martes, 8 de septiembre de 2009

EL ACORDEONISTA
(13-1-2002)
JUAN GARODRI

La calle peatonal de la ciudad está atestada de gente. Es el último día del año y la temperatura media ronda los cinco grados bajo cero. Todo el mundo se echa a la calle este último atardecer de diciembre en un intento ilusorio, me parece, de alargar la fecha del calendario, como si con ello se consiguiese la conquista de un decímetro más de perpetuidad, ese deseo supremo que nos retuerce el cuello, la perpetuidad, que nos define como humanos anclados en la ilusoria música del tiempo, un tiempo concebido tal vez con la pretensión de algo extenso o inacabable.
La calle peatonal parece un hormiguero. La gente va y viene, se saluda, se esquiva. Hay quien se detiene y forma corrillos de charla amistosa. Hay quien camina deprisa, acosado por la desconsoladora soledad de la multitud. Tiene que ser horrible caminar entre la gente y estar solo. Muchos portan bolsas con productos para la cena, bolsas con regalos, bolsas. A lo largo de la calle peatonal, cientos de bombillas incrustadas en arcos iluminan de forma exagerada y fastuosa. Las luces de los escaparates, sus adornos, oscilan y desean feliz salida y entrada de año. Las luces de los escaparates invitan a la adquisición de la felicidad. Cómo vas a salir del año pordioseando en tus propios bolsillos. Cómo vas a entrar en el nuevo año, 2002, encima capicúa, sin tirar al aire la cana de las últimas pesetas. Hay que gastar. El gasto disipa la convalecencia del estrés. El gasto es la persecución de la apariencia, de la belleza, del poder. Con el gasto se aparenta muchas veces lo que no se es. Hay que aparentar. Pero para gastar hay que tener dinero. Si no se tiene, se deja a deber. Ya se pagará. Adquiéralo ahora y pague dentro de seis meses, dicen las ofertas. Y si no se paga, que se jodan los comerciantes, que mucho ganan, y las empresas, y las telelíneas. El caso es gastar. La operación del gasto supone un desbordamiento psicológico que va emparejado con la máscara que cada cual se viste, en una especie de carnaval perpetuo e inacabable en el que se danza a diario, como signo indefinible de felicidad. El coche máscara es signo de poder. La ropa máscara es signo de situación social. La sexualidad máscara es signo omnipresente de poderío físico. Y la felicidad máscara es una raya en el agua, ya se sabe, algo que no puede jamás conseguirse: en el momento mismo de atraparla, ya se está deshaciendo entre los dedos.
Cuando entramos en la calle peatonal, una musiquilla se eleva por encima del vocerío, son las notas inconfundibles de un acordeón. Conforme avanzamos, el apiñamiento es de un aborregamiento colectivamente humano que apenas nos permite caminar. La multitud anda de acá para allá, se tropieza, se da codazos. La gente se agolpa ante los escaparates produciendo tapones que entorpecen el tránsito. Se agolpa sobre todo ante las puertas de los despachos de lotería y quinielas. Colas interminables se alargan a la espera de un posible maná millonario que proporcione la posesión de todos los bienes sin mezcla de mal alguno. A lo que parece, es increíble la fe ciega de la gente en la lotería, aquella antigua fe del carbonero que creía en todo sin tener conocimiento de nada, que admitía todo sin pararse a aplicar la crítica de la razón a nada.
La música del acordeón va sonando más cerca. A medida que nos aproximamos, el apiñamiento humano va diluyéndose, se esfuman los corrillos y vemos, por fin, al acordeonista, sentado en un taburete. Tiene los pies liados en un retal de manta, sin duda para resguardarlos del frío. Un gorro de lana le cubre la cabeza. Ante él, en el suelo, se abre la funda del acordeón, una súplica muda e inútil de petición de un donativo. Unas pocas monedas resaltan en el vacío rojo del interior de la funda. La gente da un pequeño rodeo y prefiere pasar de largo, esquivar aquella figura musical e indigente que se convierte de pronto en la conciencia acusadoramente colectiva del derroche. Quien más quien menos lleva puesta la máscara de la posesión, la máscara del poder, la máscara del aquí estoy yo que no soy menos que nadie, dentro de una persecución angustiada de la felicidad. Los acordes suaves del acordeón constituyen un obstáculo imprevisto y desagradable de la felicidad que se persigue. Al esquivar al acordeonista, cada uno esquiva la propia mezquindad, cada uno huye de su propio egoísmo. Las notas del acordeón son dedos que acusan directamente al centro de la indiferencia. Ese es nuestro signo. El signo que nos distingue como humanos, esa perversa contraposición entre autenticidad personal y fingimiento social. Lo cual constituye, ni más ni menos, el fracaso del individuo como signo de su peculiaridad social. La máscara y el signo.
Mientras, el acordeonista sigue envuelto en su bufanda y sus dedos ateridos interpretan un fragmento de la Oda a la Alegría: «Escucha, hermano, la canción de la alegría, todos los hombres se hacen hermanos allí donde tus suaves alas se ciernen».
Las notas sonaban con toda la tristeza del mundo.

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