viernes, 24 de julio de 2009

LA EDUCACIÓN, ESA COSA
(9-5-1999)
JUAN GARODRI


Allá cada uno con las manías y sus obsesiones, esos gusanos gélidamente pertinaces que roen las entretelas del subconsciente como si fuesen hojas de morera. Al respective, que se dice, yo me mantengo en la cuerda floja, más o menos equilibrado con dos manías aparentemente contradictorias: los libros y el fútbol. Y así como no hay día en que no consuma mi buena ración de páginas, recorrido por los límites de una ingestión libresca y reflexiva, no hay atardecer de fin de semana en que no haga lo posible por enterarme de los resultados de los partidos de fútbol (más que nada para ver cómo el Atlético se sacude de encima la tiña de la promoción y cómo el Numancia degusta el sueño del ascenso).
Sin moverte de casa, puedes enterarte de todos los resultados futbolísticos y deportivamente patrioteros por los que uno suspira. Pero sin moverte de casa no puedes conseguir el libro que necesitas, porque el sueldo no da para adquirir tantos como uno quisiera. Así que el lunes, “de buena mañana” (ya hay culimajo que lo suelta en las pantallas televisivas), así que el lunes, te decía, a primera hora, me dirigí a la Casa de Cultura para la investigación y todo eso de unos datos en la biblioteca pública.
Los jóvenes de la tercera edad ya andaban agrupados a la sombra de los soportales y entraban y salían del edificio atraídos por la blancura aséptica de los váteres y acuciados por la próstata y otras necesidades.
Subí a la primera planta y, en el vestíbulo, me sobresaltó un desorden verbenero y suburbano, como si una piara de cerdos esquizofrénicos hubiera irrumpido inadecuadamente en lugar tan aseado y culto. Todo se mostraba desordenado y sucio: mesas volcadas, sillas patas arriba, restos de pipas, triskis, cooquis y demás productos colesterógenamente consumistas se esparcían por el suelo y los rincones con la apariencia de la desolación y la tristeza.
—¿Y esto? —pregunté.
—No, nada —respondieron—, como el sábado fue el Día del Trabajo las señoras de la limpieza no vinieron a recoger, por eso está así.
—¿Por qué está así? —insistí—.
—No, nada —respondieron—, el viernes que tuvo lugar el Campeonato Zonal de los Judex y se realizaron aquí las partidas de ajedrez.
Ni a soñar se hubiera puesto la hispánica sabiduría de Alfonso X si hubiera sospechado que, con el correr de bastantes siglos, las reglas y variantes de su Tratado del ajedrez habrían de ser motivo de irreflexión, de incultura y de falta de educación.
No quiero imitar la jactancia lingüística de J. A. Jáuregui que siempre introducía en sus artículos peritas en dulce etimológicas. Pero qué quieres que te diga, amigo, no hay más remedio que echar mano del Corominas o del María Moliner y comprobar que «educar» desciende del étimo latino «educare», emparentado con «dúcere», dirigir, encaminar. En resumidas cuentas, que educar (dentro de las abundantes variables significativas del término) es algo así como preparar la inteligencia y el carácter de los niños para que vivan en sociedad. Más: ejercitar los sentidos, la sensibilidad o el gusto para que aprendan a distinguir lo bueno o que tiene valor de lo malo o que no lo tiene.
¡Ostras, Pedrín!, ¿todo eso es educar? Todo eso y mucho más, amigo. Lo malo del asunto es que los educadores están desesperados porque los educandos no se dejan educar. ¿Causas? Ya quisiera yo saberlas. Lo cierto es que muchos chavales están más acostumbrados a la sal gorda que a la argumentación reflexiva.
Soy consciente de que piso un terreno resbaladizo, amigo, pero si uno de los signos del progreso consiste en la educación cívica dime cómo y en qué se educa hoy. La palabra educación aletea sobre las cabezas con ese estado de levitación permanente que sólo poseen las abstracciones inútiles. Libros, revistas, boletines, folletos informativos y currículos constituyen campo propicio para su siembra y expansión. Ambiciosa e inmisericorde la palabra educación y su vanidosa e insaciable familia léxica nos ahoga como esa serpiente vengadora que estrangula el retorcido cuerpo de Laocoonte. Quizá también nosotros hayamos profanado las palabras. Instituto de Educación, Educación Secundaria, sistemas Educativos, itinerarios Educacionales, Educación para la salud, psicología Educativa, Educación para la paz, sectores Educativos, Educación sexual, sociología Educativa, marco Educacional, Educación vial, patrimonio Educativo, Educación para la vida adulta, sensibilización e implicación Educativa... Palabras y palabras y palabras. Las frases quedan reducidas a la ceniza de las grandes palabras, a una utopía que no tendría por qué serlo si la constante agresión a las paredes, al mobiliario, a las personas, a la cultura y a las ideas pudiera erradicarse. Pero la agresión no se erradica. Por el contrario, permanece viva, se desarrolla e intensifica con esa presencia constante con que los gusanos germinan dentro de un cadáver...
En fin, amigo, esta especie de mala leche expositiva proviene del desbarajuste que observé en el vestíbulo de la biblioteca pública de Coria, desbarajuste ocasionado por alguno de los participantes en un campeonato de ajedrez.
¿De quién es el problema? Es la pregunta del millón (de euros), suele decirse. Si lo supiéramos, probablemente se solucionaría. Pero el hecho está ahí. El vestíbulo de la biblioteca de la Casa de Cultura es un sitio público que tú le das, que tú le prestas a los organizadores y, en lugar de devolverlo como lo recibieron, lo devuelven hecho una mierda.
(Tal vez sea que a alguien le interesa que prevalezca la estética de lo sucio. Puede ser).
LA MUJER DEL CARRITO
(2-5-1999)
JUAN GARODRI

No es el comienzo de un cuento, pero podría quedar así.
La tarde era aún brillante porque la luz resplandecía por encima de los tejados. Los últimos rayos del sol refulgían contra el cristal del limpiaparabrisas como mariposas inconstantes. La tranquilidad que inundaba la avenida, mientras el coche avanzaba despacio frente al colegio Virgen de Argeme, era abrumadora y extraña. Bajé las ventanillas para sentir la brisa caliente y admirar, al mismo tiempo, la extrañeza del mundo y del entorno.
Mientras escuchaba el sonsonete publici­tariamente bobo de la radio, todo el orbe me aplastaba contra el asfalto regado no hacía mucho. Mi pensamiento, como tantas veces, navega­ba hacia la fantasía. En esos momentos, pensaba que las leyes implacables que rigen los destinos de todos perfeccionan el mundo y, a su vez, deterioran el anhelo inmortal que confunde a los hombres.
En la plaza de la Casa de Cultura, ahora llamada (en un afán sin duda meritorio de progresía y otras modernidades) "Plaza de la Solidaridad", los insectos, felices, revivían los arbustos que exhalaban sus aromas bajo el cielo de abril. El sol había calentado los pétalos de las rosas abiertas como vientres dispuestos a la fecundidad. Las hojas de los árbo­les, que crecen libremente, desarrollaban su ciclo de suprema armonía.
Pensaba en el hecho de que cada instante que pasa es como una irradiación del perfecto suspiro que hace latir el cosmos. Preguntaba al pensamiento: ¿adónde voy ahora que soy extraño al todo que el universo puebla, perdido en los laberintos del sueño humano que desciende hasta el dolor frustrado de las propias palabras?
