atribución de gilipollez mental, atribución que le dedican los amargados ateniéndose a la menudencia de que a la juventud no le interesen los valores morales y se sienta atraída por el cebo del ocio, la complacencia del hedonismo, los discos compactos, las sudaderas de marca y las ruidosas motos de escasa cilindrada, así que piensas que todo está bien como está, el rey de Roma, eso te sientes, y al doblar la esquina, después del tercer semáforo, pasan ante tus ojos las carteleras de los cines y piensas que no, que no tienes razón cuando aseguras en la tertulia que ha dejado de gustarte el cine porque carece de técnica cinematográfica, y ves los ojos de los contertulios, entre sorprendidos e irónicos, no dan crédito a lo que oyen, el cine, las asombrosas películas que se proyectan en las salas, o las que puedes ver en televisión, canal plus, canal satélite, vía digital, etcétera, películas bien rellenas de efectos especiales montados en los laboratorios, los deslumbrantes protagonismos de detectives/as, abogados/as, fiscales/as y demás gente guapa (exclúyase a Colombo) que aparecen en esos desmadres hollywoodenses, bien rellenos de efectos especiales, repites, léase coches explosionados a las primeras de cambio, inmensas llamaradas donde se churruscan los malos, a veces también los buenos, cráneos abiertos como sandías con la sesera desparramada en el asfalto, heridas de repentinos chorros sangrientos, cuerpos agujereados al recibir dos o tres mil impactos, cuerpos adobados en atractivas salsas verdes y devorados por seres paranormales fascinantemente horripilantes, cuerpos que nadie sabe si son masculinos o femeninos, dotados de esa belleza hermafrodita que gotea esplendorosos efectos psicasténicos, esos desmadres peliculeros bien rellenos de efectos especiales, repites, y de putitas envalentonadamente folladoras y besuconas. Así que, como estás eufórico, piensas que no tienes razón, que esas películas son las que merece la pena ver, aunque el cine haya dejado de ser eso, cine, para venir a convertirse en un inconmensurable apartado de la informática.
Como te sientes eufórico, enciendes la radio y escuchas la voz apresurada de la locutora, esa voz producida por un aparato fonador obligado a emitirla a más de setenta y cinco revoluciones por minuto, la publicidad viene detrás, y los deportes, y hay que sacudirse de encima las noticias, a todo trapo, por más que el énfasis noticiero acumule velocidad a la elocución silábica y, como te sientes eufórico, prestas atención al buen hacer de la locutora (que pronuncia muy finamente una e después de cada ese final) y escuchas con alegría lo de el Derecho de Petición del ciudadano, recién aprobado por el Congreso de los Diputados aunque reconocido por la Constitución hace 23 años, pero nunca es tarde si la dicha es buena, así que podrás intervenir directa y activamente en la política nacional, y en la regional, se entiende, porque te ampara el Derecho de Petición, y vas y te lo crees porque te sientes eufórico.
A medida que avanzas, contemplas las fachadas de los grandes bancos, esa manifestación contemporánea de la suntuosidad y el poderío feudal del dinero. Aunque no. Gracias a los bancos se desarrolla el país, )qué sería de nosotros sin los bancos?. El coche, la casa, el portátil con DVD, el televisor con pantalla flateada (gran acierto léxico lo de sustituirla por plana)y, en fin, las vacaciones en Bali, no serían posible sin la ayuda inestimable y casi desinteresada de los bancos.
Y, como te sientes eufórico, no te crees que algunos de ellos hayan acumulado unas ganancias de más de 25.000 millones de pesetas sólo durante el primer trimestre de este año.
