martes, 15 de septiembre de 2009

DAR CAÑA
(17-11-2002)
JUAN GARODRI


La gente me dice, pero qué es lo que escribes, siempre hablando de lo mismo, que si poca cultura, que si mierda de televisión, que si Sócrates y los filósofos, que si la literatura y los escritores, y alguna vez, para variar, que si la Logse y sus epígonos. Pero lo que es dar caña, tío, es que no das caña nunca. Y los que tenéis oportunidad de escribir en los periódicos deberíais dedicaros a eso, a dar caña inmisericorde a tanto hijo de puta como anda por ahí suelto.
Y yo me pregunto, sumido en la soledad de mis reflexiones, qué impulso incontrolable lanza al personal a elegir la caña para desahogar sus putrefacciones, para equilibrar sus desequilibrios, para afianzar sus inseguridades. En qué razonamiento se fundamenta el gentío para preferir la caña al diálogo, el palo a la bondad, la bronca a la concordia.
Qué clase de filosofía se tenga depende del hombre que es cada cual, ha dicho Fichte. En este sentido, Schopenhauer da caña constantemente a todo cuanto le rodea. Resentido quizá por el probable suicidio de su padre y por el egoísmo distante de su madre, se cisca en los filósofos que han conceptualizado el mundo como algo perfecto y ataca, sobre todo, a Hegel y a Leibniz, representantes de un optimismo que se le antoja absurdo (aunque la verdad es que Hegel le hizo morder el polvo en la universidad de Berlín: pagó cara su pretensión de superar la categoría docente de Hegel, de ahí su resentimiento y su sed de venganza contra todo lo que se moviera, preferiblemente hegeliano ). Afirma que este mundo «es un teatro del dolor de seres angustiados, que subsisten a condición de devorarse unos a otros. A este mundo se ha querido adaptar un sistema de optimismo y presentarlo como el mejor de los mundos posibles. El absurdo clama a gritos».
Es evidente el pesimismo de Schopenhauer en cualquiera de sus escritos, pero en esa condición recíprocamente devoradora de los seres humanos radica ese afán incombustible que todo quisque siente de dar caña, y manifiesta también que el egoísmo es el punto de arranque de toda lucha. Schopenhauer murió en 1860 pero parecen de ahora mismo muchas de sus resentidas afirmaciones en como voluntad y representación. Según él, cada uno de los diminutos individuos (yo, tú, él, cualquiera) perdidos en la inabarcable amplitud del mundo no son más que una gota perdida en el océano, dispuesto a hacerse el punto central del universo y a sacrificar para sí mismo todo lo demás. La no consecución de esta pretensión inalcanzable hace que el personal ande jodido más de la cuenta y, en consecuencia, intente fastidiar en lo posible al gilipollas que lo rodea, que son todos excepto él.
Así y todo, no me convence este afán depredador del individuo manifestado en una irritada y constante acometida para evitar así su propia destrucción, por muy de Schopenhauer que sea la idea. Porque puestos a darle leña al mono, constituye un problema decidir a quién va uno a dar caña. ¿A los políticos? Bastante reciben ya de uno y otro lado. Aznar le da caña a Zapatero y asegura que el encumbramiento del Secretario General del PSOE es la triste ascensión de un globo pinchado. Zapatero, a su vez, asegura que el país navega a la deriva, sin política económica seria y zarandeado por las tormentas internas de la sucesión presidencial. En el plano internacional, Bush es uno de los cañeros más representativos, tanto desde el punto de vista activo como pasivo. Activamente, Bush sueña con la caña tecnológica de los misiles y los supertecnificados aviones de combate. Si por él fuera, se cargaría a media humanidad porque así salvaría a la otra media. Más caña, imposible. Pasivamente, no hay personaje público que más caña reciba. Desde las caricaturas de los humoristas hasta las columnas descalificatorias de la prensa, no hay quien haya sido tildado de bobo, necio o memo con más asidua profusión. ¿Dar caña a la televisión? Es inútil, pienso. La televisión se ha convertido en uno de los más irritantes artilugios técnicos extendidos por bares y salones domésticos. La vulgaridad es de tal calibre que su propio peso ha hundido en el cieno de las profundidades infamantes las posibilidades culturales. Es más, casi siento vergüenza de utilizar términos que se refieren a la cultura, porque el personal se ríe y se guasea desconsideradamente de tales términos, como si la cultura fuese un enemigo común y decimonónico al que hubiera que abatir. Por más que se le dé caña, la televisión se ha vuelto insensible a las críticas y pretende convertir en ovejas pedorras a la mayoría de los televidentes, objeto de su codicia publicitaria, finalidad exclusiva de acumular rentabilidades cuantiosas aunque la burricia se extienda por doquier.
Todo el mundo piensa constantemente en dar caña, el conductor irritable, la sociedad convulsionada, la violencia diaria, los noticiarios televisivos con abundancia de noticias en las que predominan malos tratos, asesinatos, robos, estafas y agresiones. Mi tío Eufrasio le echa la culpa de la caña a la publicidad. El gentío anda cabreado, irritado, nervioso, intolerante, porque contempla a diario, tan al alcance de la mano, publicidad de coches tecnológicamente perfectos, brillantes de pintura metalizada, y tiene que contentarse con su medalla de hace cinco años, con bollos en los laterales y con fallos en el encendido. Y eso frustra un montón. El gentío anda cabreado porque ve a diario, tan al alcance de la mano, el turgente esplendor de las/los modelos que anuncian perfumes de sensualidad imprescindible, y tiene que contentarse con la compañía inaguantable del plasta de turno. Y eso frustra otro montón. El gentío anda cabreado porque le hacen tragar maravillosos viajes a Cancún, por cuatro perras ficticias, y tiene que contentarse, y aguantarse, con el curre diario en el andamio, en la oficina, en la clase o en la tienda. Y eso frustra muchos montones. Todo el mundo da caña para ventilar sus pudrideros. ¿Qué importancia tiene que yo no la dé, aunque la oculte?

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