En este instante, absorto en mis pensamientos, decidí des­viarme por el carril de la derecha, justo a la altura del Burbu­jas. Los coches, aparcados en batería a ambos lados de la calza­da, dificultaban la circulación. Por si fuera poco, una mujer joven caminaba delante de mí por el centro de la calle con esa apariencia despectiva del poseedor de todos los derechos, tranqui­lamente caminaba, ya digo, mientras empujaba un cochecito y, al parecer, comía pipas, según pude deducir al mirar sus gestos que, una y otra vez, dirigían la mano hacia la boca y la retiraban seguidamente. De vez en cuando, giraba la cabeza hacia la derecha, supongo que para escupir. Su pelo era largo y rizado, con gomina, y su trase­ro oscilaba atractivamente al impulso de los glúteos.
(Seguro que se aparta, el ruido del motor la avisa, seguro, tendré que fre­nar, no creo que esté sorda, ¿será posible?, tocaré el claxon).
A juzgar por el respingo, el susto que recibió tuvo que ser consi­derablemente adrenalínico. Yo no llegué a tocarla; así y todo, cayó de rodi­llas, con el cochecito volcado sobre el regazo y las manos suje­tando a la criatura. Jamás olvidaré aquellos ojos asustados en los que brillaba la sorpresa, el miedo, el ridículo, el odio tal vez. Más duras que los ojos fueron sus palabras:
—¡El tío asqueroso! ¡Vamos, hombre! ¿Es que no sabe por dónde va?
Su tono era el del propietario absoluto a quien un intruso ha despo­jado injustamente de su propiedad.
—Disculpe si es que la he asustado —y le sonreí con la boca cerrada.
—¡Pues lo que nos faltaba, que ya ni de paseo pueda salir una!
—Oiga —sugerí tímidamente—, ¿para qué quiere la acera? Por ella es por donde tienen que caminar los peatones.
—¡Y una mierda! ¡Yo puedo ir por donde me dé la gana, so cegañuto!
La voz era histérica y chillona, probablemente aumentada por el extraño calificativo peatonil cuyo sema debía de resultarle malsonante o incluso insultante.
—¡Pues estaría bueno que vengan a decirme a mí lo que yo tengo que hacer! ¡Y, encima, me llama peatona! —añadió—.
En un momento, yo había pasado de una situación irreal (el transcurso de mis propios pensamien­tos) a la concreta vulgaridad de lo cotidiano. Parece evidente el susto en el que se precipitó la mujer, pero no fue menor el choque que recibió mi ensueño de perfección cósmica ante una realidad marcada, en aquel momento, por la frontera entre la verosimilitud y lo irreal.
Evocando la lectura de El profesor y la sirena, de Lampe­du­sa, y el extraño amor entre el sabio y la sirena, irreal según la lógica artística del relato, me pregunté: ¿En qué momento se produce el paso de lo real a lo irreal, de lo cotidiano a lo inverosímil, superando la propia contradicción? El bien y el mal, lo pequeño y lo grande, lo serio y lo ridículo, lo verosímil y lo irreal, se adhieren a la hipótesis implícita, pero precisa, de la existencia de un 'cierto momento' en el que se produce la separa­ción entre ambos términos.
Esta transición brusca no puede darse entre lo inverosímil y lo cotidiano. Tiene que haber, necesariamente, la existencia de un determinado momento en el que ese paso se produce, tiene que haber una lógica según la cual el paso de una situación a su negación no se efectúe bruscamente sino de forma gradual. A no ser que admitamos la incongruencia o inutilidad de la ley, como parece ser el caso de los peatones de Coria que, como en la anécdota de "la mujer del carrito", piensan que las leyes de circulación urbana, por ejemplo, son producto de una fantasía gnómica, de obligado cumplimiento para los conductores, pero ficticias e irreales para los acereros.
Quizá ésta sea la causa verdadera de que los semáforos y los pasos de cebra, las aceras y la calzada, sean términos con­tradictorios en sí mismos y confusamente mezclados en la mente de los peatones (¡Con perdón!).
HORROR, LOS LIBROS
(27-4-1999)
JUAN GARODRI


Así que decidí a acercarme hasta una tienda de deportes, me compré una caña de pescar, adminículos incluidos, y me largué a la Sierra de Gata para que la diafanidad del aire, la tranquila transparencia de las aguas y la soledad de los espacios, pudieran desintoxicarme.
Porque lo mío es peor que eso de la droguetería callejera. Una adhesión que sobrepasa los afectos y empieza a adquirir la apariencia de adicción tal vez malsana o, por lo menos, dispendiosa, porque no hay semana en que los gastos bajen de las diez o doce mil pelas, entre unas cosas y otras. Si a esto se añade otro problema de no menor entidad como es el del espacio, es que ni te cuento. Porque ya no hay sitio donde colocarlos. Hasta en el taburete de la cocina y en el mueble de la entrada y en el borde de la bañera y en la repisa del perchero. Abandonados por los pasillos y rincones de la casa, olvidados en los muebles del salón, esparcidos por sillas y sillones, junto a la mesita del teléfono, encima de la teletontuna, en fin, por todas partes aparecen, bien afianzados en su silencio un poco altanero y despectivo, bien esperanzados en que alguna vez les llegue su turno, bien agazapados en su vigilante y pertinaz invitación a una lectura que casi nunca llega (salvo que los días tengan treinta y cuatro horas).
A ver. De lunes a viernes,
a) el fascículo de una Extremadura multicolor, regional y encuadernable,
b) el fascículo de la cocina de la abuela (no se sabe de quién) regeneradora de epigastrios, de epitelios, de alergias y de colesteroles,
c) el coleccionable para convertirte en el mejor navegante de las cibernéticas aguas de Internet,
d) la ficha con las superbiografías de los mejores vocingleros electrónicos,
e) la ficha ecológica para obtener la salvación de este viejo planeta y taponar de una puñetera vez el agujero de ozono,
f) el coleccionable sobre las mariposas,
g) el encuadernable sobre monedas grecorromanas y
h) los diarios correspondientes a fascículos, coleccionables, fichas y encuadernables...
Una tentadora oferta que, ya digo, de lunes a viernes me trae por la calle de la amargura y me convierte indefectiblemente en almacenador de papel cuché perfectamente convencido, eso sí, de que al anochecer me arrellanaré en mi sillón preferido para proceder al gratificante momento de la lectura.
Ocurre, sin embargo, un acontecimiento impensado hace solo unos años: el zapeo digital (relativo a los dedos, o sea). De manera que, acuciado por una ansiedad insólita, empiezo a mojar el pulgar en la lengua y a “zapear” por las hojas de diarios, coleccionables, revistas y fascículos, al modo apresurado como mi tío Eufrasio zapea en los multitantos canales de la teletontuna.
Los fines de semana, ni te cuento. Babelia, La Esfera de los libros, el Cultural de ABC, el cultural de La Razón, el Semanal, el Dominical, Blanco y Negro, cada uno con abrumadora oferta de cultura esparcida en páginas fin de semana sobre la salud, las flores, la ciencia, la decoración, las artes y el cuerpo humano; páginas fin de semana sobre cine, artistas, músicos, juventud, libros y filosofía; páginas fin de semana sobre itinerarios de ocio, motor y viajes, vinos con denominación de origen, horóscopos y pasatiempos; páginas fin de semana con entrevistas a personajes y personajillos realizadas con la sana intención, a lo que se ve, de salir del paso y rellenar con lo que sea las columnas encomendadas en la redacción. Páginas fin de semana en las que se ve el plumero de la oferta consumista porque en definitiva es de lo que se trata: de que el gentío compre y compre y de que el grupo editorial engorde y engorde.