No sabes por qué, mientras te acercas a casa, recuerdas la sensación de cuadra, de corral, de suciedad, de caspa y pedorreo que te produce la contemplación de Gran Hermano. No sabes por qué recuerdas el llanto de Cañizares mezclado con el triunfo clamoroso del Real Madrid. Recuerdas la felicidad en los rostros pintarrajeados de esos miles y miles de aficionados que lloraban de emoción, acogotadas sus neuronas por un atiborramiento de adrenalina memorable. Quisieras ser como ellos, sentir como ellos, llorar como ellos, balbucear la infinita felicidad de campeooooneeees como ellos, bucear en un ambiente pedorro como los otros, en vez de sumergirte en el aroma epidémico de los libros. Tal vez lo hagas, ahora que te sientes eufórico. Aunque para ello necesites que alguien te diga donde se oculta el secreto de la vulgaridad.
DESAJUSTE
(27-5-2001)
JUAN GARODRI

Supongo que el personal tendrá opiniones diferentes sobre la conceptualización, y su correspondiente significado, del término ‘desajuste’. Para mí que desajuste es la falta de ajuste. Ya sé que parece una obviedad casi bobalicona, pero no lo parece tanto si se detiene uno a pensar en el significado de ‘ajuste’, sobre todo si se tiene en cuenta ese significado desde el punto de vista mecánico. Dice el diccionario: «Conjunto de operaciones de acabado en un proceso de fabricación, generalmente manuales, para conseguir que las diversas piezas, componentes de un bloque por montar, adquieran las características dimensionales que permiten su correcta ensambladura». Desajuste, por lo tanto, es el conjunto de operaciones por medio de las cuales uno se carga la correcta ensambladura de las piezas que hay que montar. Hay varias operaciones de desajuste que, a mi juicio, pueden incidir notablemente en el des(bar)ajuste de la sociedad extremeña. Voy a detenerme en una: operación desajuste TV regional.
Bueno, pues hace unos días recibo el programa del “debate sobre la televisión regional como motor de desarrollo”. Por cierto, que, abundando en lo del desajuste (de Correos), me llega el día 19, fecha en la que las jornadas de debate ya habían concluido. Da igual, como quiera que sea no hubiera asistido a estas jornadas organizadas por la Asociación Regional de Universidades Populares de Extremadura con el patrocinio de la Consejería de Cultura y que «pretenden ser un FORO, donde con una perspectiva profesional y empresarial se acometa el debate de las consecuencias económicas, culturales y sociales que acarrearía la puesta en marcha de una televisión regional y de la economía de escala, industrias culturales y audiovisuales que nacerían a su amparo». Horror, párrafos de esta catadura léxica y sintáctica (además de su deficiente puntuación) invitan a tomar las de Villadiego más que a la asistencia al acto. Y eso sin tener en cuenta las mayúsculas de FORO, unas mayúsculas casi obscenas, magnificadas, según parece, para resaltar que se trata de reuniones en las que se discuten asuntos de interés ante un auditorio autorizado para intervenir en la discusión. Juro ante el altar de Hércules que no me impulsa motivación política de ningún signo para escribir lo que escribo. Ya se han encargado de proporcionar colorido político a lo de la TV regional representantes cualificados del PP o de IU. Pero si se lee la información de Manuela Martín, “A toda prisa”, en el HOY (20-5-01), advierte uno que se le pone la mosca detrás de la oreja. De manera que el Gobierno extremeño ya ha llegado a un acuerdo con Canal Sur. No sé qué pueden pintar los contenidos de Canal Sur en el norte de la provincia de Cáceres, tan olvidada. Hay que tener en cuenta que “del Tajo para arriba” la provincia de Cáceres está más identificada con la cultura leonesa (León, Zamora, Salamanca, zona norte de Cáceres, no hay más que observar hasta dónde se extienden los límites fonéticos del leonés), de la misma forma que “del Guadiana para abajo” la provincia de Badajoz lo está con la cultura andaluza (y sus límites fonéticos). Con el riesgo que supone emitir juicios de anticipación, pienso que el hecho apresurado de imponer una TV extremeña señala un desajuste regional e intuyo que el respeto a la diversidad cultural, que conforma cada una de las regiones extremeñas, va a ser nulo. Por otro lado, advierto lo del desajuste en la financiación. Ahí puede gravitar el desajuste total dado el peso que supone la inversión económica y sus prioridades. Mientras existan deficiencias en estructuras viales (ay, esos cruces asesinos de Casar de Cáceres, de Garrovillas, de Coria, en la Nacional 630), mientras existan deficiencias en la sanidad o en la enseñanza, invertir millones en la implantación de una TV regional puede resultar más injusto que superfluo. Para qué quiere uno “más televisión”, dada la superoferta televisiva que existe en la actualidad. Los abonados a los canales de pago (muchos, muchísimos) no van a dejar de ver sus canales. Me resisto a pensar que Rodríguez Ibarra ponga en marcha una televisión propia con fines políticos. Así que la TV regional extremeña, si quiere atraer clientela y financiarse medianamente, tendrá que montar esos bodrios horrorosos que pueden contemplarse impunemente en otras televisiones regionales, bodrios en los que el pedorreo y la caspa se imponen sobre la cotidianidad. La impunidad con que las distintas cadenas emiten secuencias con homicidios, secuestros, actos de vandalismo, agresiones sexuales, golpes y otras formas de violencia, demuestra que el hecho transgresor va transformándose en un derecho acomodado en la permisividad. Y alguien habrá que, empecinado en su peculiar concepto de la progresía, alabe el uso de material específico en el que sobreabunden la cama y los culos al aire, como si la idea cultural del progreso estuviera irremisiblemente ligada a las pelambreras de las ingles y de los sobacos o a las dimensiones y hechuras de las diferencias heterosexuales o de las similitudes homoeróticas. Todo bien adobado con la idea de que la TV regional fomentará el desarrollo de los sectores profesionales y de las empresas e industrias que se constituyan a su alrededor.
En fin. Bajo la superficie pulidamente acristalada del progreso audiovisual, se esconde la idea del negocio, la de la publicidad y el consumismo, de consecuencias económicas, culturales y sociales tan diferentes entre el sur y el norte de la región. No podía ser de otra forma en este inicio rutilante del siglo XXI, asentado en la oculta y globalizada obscenidad del dinero. De ahí lo del desajuste por la dudosa ensambladura de las piezas que hay montar.

miércoles, 26 de agosto de 2009

LA RAYA EN EL AGUA
(20-5-2001)
JUAN GARODRI

Esa es la frontera que separa la vida de la muerte, una raya en el agua. Porque no hay mayor ilusión, incluso geográfica, que el establecimiento de una frontera. Los seres humanos se han empeñado constantemente en el hecho ilusorio de la delimitación. Y se obstinan en fijar la frontera entre la luz y la sombra, siendo así que resulta imposible concretar con precisión el límite de la luz, esa difusión de la claridad que acaba por incrustarse en el abrazo de la sombra y, por la misma razón cromática, igualmente imposible resulta precisar el límite de la sombra, ese momento en el que la oscuridad se disuelve para sobrevivir en el regazo de la luz. Otra obstinación consiste en establecer la frontera entre el bien y el mal. Desde la concepción aristotélica del bien como lo bello hasta la postura teleológica de Leibniz que considera el bien como lo mejor, el bien ha sido considerado, casi siempre en oposición al mal, como eudemonía, como contemplación de la verdad, como eros, como fin, como principio de la moralidad, como identificación con la naturaleza, como idéntico con el uno, como ley eterna, como ley natural, como logos, como justo medio (mesotes), como nobleza, como placer, como razón, como saber, como ser y como voluntad de Dios. Y, así mismo, el mal ha sido considerado como algo dominante en cada uno de los contrarios que se oponen a lo citado en la apresurada enumeración anterior. ¿Cuándo, al acercarse el momento de la penumbra, algo deja de ser luz para convertirse en sombra? Habría que situarse en un fantástico justo medio que mantuviese una imposible perpetuidad semi iluminada. ¿Cuándo, al aparecer el devenir moral (y me refiero con ello al ámbito de las conductas, no sólo a la conceptualización ética) algo deja de pertenecer a lo que se considera como 'el bien' para pasar a formar parte de lo considerado como 'el mal'? Habría que mantenerse en un inverosímil justo medio (el mesotes aristotélico) que revelase la noción de virtud de un modo originario. Pero para eso habría que saber determinar ese justo medio, y para saber determinar el medio habría que saber antes qué es la virtud (el bien) y qué el vicio (el mal).