En fin, amigo, ten compasión de mí, páginas de lunes a viernes, páginas fin de semana, ya te digo, páginas en toda la disparatada, esquizofrénica, sobreabundante y aterradora oferta que adquiero con tremendo sentimiento de culpa, esa debilidad enquistada en las neuronas lectoras que me llevan por el mismo camino o así que la heroína a sus víctimas.
Y ahora viene lo del Día del Libro. Horror. Es tan enternecedoramente inmenso el deseo de culturizar al personal, que Ayuntamientos e Instituciones públicas (sabedores de que disparan con pólvora ajena) tiran la casa por la ventana y ofertan indiscriminadamente lotes de libros, librejos y libruchos al gentío, que los curiosea y los desprecia. Las plazas se llenan de tenderetes y las librerías exponen sus existencias con el mismo impudor con que los pavos exponen sus colas.
Los grandes diarios nacionales se apresuran a aprovechar la fecha para lanzar ofertas increíbles y poner en las manos del atolondrado lector libros baratísimos, bien aderezados en chispeantes colecciones ensalzadas sin parar por los sonsonetes publicitarios. Si no me crees, ahí tienes los libros que ofrece ABC, por poner un ejemplo. O los "100 libros del Millenium" que lanza El Mundo, a bombo y platillo, para que el gentío se empape de narrativa, poesía, ensayo, historia, biografía, consulta, arte y aventura... (Mi tío Eufrasio dice que lo mucho cansa y lo poco agrada. También dice que la carencia es la madre del deseo, él sabrá por qué).
Lo curioso, amigo, es que el Día del Libro no se ha institucionalizado para vender libros, dicen, sino para conmemorar la efeméride recordadora de Shakespeare y Cervantes. Si levantaran la cabeza y vieran la que han armado, seguro que volverían a caer de espaldas, definitivamente muertos de risa.
Así que lo he decidido y voy a ver si soy capaz de cumplirlo: el Día del Libro me he propuesto llevar a cabo una personal huelga feroz y salvaje, aunque se me rompa en cien mil pedazos el alma tenazmente lectora. Huelga, ya te digo, de ojos caídos. Ni una página el Día del Libro.
(Lo malo es que me han invitado para que hable de Cervantes y de Shakespeare en un Colegio. Ese día precisamente, hay que joderse.)
LOS PSEUDONEOERUDITOS, TAL VEZ
(18-4-1999)
JUAN GARODRI


Siempre los ha habido, amigo, siempre los ha habido. Han aparecido poco a poco, con esa repentina obstinación de lo inesperado, como los hongos y las calabazas. Y debe de ser género abundante, con sorprendente y preocupante capacidad de reproducción, a pesar de la frecuencia con que, en otros tiempos, recibían los latigazos satíricos de quienes no aguantaban sus fatuidades y engreimientos. Siempre los ha habido, ya digo.
Veamos. Allá por el siglo II (ya ha llovido desde entonces), a Luciano de Samosata le dio por escribir una especie de Diálogos, algunos críticos, otros menipeos (no es una palabra fea: significa simplemente la mezcla de prosa y verso, al modo como lo hacía Menipo. De nada) que causaron sensación a juzgar por sus epígonos, porque después lo imitó todo quisque desde Rabelais hasta Voltaire, desde Cervantes hasta Quevedo, con la justa pretensión de exponer las más atrevidas burlas contra los sucedáneos de cultura y sus despreocupados representantes. Luciano, ya digo, sin pensar en la que iba a caerle encima, escribió un diálogo contra los culimajos de su época, algunos filósofos demasiado pagados de su aparente sabiduría y de su inaparente imbecilidad, y los vendió irrisoriamente como esclavos inútiles en La almoneda de los filósofos.
Como no se trata de hacer una historia de la sátira burlesca tipo «antiestupidez cultural», digamos que transcurre el tiempo, como es lo suyo, y llegamos al siglo XVIII. Ya se sabe que el siglo XVIII fue un siglo de mucho brillo y esplendor debido, sobre todo, a las Luces, la Ilustración y todo aquello. De manera que el personal competente se puso a iluminar la oscuridad del gentío, que debía de ser mucha, y a fustigar sin descanso a los que tenían alguna luz, pero desenfocada.
Aparece así Los eruditos a la violeta y don José Cadalso no se anda por las ramas y ataca a unos hombres ineptos que han pretendido introducirse en las letras para alucinar con su exterior de sabios a los ignorantes.
Y dónde dejamos a nuestro paisano Juan Pablo Forner y sus Exequias de la Lengua castellana. Forner tuvo que tragar en vida el marrón del vocerío y el descrédito por afirmar que Pablo Ignocausto, prototipo de la sandez erudita, exhibía un ambiguo título de conocimientos para pasar por sabio ante los idiotas. No le perdonó el culterío de la época que los comparase con ranas, algo más despejadas y sagaces si se quiere, pero ranas al fin, siempre raneando y parlando en una murria «ranalmente eterna, esos traductores de libritos franceses que han corrompido el habla de nuestra patria...».
Y dónde dejamos a don Leandro Fernández de Moratín, que se explaya neoclásicamente a gusto en La derrota de los pedantes. No debía de soportarlos, porque su ilustrado cabreo va dirigido contra unas cuantas «docenas de pedantones, copleros ridículos, literatos presumidos y críticos ignorantes que gozan de popularidad gracias al mal gusto del público».
Y llegamos al siglo XIX. Larra y sus artículos periodísticos. Hombre, tampoco es que vayamos a caer en ese espíritu de hipercrítica que lo impulsó a la desesperación y a los viajes, aunque no fuera más que para gastarse los 40.000 reales (que ya es dinero, para la época) que cobraba anualmente por sus colaboraciones en El Redactor General y en El Mundo. Y aunque sus artículos de crítica literaria sean, a veces, crueles en el hecho del latigazo, tampoco se queda manco cuando fustiga los entresijos de los comunicadores (que se dice ahora) cuando afirma que «cada cual entiende por público lo que interesa a su profesión», refiriéndose a la ignorancia del gentío así como a su veleidad.
Todo este rollo patatero viene a cuento, amigo mío, de que a mí también me gustaría criticar. Y así como desde Luciano de Samosata hasta Larra se criticaba a los escritores vacuos, a mí me gustaría criticar a los locutores y locutoras de radio. Y a los presentadores y presentadoras de televisión. ¿Por qué? Porque veo que no los critica nadie y, ya ves, me da por ahí.
Desde que el maestro Fernando Lázaro lanzó todas sus flechas, más o menos envenenadas, en El dardo en la palabra, no se ha movido un alma en defensa del idioma castellano, vapuleado sin piedad por todo aquél o aquélla que agarre un micrófono para llevarlo a la boca. Bueno, sí. Jaime Capmany escribía hace poco contra el personal microfónico por el uso inadecuado (e inculto) de algún adjetivo: «catástrofes humanitarias», o algo así, y llama “tontainas” a dicho personal.
Yo me refiero más bien a los rasgos prosódicos. Que se los están cargando, te lo digo yo. No tienes más que oír a la voz en off de “Corazón de invierno”, ese programa con olor a calisay para exaltación de culifinas y demás gente guapa, y es que se te parte el alma lingüística. La monotonía de la voz, amparada en la trastienda de la anonimia, coge carrerilla para-relatar-sin-pausas-los-(des)arraigos- sentimentales, y va y pega saltos indiscriminados por la pasarela de las sílabas, algo así como un grillo loco obligado a caminar sobre ascuas.
O contemplas el Telediario 2, y escuchas con espanto que los labios satisfechos de Alfredo Urdaci estrangulan sin piedad los grupos fónicos, como si el hecho de acentuar las sílabas átonas le produjera un extraño placer informador y progresista.