Una raya en el agua. Eso es la frontera entre la luz y la sombra, entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Sobre todo entre la vida y la muerte. Siempre he recordado, no sé por qué, quizá una premonición, aquello del Kempis (ahora que andan traduciéndolo y editándolo) cuando advertía acerca de la presencia repentina de la muerte: «Y uno comiendo se quedó pasmado». Así que yo estaba rematando mi último poemario y me telefoneó Esther, Es el Día del Centro y se hace el homenaje a doña Flory, me dijo, estoy en el Colegio y vamos a tomar unas copas antes de comer, vente para acá. Y para allá me fui. En la planta baja del Colegio, las exposiciones mostraban el trabajo de los alumnos, paneles con dibujos, con recortes, con fotografías, exaltaban los sentimientos solidarios, la igualdad sexual, el deseo de paz universal, el entusiasmo regional, la alabanza local. En un aula, la Guardia civil había montado una excelente exposición del SEPRONA, acompañada de bebidas y aperitivos para invitar a los visitantes. Mi hermano, siempre magnificador de mis cualidades, me presentó al capitán como si yo fuera personaje importante, y tomamos unos vinos. Ya se sabe, en esas ocasiones de alterne social uno se desplaza de acá para allá, saludando a unos y a otros, tocando las teclas de todos los temas como si en los resortes de cada encendida conversación residieran las patentes de la calidad o la clave enigmática de los conocimientos. Y el personal opina y se empeña en mostrar la superficie cosmética de sus experiencias conceptuales, o sentimentales, y a ver qué hace uno, no hay más remedio que entrar al trapo de la contemporización. El comedor se encuentra situado en la primera planta, así que subimos a comer. Los entremeses, excelentes; el lomo, suave y húmedo; el queso, recio y sabroso; el salmón, exquisito y ávido. Hacía calor. De pronto, mi cabeza empieza a dar vueltas. No había bebido más allá de tres vasos de vino, pero advertía que me encontraba bajo los efectos de una descomunal borrachera. Me estoy mareando, dije a Esther. Me sacó afuera y nos metimos en un aula. Nada más sentarme, perdí el conocimiento. Cuando lo recobré, estaba soñando, sin duda: un coche de la guardia civil me transportaba a toda velocidad al hospital. Electrocardiograma, analítica, placas de tórax y abdomen. Todo perfecto. Una lipotimia. A las dos horas, me fui para casa. Mientras tanto, los comensales se quedaron de una pieza. Mientras que yo seguía vivo, ellos me pensaban muerto. Era la ignominia de la muerte. En un instante, uno deja de ser persona y se convierte en un saco de patatas de setenta y ocho kilos. Eso pesaban mis restos cuando me trasladaban escaleras abajo, los ojos vueltos, la boca espumosa, humillado por el abandono surrealista que se compadece en los cuerpos con la obscenidad de la muerte. Me cargué la función y reventé el homenaje a doña Flory. Todo el mundo había perdido el apetito porque la muerte planeaba cerca. La idea de la muerte, ruidosa y cercana, planeaba sobre las cabezas, atraía el temor de las miradas como lo atraían aquellas avionetas ruidosas de la Primera Guerra Mundial. Era la muerte. De manera que la muerte, esa abstracción que se piensa lejana, esa realidad que únicamente se considera adventicia cuando es cosa de los otros, la muerte andaba cerca, recorría la proximidad de las conjeturas, rondaba los linderos de cada uno con la insistencia de las abstracciones que se concretan. Finalmente, mi hermano José Luis volvió del hospital y dio al personal la buena nueva: todo había sido un susto. Tras celebrar la noticia con un nutrido aplauso (lo agradezco), cada cual se fue acomodando a las exigencias de su apetito hasta terminar la comida. La idea de la muerte se alejaba y se diluía tal como las figuras se diluyen en medio de la niebla.
Una raya en el agua. La inútil insistencia de mantener los límites es simultáneamente anulada por la superficie líquida. Esa es la frontera que separa la vida de la muerte, esa raya en el agua.
VIDAS DE SANTOS
(13-5-2001)
JUAN GARODRI




Increíble pero cierto. He visto en un catálogo de difusión nacional la oferta de libros de vidas de santos. Cualquier catálogo muestra su fondo variado y ofrece la dimensión satinada de sus páginas con prendas de verano, tan próximo según el calendario y tan alejado según la meteorología. Camisetas, bañadores y prendas íntimas, ese sueño de la lencería fina exquisitamente fotografiada en el cuerpo adolescente de las modelos. Los catálogos son la máxima expresión de las artes gráficas, una maravilla de la fotografía y del diseño. Porque cae dentro del campo de la imaginación estética la fotografía redimensionada de una puesta de sol en los Canchos de Ramiro o en las hondonadas que rodean Trevejo. Pero no me digas que no se necesita imaginación estética para reproducir, con la fidelidad visual de la realidad, un jamón o unas braguitas. Impresiona contemplar la fotografía de un jamón, su recuadrito lateral indicando el precio en pesetas y en euros, su aspecto reluciente y pulido, su añoranza de la encina y de la bellota, que parece que está uno contemplando el ir y venir del cerdo en la dehesa.
El catálogo magnifica el ocio y la tumbona, no hay más que ver esas mesas de plástico, («conjunto mueble resina, blanco o verde, 4 monobloc más mesa más 4 cojines rayas»), con sus cuatro sillas, tan apropiadas para despachar el gazpacho y el pisto de tomate. Zapatos nuevos cada día con autoaplicador líquido, con betún crema tubo o con esponja express. Compra a papá su colonia durante estos días y podrás participar en el sorteo de 1.464 patinetes. Pruebe el mousse de pato, sabor suave, ideal para aperitivos o como primer plato, con un abrefácil de regalo.
Así que no hay cosa más alentadora que el catálogo, esas páginas que te invitan a disfrutar de la naturaleza, con sus tiendas de campaña y sus camping gas, te incita a gozar del sol y a tomarlo en dosis incontables, sin miedo a las quemaduras gracias a las cremas bronceadoras de alta protección, bueno, es que el sol es lo de menos, lo importante es la crema que nutre y tonifica la piel, esa piel esplendorosa de la modelo de la fotografía que nadie sabe de dónde habrá salido con ese cuerpo de sílfide, porque luego en la piscina lo único que uno ve son pieles sebosas que recubren las adiposidades. El catálogo magnifica la calidad de vida y hace creer a quien utiliza el perfume de marca que poseerá el mismo señuelo sexual que el de la jovencita del anuncio.
Pues bien, parece increíble pero, ya digo, en un catálogo de difusión nacional se ofertan vidas de santos, «sencillas, breves y amenas biografías de hombres, grandes amigos de Dios, cuyas vidas ejemplares están llenas de mensajes de amor y grandes obras que, redactadas en estos libros con cariño, respeto y exactitud histórica, dejarán una huella de bondad y un emocionado recuerdo en los lectores de hoy». (Vidas de santos, de santas no aparecen). Ahí es nada, la santidad, ese concepto, entre ascético y místico, de la relación heroica de la persona con la divinidad.
Aparece reflejado en las portadas de las vidas de san Juan Bosco, san Isidro Labrador, san Agustín, san Francisco de Asís, san Pablo, san Ignacio de Loyola, san Benito, santo Domingo, san Juan Bautista de Lasalle, san José de Calasanz... Así que parece increíble merodear entre libros de vidas de santos, más que nada porque hay quien se empeña en desmitificar el hecho religioso considerando una turbulencia antiprogresista la entrega de la individualidad a una voluntad divina, considerada como divina.