Y no digamos si se te ocurre encender la radio. Ahí ya acontece (y entontece) un desmadre prosódico y suprasegmental con resonancias estúpidamente anglófonas. Culimajos y culifinas recién incorporados a la locución, a lo que parece, pugnan por descoyuntar la natural cadencia de las frases en una carrera alucinada y galáctica de descomposición y desvaríos. (No tienes más que escuchar eso de Los 40 Principales o los enloquecidos aspavientos fónico-fonéticos de los periodistas deportivos).
Porque aquí ya no se trata del baile del grillo loco ni del placer informador de Urdaci, se trata de un aquelarre silábico en el que palabras esdrújulas se convierten en agudas, palabras bisílabas se truecan en tetrasílabas, palabras átonas se mudan en tónicas y, en fin, se escinde el grupo fónico en inconexas teselas de un horroroso puzzle devenido en pisto prosódico. Todo sacrificado, dicen, al tótem de la (pos)modernidad.
Pues qué bien. No me extraña, en estas circunstancias, que la pseudoneoerudición se cobije en una transitoria funda de seda, hecha de ampulosidad y crepúsculo.
ME IMPORTA UN CARAJO
(10-4-1999)
JUAN GARODRI


Disculpa, amigo, la brusquedad del título. Hubiera quedado más fino redactar algo así como ‘me importa una higa’ o, quizá para señalar la mínima importancia que se concede a un asunto, indicar que ‘me importa un comino’. Incluso connotar exageradamente que ‘me importa un pito’, y resaltar de este modo el hecho de un apesadumbrado cabreo sordo.
Sin embargo, no sabría decirte, amigo, si me embarga la pena, la aflicción, el horror o la furia. Tal vez sea la endeblez del ánimo, esa desazón que aguijonea las entretelas y las convierte en afligido depósito de debilidades, lo que me acosa estos días embadurnados de ambiente podridamente bélico.
Hojeas la prensa diaria, y las portadas de los periódicos, y sus páginas de Internacional elevan las entradas y entradillas a la categoría espectacular de los titulares en negrita para que el personal se entere y compruebe la eficiencia informativa de los corresponsales de guerra. Enciendes la tontuna de la pantalla televisiva, y la voz satisfecha de presentadores y presentadoras, perfectamente adobada con el ridículo guiso de una pretendida entonación anglosajona (acentuación tónica descoyuntada y fuera de lugar, o sea), te sermonea y te informa, como el que no quiere la cosa, de que la OTAN pasa a una nueva fase y ataca blancos móviles serbios, para que se entere Slobodan Milosevic y no eche en saco roto los severos avisos de los aliados. Y se llena la pantalla de espectaculares resplandores nocturnos provocados por la desolación y los incendios. Y resuena el aullido de las sirenas y arden los edificios y surcan la noche las estelas mortalmente luminosas de los Tomahawk y vuelan los bombarderos como bandadas de pájaros perversos y los niños y las mujeres y los ancianos corren desamparadamente a ocultarse en los refugios para evitar la destrucción y los misiles.
Pero no evitan el pánico, los ojos de los niños quizá no sobrevivan al pánico, los ojos de los niños han perdido la sonrisa y, quizá, han perdido definitivamente la ingenuidad y la inocencia, los ojos de los niños han perdido la infancia y se han llenado de ese miedo profundo a lo desconocido que, sin saber por qué, les ha sobrevenido con la indefinición de las desgracias y las desventuras. Los ojos de los niños tal vez vayan aprendiendo el odio. Y el llanto de las mujeres cobra la inmensa dimensión de lo incomprensible, la indefensa aprensión de las desgracias, la terca obstinación de lo ineludible. Y los párpados de los ancianos se mantienen absolutamente abiertos ante el pavoroso vacío de la fatalidad y la estupefacción del terror que provoca la nada.
Me importa un carajo el análisis de la culpabilidad. Me importa un carajo que el rostro esquizofrénico de Milosevic sea el culpable de la represión que padece la mayoría albanesa de la provincia yugoslava de Kosovo y ahogue en sangre la frustración de su inferioridad ante la OTAN. Me importa un carajo que el rostro universitariamente frailuno de Solana, el de la sonrisa helada, el del referendum antiotan cuando era de conveniencia, un “recién llegado a la política exterior y a los asuntos de seguridad”, sea el culpable de las órdenes que amplían la ofensiva para que aprenda Milosevic y agache las orejas. ¡Qué risa! ¡Qué tristeza la risa que me tuerce la boca! «La OTAN no está en guerra contra Yugoslavia», dice. No se trata de la destrucción de Yugoslavia, no, qué va, se trata de destruir rampas de lanzamiento de misiles, defensas antiaéreas, estaciones-radar, centros de comunicaciones, aeropuertos e infraestructuras para evitar que Milosevic lleve a cabo sus acciones de represalia contra civiles.
No me importa saber quiénes son los buenos y quiénes los malos en esta maldita película. Unos y otros tiran a matar. Sólo me importa el rostro afligido de esa madre, dolorosa de una Semana Santa incomprensible, que limpia el rostro de su hijita a su llegada a Albania. Sólo me importan esas mujeres de rostros atezados y frágiles pañuelos a la cabeza que arrastran su esperanza hasta los límites de la frontera. Sólo me importan esos hombres que portan la escasez de sus enseres envueltos en las mantas del resentimiento. Sólo me importan esos ancianos, a medias entre la vida y la muerte, que ya nada esperan porque lo han perdido todo. Sólo me importan esos niños arrancados para siempre a los brazos de la ternura...
¿Qué clase de políticos preclaros (!) disponen de la vida y de la muerte? ¿Quiénes son esos que se arrogan la cualidad de dioses? ¿Qué especie de paraplejía diplomática los atenaza para ser incapaces de conseguir, hablando y negociando, que alguien, quien sea, detenga sus matanzas?
Estoy muy cabreado, amigo. Desde mi probable desconocimiento de la ingeniería diplomática, desde la probable e impotente ingenuidad de mi enfado, solo tengo en mis manos la posibilidad de lanzar este misil escrito de protesta.
Repito. Me importan las personas humilladas y masacradas, me importan las víctimas que sufren y lloran y sangran y mueren en la guerra. Todo lo demás, qué quieres que te diga, amigo mío, todo lo demás me importa un carajo.

lunes, 20 de julio de 2009

LA PASARELA
(29-3-1999)
JUAN GARODRI


No sé, es un lío esto de la belleza. Y debe de haberlo sido siempre porque si vas y te refugias en la cosa culta y te das de bruces con Platón, por ejemplo, empieza a corroerte una duda de lectura metódica, perdido en el maremagno de los Diálogos que, se mire como se mire, exponen más ideas socráticas que platónicas.
Y así, Platón carga a cuestas con el saco de los diálogos y las definiciones socráticas y lo traslada hasta nuestros días como un cirineo de las ideas. (Tenía que ser ancho de espaldas, Platón, para atreverse a tamaña empresa reproductora, y efectivamente lo era porque, para que lo sepas, Platón no se llamaba así, se llamaba Aristocles: lo de Platón era un apelativo familiar y cariñoso que significaba precisamente ‘ancho de hombros’).
En fin, Platón se puso como loco a escribir Diálogos, que era lo suyo, y desde Ión hasta Cratilo, desde Filebo hasta El Banquete, no paró de escribir sobre lo verdadero y lo falso, sobre la política y la república, sobre el placer y la sabiduría moral, sobre el alma o la exactitud de las palabras.