Recuerda uno los rezos y otras emociones infantiles, aquel catálogo de la espiritualidad que te colocaban en la subconsciencia, que despertaba en ti el deseo incontrolado de imitar el modelo de santidad propuesto tal como el gentío de ahora pretende imitar el talento de Eric Clapton (Believe in life), el estilo de Gary Moore (Back to the blues), la vibración carnal de Paulina Rubio (Amor de mujer), la «normalidad» de Destiny’s Child (Survivor), o la inkonfundible suziedad de Manolo Kabezabolo (Tengo una muñeka vestida de punk, con sus kadenitas y su cresta punk), así que hay que imitar, el caso está en la imitación porque el ser humano, desde siempre, tiende a la veneración de los modelos dada su absoluta carencia esencial de propiedades. Así que uno tendía a la imitación de los modelos de santidad propuestos, con más pasividad que eficiencia, porque acababan aburriéndote aquellos genios de la piedad que, ya desde pequeñitos, se consagraban a Dios como niños prodigio de la devoción mariana y del comportamiento angelical. Resultaba increíble (y caguetosamente enfermizo) que san Luis Gonzaga, por ejemplo, no mirase a su madre porque jamás miraba a ninguna mujer. A mí me resultaba más diabólico que angélico, y hasta la azucena de la estampa me parecía el símbolo de algo oscuramente turbio, porque si yo no hubiera mirado la cariñosa hermosura del rostro de mi madre creo que me hubiera muerto. Había otros santos, sin embargo, que encendían la imaginación de la aventura y el riesgo, la acción y los viajes, san Francisco Javier, aquel aventurero que llegó hasta el Japón tal como hoy llegan a las lejanas galaxias los héroes de los cómics, Power rescate y cosas así.
En fin. Vidas de santos. No todo va a ser fútbol, internet y la pedorrea de Gran Hermano.

lunes, 24 de agosto de 2009

LAS CAMPANAS
(6-5-2001)
JUAN GARODRI


Hace pocos días estuve en una Romería, ya se sabe, fiestas que te trasladan a la infancia a través de un túnel abierto en el reguero de la evocación, túnel excavado en el recuerdo, ese terreno resbaladizo entre la evocación y la pesadumbre. Las romerías siguen conservando la esencia entrañable de los pueblos. Gracias a las romerías los pueblos siguen siendo pueblos, siguen manteniendo la vitalidad antigua de la convivencia y de la relación personal. Las romerías mantienen el fervor de la primavera que empieza a asentarse en los primeros brazos desnudos, en los primeros torsos morenos y en los primeros fulgores de la piel de las muchachas. La romería es el lindero de la piel que emerge desde la blancura del invierno para ir a posarse en la luz morena de las ermitas. No hay pueblo sin romería. A pesar de la tómbola y de las muñecas chochonas, a pesar de las casetas de tiro y de los chiringuitos de churros, a pesar de los doscientos mil decibelios de los altavoces de las atracciones de feria, a pesar de las cantinas de cervezas y pinchos, a pesar del batiburrillo (des)aparcado de los coches, las romerías siguen congregando la aspiración íntima del encuentro entre la persona y la naturaleza, entre el pensamiento y el temperamento, entre la vida y el origen, el encuentro entre dos amantes que coinciden en el abrazo después de estar separados por la desavenencia.
Sin embargo, el ramalazo evocativo me lo produjeron las campanas. Y me fastidió tener que doblegarme a la evocación. Porque uno se hace el duro, qué dices, a la mierda la nostalgia, un blandengue, eso eres conmoviéndote ante las lágrimas del gentío que grita vivas al santo patrono. Y envolviéndolo todo, el sonido de las campanas como una trampa sonora y rotunda, una malla resonante que se extendía entre las encinas y ascendía hasta alcanzar la costura de las nubes. Las campanas acercan la infancia perdida y percuten en la intimidad con insistencia virginal. Exploran los recovecos de la sensibilidad y abrazan el espacio hasta colmar la insistente relación entre libertad y cautiverio que desprenden los desasosiegos. Como las campanas, querías ascender la espiral de la libertad, ser libre como ellas para gozar del viento, poblarlo y revivirlo hasta dejar de ser lo que eres, poseerlo hasta alcanzar el eco de las propias lejanías. El bronce de las campanas fecunda la comunicación entre el cielo y la tierra y define la eficacia de su llamada, esa acepción material de la llamada que convoca y libera.