En fin. A lo que íbamos. Hay un Diálogo, no obstante, en el que Sócrates discute con Hipias acerca del concepto de lo bello. Ahí es nada. Se titula Iππιας μειεωv, η περι τoυ καλoυ, que viene a ser algo así como Hipias Mayor o de lo Bello. (Espero que sepas disculpar el engreimiento de la grafía griega, a pesar de la falta de algún acento, pero uno tampoco es un Menéndez Pelayo memorístico).
Bien. Tiene que poseer una envergadura conceptual muy intrincada lo de la belleza, porque Sócrates, que no se acongojó ante la cicuta, se acompleja en el Hipias ante la esencia de lo bello, se rinde, que ya es decir, y el Diálogo termina sin concretar una definición positiva, como si nunca pudiéramos llegar a saber qué es la belleza.
Y van ahora, en nuestros días, que se dice, y quieren que el personal trague viruta y acepte como ejemplo de belleza (todo ejemplo es propuesto para que sea imitado) unos cuerpos femeninos esqueléticos y redivivos, en los que el hueso predomina sobre la carne, en un afán sin duda perverso de lejanía sexual, como si la atracción y el deseo tuvieran que cultivarse a través de la fría lontananza de unos rayos X. (Ni siquiera Espronceda, con toda su fatídica habilidad para versificar amores de ultratumba, los hubiera seleccionado como personajes en El estudiante de Salamanca ).
De manera que, de tanto ir a la fuente, va el cántaro y se rompe. Y se inaugura la cosa porque los propios partidos políticos empiezan a tomar cartas en el asunto. Ahí está, sin ir más lejos, la denuncia que al respecto ha presentado el PSOE en el Congreso. Y, efectivamente, empiezan a alzarse voces asustadas ante unos modelos de belleza ficticios y ridículos que inducen a la juventud a sepultarse en la enfermedad y en la muerte. Y se alborota el gallinero de los modistos y demás fauna supraurbana y galáctica.
Y el mundo de la moda se divide a la hora de responsabilizar a quien impone la extrema delgadez como canon de belleza. Y va el director del Salón Gaudí de la moda y dice que la delgadez de las modelos de las pasarelas no es impuesta por los modistos sino por el afán depredador de la publicidad. Y va el presidente de la Federación Española de Empresas de la Confección y dice que la influencia negativa es debida al propio mercado, que ellos se limitan a plasmar en sus colecciones lo que el propio mercado les demanda.
Hay agencias de modelos, sin embargo, que están de acuerdo en afirmar que existen algunas agencias responsables de que las modelos se sometan a regímenes estrictos de adelgazamiento...
Y mientras tanto, la juventud de todas las muchachas aguanta un acoso perversamente desdichado, gracias al cual muchas de ellas se hunden en la ficción de una belleza inventada y anoréxica, como si el hecho de la delgadez las transportase ilusionadamente hasta el aplauso de las pasarelas.
Ay, la belleza, ese gusano pertinaz e incansable que corroe inadvertidamente con la pretensión de alcanzar la cualidad de la hermosura...
Sócrates hubiera propuesto un veneno para eliminar la corrosión anélida. Tal vez hubiera propuesto la descomposición del alma, de donde nacen el bien y el mal, y la recomposición del conocimiento y la sabiduría, de donde nace la naturalidad.
Eso, al menos, parece aconsejarle a Cármides, adolescente que fue el joven más hermoso de Atenas. Fin.
LA IGUALDAD
(20-3-1999)
JUAN GARODRI


De chicos, cantábamos aquello de que estaba el señor don Gato sentadito en su tejado, muy tranquilo al sol que más calienta, y va y le vienen cartas de lejos por si quería casarse con una gatita blanca sobrina de un gato pardo, lo cual que le emociona de tal manera que, al segundo o tercer retozo, se cae del tejado. Y se parte siete costillas y el espinazo y el rabo. Y lo llevan a enterrar. Pero, mira tú por dónde, lo llevan a enterrar por la calle del pescado. Y ya se sabe que el olor del pescado es a los gatos lo que el olor de los votos es al político/a: una especie de viagra poderosamente regeneradora que convierte la eréctil disfunción política en eyaculante torrentera de promesas (ya se ha descubierto también la viagra femenina). De manera que, al olor de las sardinas, pues eso, el gato ha resucitado.
Y empiezan a aparecer los efectos de la resurrección. (Quizá algunos/as no estuvieran del todo muertos/as, quizá solo estuvieran aletargados/as en las covachuelas oficiales con ese estado de hibernación que caracteriza a los osos y a los ofidios). Los efectos, pues, se notan más que nada en el bar. Los conciliábulos, las habladurías, los dimes y diretes, la ley de la oferta y la demanda, el mercadeo, el mercachifleo, el prebendeo político abunda y sobrenada por la superficie oleoginosa de las pretensiones representativas. También se notan los efectos en la Prensa. Ya empiezan a aparecer listas. Ya andan los políticos/as que pierden el culo elaborando listas para las municipales y autonómicas. Y unos/as se mantienen en el macho y otros/as son borrados del mapa. Y aparecen nuevos nombres y nuevos rostros. Los/las han convencido de que son gente con “cartel”, con carisma (esa apropiación gratuita del término teológico que se utiliza para designar a personas dotadas de cierta facilidad para atraer a otras). Y van y se lo creen. Y juran, después, que todo lo hacen por el pueblo. Popule meus, quid feci tibi!, grita Tomás Luis de Victoria en uno de sus Responsorios de Semana Santa con esa sobrecogedora intensidad expresiva que caracteriza su polifonía religiosa. Pobre pueblo, utilizado siempre como cabeza de turco para justificar las aspiraciones, las ambiciones, las exigencias y las defecciones de los/las políticos/as. Y tal vez sus deyecciones.
Hay una novedad, sin embargo, progresista, europea y libre, en la actual confección de listas: la igualdad. Y se habla de establecer una nueva “cota” de igualdad femenina (supongo que se refiere al término topográfico que indica la altura de un punto sobre otro: con lo cual el concepto de “cota” nunca puede coincidir con el de igualdad). Y se afirma con énfasis ciceroniano que el número de mujeres que integren las listas no debe ser inferior al cincuenta por ciento del total. Y hasta Borrell ha llegado a comprometerse a que en un futuro Gobierno suyo aparezca un 50 % de mujeres. ¡Qué bien! La cosa está pero que muy bien.
Ocurre, sin embargo, que contemplada la afirmación así, fuera de contexto, aparece como sutilmente idiota. Porque vamos a ver. ¿Por qué no puede llegar al setenta o al noventa por ciento el número de mujeres que aparezcan en las listas? Puede ocurrir que en muchos municipios abunden los machos domingueros, futboleros y cerveceros, por poner una aclaración, ejemplares de la fauna ibérica que no ven más allá de sus narices y que, en contrapartida, la mayoría de las mujeres censadas superen en inteligencia, en trabajo, en capacidad de gestión o de organización a la mayoría de los hombres. Sin embargo, los mandamases locales no aceptan el hecho de la palpable superioridad mujeril y dan de lado, con displicencia, a las propuestas femeninas.
Por el contrario, municipio habrá en que abunden culebroneras y culifinas, más proclives a la pulsión consumópata o a la lectura indiscriminada de la prensa rosa, por poner otra aclaración, que al cultivo inteligente de la gestión organizadora y social. En este caso, ni el cincuenta, ni el treinta, ni el veinte por ciento de mujeres deberían aparecer en las listas. A ver si el personal, para huir precipitadamente de los efectos seculares de la cultura machista, va y cae en la zanja de la pretensión feminista. Y aunque lo políticamente correcto, que se dice, sea mitad y mitad, pienso que lo municipal o lo autonómicamente correcto sería incluir en las listas a las personas más cualificadas (sean mujeres, sean hombres) por su inteligencia, su trabajo y su probada capacidad de actuación en favor de todos.
Porque lo que es cocer habas se cuecen en todas partes. Ahora mismo, va un grupo de mujeres, en no sé qué pueblo de Cataluña, y organiza en un salón de propiedad municipal un concurso de ensaladas. Desconozco los nombres y los ingredientes utilizados para la mescolanza ensaladeril. Pero, además de poseer la incitación a las delicias gastronómicas, las ensaladas debían de ocultar el secreto de una exaltada posesión en el séptimo cielo de las delicias epidérmicas, supongo, porque las mujeres largaron a la puta calle al incauto que se le ocurrió sentarse en un banco del salón municipal para observar las femeninas manipulaciones de las verduras. El acto estaba exclusivamente reservado a mujeres.
En el juzgado andan, creo.
EL ENGAÑO
(14-3-1999)
JUAN GARODRI


Bueno, bueno, bueno. Amigo, cómo nos engañan. No sé, desde luego, de dónde habrá salido la subespecie gnómica de que «los engañan como a chinos», porque en este asunto del engaño o todos somos chinos (cosa apodícticamente incierta por demográficamente inexacta) o también se engaña clamorosamente a quienes no son chinos (cosa, a lo que parece, bastante exacta). Y es que por lo que respecta a engañar, todo el mundo engaña que es una barbaridad.
No podía ser menos. Desde que entró el pecado en el mundo, según la tradición bíblica, gracias al desparpajo sinuoso de la serpiente que engañó a Eva, las acciones humanas se asientan en cimientos psicológicos sazonados de engaño. Cualquier teogonía que se precie aspira a describir sus orígenes a base de exponer las triquiñuelas y engaños con que los dioses pretendían sobreponerse, anteponerse, humillarse y fastidiarse unos a otros. Algunos hubo que, aburridos por la continua displicencia de las diosas y alborotados por la sorprendente aparición de los encantos femeninos en forma de mujer, se largaron a por tabaco y decidieron adoptar apariencia humana, lo cual que se metamorfosearon (que es una forma etimológica y fina de simulación y engaño) para cepillarse a hembra mortal, roídos por un deseo antropomórfico desproporcionado y rijoso. De esta forma, ejemplarizaban con sus actitudes las acciones de los mortales que, a cronología seguida, se liaron a engañarse unos a otros dando opción, como todos sabemos, a que empezaran los primeros acontecimientos (proto)históricos.
Vengamos, sin embargo, a nuestros días. Yo, qué quieres que te diga, soy un goloso del buen vino. Y no es porque Horacio lo exaltara en sus Odas, a medias entre el tono epicúreo y estoico, o magnificara las excelencias del vino de Chipre. Me agrada el vino por ese estado de ligera levitación que induce a la amistad y a la charla. Ese equilibrio anímico de efectos gratificantes que nunca producen las alegrías ni las penas. Así que buen vino. Años y años he recorrido la Sierra de Gata (Robledillo, Descargamaría, Hoyos, Acebo, Cilleros, Villamiel...) bebiendo las excelencias del vino de pitarra sosegado en las bodegas domésticas, esas excelencias exultantes que, poco a poco, alegran el alma y convierten las rodillas en livianos copos de algodón. Es como beber algo insólitamente sagrado. Te lo digo yo, amigo. Beber la pitarra serragatina es casi beber una profanación.
Pero hay quien te chafa el invento, amigo. Ahora resulta que hay quien te engaña miserablemente y te da gato enológico por liebre. Así que ya no me atrevo.
Entraba en el bar y siempre pedía ‘uno del país’. La fragancia de madera de castaño se acomodaba en la copa y la olorosa suavidad del caldo invadía el paladar con la amante persistencia de un regalo. Ahora me atenaza la desconfianza porque el aroma añejo se ha convertido en química manipulación de metasulfito y el olor a huevo podrido, característico de los compuestos sulfurosos, me provoca la mueca y el rechazo.
Corre el rumor de que no es uva de la Sierra, azucarada y lenta, la que fermenta en algunas bodegas. Ha sido sustituida por uva, más barata, traída de otras tierras. Con ella se redondea una cosecha espuria porque te engañan y te hacen tragar por liebre olorosa la carne de un gato peleón y ácido. Hay quien te avisa.
—Si quieres beber buena pitarra —dicen—, tienes que dirigirte a alguien de confianza. Sólo en las bodegas de los particulares, esos que cosechan el vino seleccionado en pocas tinajas para uso familiar y doméstico, se encuentra el vino de siempre.
Y no para ahí la cosa. El engaño prosigue en otro de los productos sabrosos, representativos de Extremadura: el jamón ibérico. (Puedes hojear el HOY del lunes, 8 de marzo de 1999).
Un buen día, tú vas al charcutero dispuesto a comprar un buen pernil, porque te ha dado la risa tonta y has decidido tirar la casa por la ventana alimentaria, vas, ya digo, y puede que el charcutero te formule amablemente cuatro preguntas:
a) si deseas adquirir un jamón de cerdo ibérico de bellota; de montanera, vamos; b) si prefieres un jamón de cerdo ibérico de recebo; c) si pretendes un jamón de cerdo ibérico de cebo y d) si te decides por un jamón de cerdo blanco, alimentado con higos. Tú te quedas viendo visiones porque lo único que quieres es comprar un jamón de pata negra y punto.
—No, mire usted —prosigue el tendero con amabilidad educadamente europea, como si ya cobrase en euros—, los precios son diferentes según el cerdo haya sido alimentado en el monte totalmente con bellota, o a medias, o sólo un poquitín o nada. Además, lo de ‘pata negra’ no es más que una fabulación popular, puesto que el cerdo puede no ser ibérico o puede ser blanco, o húngaro, y tener la pata negra porque se la han chamuscado.
Ante amabilidad tan insólita e información tan exhaustiva, tú no tienes más remedio, para quedar bien, que adquirir un jamón del apartado a), aunque las cincuenta mil pesetas del ala te produzcan pesadillas nocturnas.
Lo malo del asunto, amigo, ocurre la noche del cumpleaños de Eva cuando invitas a los colegas a tomar un vino y unos pinchos en tu casa. Ofreces unas lonchas de jamón asegurando que van a probar un manjar de dioses. Y va el enterado de turno, que tiene un tío en Guijuelo dedicado a la industria del porcino, y exclama:
—Joé, tío, has pagado por jamón de bellota un jamón de higos.
El engaño, envuelto en el papel de plata de la palabrería, te cambió la sonrisa por una alargada y consumidora cara de tonto. Eso.
LA CALIDAD
(6-3-1999)
JUAN GARODRI


No pretendo adentrarme en la espinosa senda de la crítica de libros. Pretendo aludir, por poner un ejemplo, a La cabeza de plástico, la última novela de Ignacio Vidal-Folch en la que, “con un sarcasmo nada complaciente”, cuestiona el arte moderno y “pone el dedo en la llaga del estado de desconcierto y disparate en el que vive el mundo del arte”, dice la reseña que le dedica uno de los cuadernillos culturales del pasado fin de semana.
Con parecido propósito, escribí en esta misma sección, no hace mucho, un artículo (El calcetín de Tapiès) que alcanzó relativa difusión y aceptable complicidad entre cierto número de lectores. En él ponía en duda la«calidad» de muchas obras consideradas como artísticas por autores, promotores, impulsores y patrocinadores de toda esa fauna que abreva en el inamovible y granítico pilón que el sedicente progreso, o así, ha asentado en las cuadras institucionales. Evidentemente, mi concepto de la «calidad» difiere absolutamente del concepto que ellos poseen y aplican, en consecuencia, a sus obras. Y qué quieres que te diga, tan razonablemente pueden ellos justificar sus pretensiones artísticas como yo razonar mis justificaciones y desvaríos.