Presentía que estaba cayendo en la trampa de la evocación, así que a la mierda la nostalgia, ya digo, y a materializar la debilidad de los recuerdos en la caña de cerveza. Me dirigí, como todos, al tenderete de las bebidas. El ruido de las conversaciones aumentaba a medida que el vino, la cerveza y los entremeses de tortilla, chorizo curtido, lomo cular, queso curado y jamón de pata negra (con sus lonchas relucientes y húmedas) iban siendo devorados sin compasión ni reverencia. Todo el mundo es consciente de que, en tales circunstancias, el papeo consti­tuye un señuelo característico y tipificado para aceptar la invitación y, en consecuencia, el personal lleva (enmascarado, eso sí) el firme propósito de aplicar al refrigerio, sin demasiadas deferencias, aquello de que quien da primero da dos veces. De manera que cuando terminó la procesión y el mayordomo dio la señal de ataque, sin preocuparse nadie ya de manifestar remilgos blandengues ni ademanes educados (usted primero, no faltaba más, o sea), unos y otros nos lanzamos con atropello sobre los platos cuyos sabrosos contenidos iban desapare­ciendo irrespetuosa y velozmente en orden inverso al antes enumerado, es decir, jamón, queso, lomo, chorizo y tortilla. Saciados los impulsos iniciales y atemperados los acuciantes razona­mientos de los jugos gástricos, cada cual fue acomodándose a la llamada de las simpatías y los afectos y, con inexorables movimientos de pleamar asociativa y gregaria, fuimos desgajándonos de unos y arrimándonos a otros, hasta formar corrillos segregados y estancos, curiosamente, de hombres con hombres y de mujeres con mujeres, dando de lado, ostensiblemente, a prejuicios de tipo machista o feminista. No sé de qué hablarían las mujeres. Pero a mí se me ocurrió sacar a colación el tema de las campanas, la esplendorosa belleza de su sonido y cosas así. Me miraron como al que acaba de pronunciar la memez del siglo (XXI). Y mi colega de sufrimientos, ese con el que llevo tantos años remando en la misma galera, especialista en temas de educación por más señas (días antes me había comentado el artículo de Fernando Savater sobre “educar o domesticar”), me dijo que me dejara de cuentos y que, para belleza esplendorosa, me fijara en la cintura licuescente de las muchachas. Hacía rato que las campanas habían dejado de tocar.
EL CANON DE LA CORRECCIÓN
(22-4-2001)
JUAN GARODRI


Me gustaría saber de dónde procede el canon de la corrección, quién lo ha lanzado a la calle para que ruede sin descanso como si fuese la moneda de oro que a todos gusta. De pronto, bueno, de pronto no, poco a poco, así es como aparece, poco a poco, paso a paso, despacio aparece y cuando te das cuenta ya ha adquirido entidad. Y sin saber bien cómo ni por qué todo el mundo lo acepta. El canon de la corrección. Si canon quiere decir regla, según los etimologistas, el canon de la corrección viene a ser algo así como la regla a la que todo quisque tiene que atenerse si quiere que su actitud sea considerada correcta. Lo perverso de esta imposición canónica reside en que se tiene por correcto (y por bueno y excelente) lo que se adapta a tal norma de corrección sin considerar si, en muchas ocasiones, lo correcto es aceptable, aunque sea aceptado.
En este sentido se habla de lo políticamente correcto, y ya se sabe que hay que tragar lo políticamente correcto aunque el desquiciamiento de la realidad llegue al extremo de aceptar lo inaceptable.