Y ahora, amigo, viene la pregunta del millón, que se dice. ¿Dónde se asientan los criterios idóneos para reconocer la calidad? Porque todo el mundo habla de “calidad”. Calidad de vida, calidad de productos, calidad artística, calidad literaria, calidad interpretativa, calidad alimenticia, calidad de la enseñanza. Ahí es nada. La palabra calidad aletea sobre las cabezas con ese estado de levitación permanente que sólo poseen, me parece, las abstracciones inútiles. Como cualquier abstracción, la calidad carece de límites concretos y resulta, en consecuencia, extremadamente difícil, por no decir imposible, echarle el lazo: yo, al menos, he sido incapaz de encontrarla sentada en una resolana, tomando el sol. O tomando unas copas en el bar del barrio. La busco por todas partes, la llamo, pretendo atraerla con suaves insinuaciones y hasta con descaradas proposiciones indecentemente económicas. Incluso la invoco. Pero ni por esas. La calidad no se me aparece e, indiferente, me abandona en la oscuridad de mis conceptualidades.
Hay veces, no obstante, en que la calidad se aplica a entidades reales y adquiere, en estos casos, difusos límites concretos que proporcionan algunos parámetros (?) de identificación.
Y así, marujonas y culebroneras otorgan el voto de aceptabilidad cualitativa al producto que aparece magnificado en el bodrio de la publicidad televisiva, de manera que cuanto más les zurran la badana con el anuncio, mayor calidad otorgan al producto.
Y así, culimajos y repeinados difunden orgullosamente su criterio de verificación de la calidad a través de los «kilos» que se han gastado en la adquisición del coche: a más kilos, más orgullo cualitativo («common rail», EDC y todo eso).
Y así, yo mismo. Voy y me compro unos zapatos, por ejemplo. Y resulta que las dieciocho o veinte mil pesetas escuecen menos si el producto es de calidad: dispone de piso cosido a mano en lugar de aparecer pegado a presión.
La dificultad, insisto, radica en afirmar criterios para reconocer la calidad aplicable a otras abstracciones, como el arte, la literatura, la enseñanza.
Por todas partes se alzan voces exigiendo una enseñanza de calidad. Sería maravilloso conseguirlo. Pocas voces, sin embargo, exponen de forma imparcial ( y lúcida) en qué consiste la calidad en la enseñanza.
Ay, amigo, si acudes a cualquier foro docente, apreciarás maravillado que existen tantas opiniones sobre la calidad de la enseñanza como asistentes al acto, y aún más, porque algunos emiten opiniones diferentes según hablen al principio o al final.
Y así, los enchaquetados, e incluso encorbatados, afirmarán con contundencia que la disciplina y la vuelta a los conocimientos de siempre constituyen la base imprescindible para desarrollar una enseñanza de calidad. Los enjerseizados y entrencados, por el contrario, afirmarán con solvencia que la tecnología, los ordenadores y las conexiones a Internet definen los itinerarios educacionales actuales, y no otros. Los barbudos y encazadorados expondrán con displicencia que solamente el progreso y sus referentes finiseculares pueden capacitar una enseñanza de calidad dentro de un acuerdo marco docente y pluralista. En fin, alguien habrá que, empecinado en su peculiar concepto de la calidad, alabe el uso de material específico en el que sobreabunden diapositivas de penes, vulvas, pubis y cavidades vaginales, como si la idea cultural del progreso estuviera irremisiblemente ligada a las pelambreras de las ingles y de los sobacos o a las dimensiones y hechuras de las diferencias heterosexuales.
Y aunque yo solamente exponga hechos y no aporte soluciones (tal como algún lector más simpático que conspicuo ha manifestado en la sección de Cartas al Director), en otra ocasión te hablaré de la calidad del arte, de la literatura, de la poesía. Amén.
LA RISA
(1-3-1999)
JUAN GARODRI



Ya se sabe, a lo que parece, que naturistas, psicólogos, médicos y demás personal especializado en la protección de la salud ciudadana, se obstinan tenazmente en mantener a raya nuestros niveles de colesterol (el malo) y en controlar lo de la presión arterial y todo eso, empeñados tenazmente en conseguir que lleguemos a la muerte perfectamente sanos. Y ¡ay de ti si desoyes sus admoniciones y consejos: irás a parar sin remedio al infierno de las cardiopatías irreversibles y llegará el día en que mueras convertido en una piltrafa cardiovascular o en una basura diabética!
Y así, el naturista se empeña en que me alimente exclusivamente de lechugas, zanahorias, tomates, frutos secos y piezas de fruta para conseguir los aportes vitamínicos y minerales necesarios que suplan las deficiencias nutricionales y eliminen de mi cuerpo la sobrecarga tóxica. Y casi le he hecho caso, porque lo asegura con tan recogida unción y severo convencimiento que, a su lado, el padre espiritual de los años adolescentes era un leviatán polífago e insaciable.
Y va el médico y me sermonea con advertencias terapéuticas y afirma, severamente, que mi jaqueca oftálmica obedece al exceso de grasas saturadas y que el tratamiento ortodoxo debe sustentarse en la ingestión razonable de paracetamol y aspirinas para aliviar los síntomas de la neuralgia ocular, glosofaríngea o trigémina. Recrimina, en consecuencia, mi desmedida afición al chorizo y a los huevos fritos, ese olor supremamente gastronómico que circunda los aledaños de la cocina y la transforma en habitáculo acogedor y hogareño. No le hago caso, para mi desgracia.
Lo mejor es lo del psicólogo. Me acerco a su confesonario y le vacío la biodegradación de mi conciencia fisiológica.
—Soy un energúmeno del derroche físico —le digo—, y tengo de todo: ansiedad, desórdenes digestivos, fatiga, insomnio, dolores musculares y palpitaciones.
—Es el estrés —me dice—, esa especie de termita robotizada y perversa que corroe las entretelas de hombres y mujeres, siempre que ambos se pasen en los retos y estímulos personales.
—¿Qué hacer? —insisto.
Y, sorprendentemente, aventura una respuesta que me deja traspuesto.
—La risa —me dice muy serio—. La risa es la naturoterapia adecuada para solucionar tu problema. Ríete sin parar, ríete de todo y no hagas caso a nada. Si te ríes, llegarás a viejo.