Qué decir de lo socialmente correcto: aquí se discurre por sendas inverosímilmente transitables hasta el punto de colocar el canon de la corrección en la salida del armario. Vaya por delante que uno no está en contra de la salida, ni de la emergencia, ni de la escapada, ni de la evasión del armario. En este sentido de la flexibilidad admisible, vaya por delante que cada cual puede hacer de su capa un sayo, siempre que la capa sea suya, naturalmente. Pero lo que no puede ir tan por delante es el hecho de que haya que incluir exclusivamente en el canon de la corrección social a quien abre de par en par la puerta del armario, de tal manera que el personal tome todo el paño que desee para construirse su sayo. Tampoco puede ir muy por delante el hecho de que se excluya del canon de la corrección social a quien no quiera hacerse un sayo, bien porque no dispone de capa, bien porque el sayo no le atrae como prenda de vestir dada su natural inclinación a vestirse con calzas, bien porque el aire que emerge del armario desprende un afilado aroma de jazmín que lo induce al escalofrío y al estornudo.
Qué decir de lo escolarmente correcto. Todo el mundo está informado de las concentraciones y manifestaciones que han tenido lugar «contra la violencia en los centros y por el derecho a una educación digna». Todo el mundo está informado de los gravísimos sucesos de violencia escolar registrados en Ceuta y Cádiz. Agresiones a profesores por parte de alumnos, escupitajos, pedradas, pinchazos en las ruedas de sus coches, palizas, patadas en el estómago, amenazas con arma blanca o con armas de fuego. Que alguien me diga cómo pueden desarrollar, de manera medianamente digna, su labor esos profesores. Que alguien me diga cómo puede hacerse posible mantener un mínimo nivel formativo dentro de un aula en la que el profesor o profesora recibe el menosprecio generalizado de los alumnos/as, tanto hacia su persona como hacia los contenidos que transmite, que alguien me diga cómo puede trabajar una persona entre eructos provocadores, pedos insoportables, silbos humillantes, voces procaces, frases desconsideradas e hirientes. Y van y aparecen los expertos y especialistas de la cosa psicológica, pedagógica y sociológica (¿expertos en qué?) y establecen el canon de la corrección escolar. Lo escolarmente correcto, aseguran, es que los docentes reciban formación adecuada para atajar la violencia escolar. Qué risa. De verdad, es que me da la risa tonta. Bueno, es que me agarro con ambas manos los carrillos para recomponerme la cara, que se me parte de la risa. Que los docentes reciban formación adecuada, dicen. Y una mierda. Formación para atajar la violencia escolar, cursos, cursillos, memorias, proyectos, investigaciones en el aula, experimentaciones de campo. Pero de dónde se han caído los expertos. El problema no reside en que el profesorado reciba formación (el profesorado está hastiado de tanta ‘formación’) para atajar la violencia escolar, el problema reside en que el alumnado se ha instalado en la conflictividad y, afianzado en el convencimiento del aquí no pasa nada, manda al sistema escolar a tomar por culo. Y en éstas que va y te sale una psicóloga, catedrática y todo, y asegura «que los adolescentes disponen de muchas fuentes de información y han aprendido que el autoritarismo ya no funciona [... ] porque no ha sido sustituido por la autoridad democrática, sino por el laisserfaire (el dejar hacer)». Cuando la psicóloga se adentre en un aula repleta de adolescentes y le aticen con el borrador en la cara, entonces pensará que ponerle el cascabel al gato de la conflictividad escolar es algo más que establecer el canon de la corrección escolar: «la escuela debe servir para construir la personalidad de los ciudadanos».
¿Pues sabes qué te digo, amigo? Que leyendo los informes de expertos y especialistas (¿en qué?) me entra la malsana aspiración de desearles que alguna vez ellos, dejando de lado lo escolarmente correcto, se vean en la situación de tener que hablar sin que los escuchen. De intentar educar y obtener la insolencia por respuesta. De llevar a clase lo mejor de uno mismo para compartirlo y recibir a cambio la indiferencia y el hastío. Me gustaría que alguna vez tuvieran que ofertar el canon de la corrección y soportar, sin embargo, el escupitajo, el pedo, el eructo y la amenaza.
Aunque este deseo me instale en la incorrección canónica.