La recomendación, viniendo como venía de hombre tan circunspecto y mesurado, me pareció una broma. Pero decidí hacerle caso. De la siguiente manera:
a) Casi me desternillo de la risa con lo del juez de los vaqueros, ese sorprendente jurisconsulto tal vez misógino que absuelve al violador ateniéndose al hecho jurídico(?) de que la chica que viste vaqueros es, de por sí, inviolable.
b) Casi me parto de la risa con el poderío de la publicidad televisiva, ese bodrio evanescente que extiende por los salones del gentío adormilado y modorro la subespecie noticiosa de la zoofilia adolescente, por ejemplo.
c) Bueno, lo del rollo de una tal Mar Flores y un parásito al que llaman conde Loquio o Lequio o así, y el trapicheo de sus fotos encamadamente libidinosas, es para revolcarse de la risa. Más de cinco horas me esclavizaron las carcajadas, con hipo y todo.
d) Casi me muero de la risa con lo de las promesas electorales, ese engañabobos tecnológico que promete correo electrónico para todos los extremeños, como si el cable coaxial y la fibra óptica pudieran sacarnos de pobres. (A este respecto, mi tío Eufrasio tenía un seat seiscientos al que dotó de faros de xenón, asiento regulable en altura, dirección asistida, doble airbag y laterales, radiocasete estéreo con CD y seis altavoces, cierre central con telemando, alarma volumétrica, llave electrónica y llantas de aleación: soñaba que iba en un Mercedes).
e) Casi me descojono de la risa con lo del otro juez, ese que dicta sentencia (muy afirmado al parecer en extraños fundamentos legales), y asevera que el trabajo de las empleadas de hogar ni es trabajo ni es nada, porque los modernos aparatos domésticos suprimen el sudor de la frente y las cremas dermatológicas eliminan los efectos abrasivos de los detergentes.
f) Casi me caigo para atrás de la risa con lo del embarazo ectrópico, esa enajenación científica que pretende la posibilidad de tumbar a los varones en el paritorio, bien atiborrados de hormonas femeninas, descomunalmente hinchado el intestino como un bofe de chanfaina.
g) Me río, pero menos, con lo de la política europea, ese juego de billar a tres bandas en que los mandamases y demás santones de la OTAN despistan continuamente al personal y se eternizan en intrincadas conversaciones sin llegar a determinar quiénes son los buenos y quiénes los malos en Kosovo.
h) Casi caigo fulminado de la risa cuando escucho a la culifina de turno afirmar en la importantísima sección deportiva de TV que la ‘era’ Hiddink está próxima a su fin. Yo, pobre de mí, pensaba que una era consistía en un extenso período histórico caracterizado por una gran innovación en las formas de vida y de cultura. Por lo visto, Hiddink ha conseguido en menos de un año tanto o más que los científicos en la Era atómica, por ejemplo.
En fin, amigo, qué quieres que te diga. Puesto que la risa nos salva del estrés y surgen tantos motivos de risa diarios, riamos. No hay más remedio que seguir los consejos avisados del psicólogo. De hacerle caso, te aseguro, amigo, que disfrutaré de una salud de hierro y, probablemente, me caerá la breva de alcanzar una longevidad exuberante y casi bíblica, de esas en las que uno llega a conocer a los hijos de los hijos de los hijos.
EL CUERSEXPO
(21-2-1999)
JUAN GARODRI


(Según he leído por ahí, determinadas instituciones pretenden que se financie la transexualidad con cargo a los presupuestos de la Seguridad Social. Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor.)
Bueno, amigo, va de mitología. Yo no he visto nunca a una ninfa, esos seres femeninos de la mitología griega que unas veces jugaban al escondite amatorio en los bosquecillos bucólicos y otras chapoteaban en la desnudez de los riachuelos para volver locos a pastores y demás protagonistas de églogas garcilasianas y renacentistas. Así que los poetas no paraban de componer endecasílabos dedicados a la exaltación amatoria de las ninfas, oscuro objeto del deseo pastoril transido entre el follaje («conjunto de hojas de los árboles y otras plantas», según el DRAE, no seas mal pensado).
Pero luego aparecen los pintores versallescos y ya no las llaman ninfas sino náyades. Y van y se ponen a pintar a todo trapo náyades con cuerpos repletos de morbideces y onduladas cabelleras que emergían de las fuentes como destellos plateados de concupiscencia. De manera que los muros de los salones y las suntuosas bóvedas de los dormitorios palaciegos aparecían repletos de náyades para decorar las represiones y las obsesiones de sus majestades.
Ya se sabe que, entre artistas, suele considerarse como ‘malísimo’ lo realizado por otros artistas, de manera que surgen los reformadores y se dedican a transformar el arte. Por esta razón, aparecieron otros que pintaron a las náyades con elegantes colas de peces, estéticas sirenas desprovistas de muslos pero bien provistas de senos y turgencias, como puede apreciar el lector (des)interesado si se le presenta la ocasión de contemplar El juego de las náyades de Arnold Böcklin, por ejemplo. En fin, artista ha habido que no contento con lo de ninfas y náyades prefirió bautizarlas con el destello original, etimológico y pelín esquizofrénico de hamadríadas. Y así, Apeles Fenosa no quedó a gusto hasta que hizo su personal versión del tema con La hamadríada del violín.
No paró ahí la cosa. Porque en éstas que va una ninfa y se enamora del hijo de Hermes y Afrodita, un tipo llamado Hermafrodito que debía de ser muy bello y muy cara (algo así como un conde Lecquio del Olimpo, digamos), y va la ninfa y se une apasionadamente con el amado, de resultas de lo cual éste no se despega de la ninfa ni a tirones y quedan ambos unidos para siempre, abrazados por una obsesión bisexual y eterna. Así que, dada la dificultad de la separación, los artistas empezaron a representarlos en un solo cuerpo, mezclados los caracteres sexuales primarios (masculinos) y los secundarios (femeninos), como imagen sintetizada de la dualidad íntima del ser humano.
Pero avanzan los tiempos. Y avanzan con crecimiento irreversible, denominación atribuida a todo lo que aparece como nuevo y que intitulan con el prodigioso apelativo de progreso. Y como avanzan los tiempos, avanza la cosa, amigo. Y como año tras año, lustro tras lustro, siglo tras siglo ha existido la cosa del hermafroditismo (por muy oculto que hayan querido mantenerlo), va el progreso y lo destapa. Ya se sabe que el progreso es la referencia mitológica de la actualidad y que, por tanto, hay que aceptar, si no reverenciar, sus decisiones finiseculares. Bien. El progreso pues destapa lo de la dualidad íntima del ser humano y como actualmente hace muy feo que vaya alguien a las oficinas de la Seguridad Social y se presente afirmando que es un Hermafrodito, va el progreso, como te decía, borra la cacofonía hermafrodita y renombra la arriba dicha dualidad íntima del ser humano con el airoso y coquetón apelativo de transexual.
(En serio. Permíteme la digresión. En el fondo, el sexo ha sido relativizado por los hombres, inmersos en el tiempo individual e implacable, sin detenerse a razonar por qué se azora la epidermis como paloma huidiza cuando experimenta la adefagia del cuersexpo, situado en el centro del cuerpo: cue— extremidad derecha; —rpo extremidad izquierda; —sex— punto central equidistante, equilibrador, equivalente, equinoccio del tiempo a través del cual el gentío persigue inconstantes mariposas blancas cuando ama más o menos apasionadamente).
¡Ah, el sexo, motor de dos tiempos que pretende aprehender la fórmula sensible del conocimiento natural, corazón indefensamente tierno para las fauces del cuersexpo, bosquejado en la impotencia del deseo de retroceso temporal, porque es inmensa la desproporción en el retrorrecorrido del laberinto, el laberinto alegórico de la transexualidad, al no existir pareidad entre la alegoría y lo alegorizado, aunque por otra parte qué bello sería el mundo si existiera una regla para andar por los laberintos de la vuelta al ser...! (Creo que la idea es de Umberto Eco, o por ahí).
Por otra parte, amigo, todo el mundo tiene derecho a su propia intimidad y nadie tiene derecho a discutírsela, me parece, nadie tiene derecho a exponer una visión desencantada y pesimista del mundo a través de las complejidades exaltadas de la desdicha, como si la transexualidad fuera un delito o una desgracia, puesto que la capacidad de innovación no puede ser sometida a la norma en su relación con la realidad cultural, es decir, nadie puede pretender que la original rebeldía de la pasión individual se someta a un mundo ordenado por sublimes instituciones ominosas.
Una pega, solamente. Si llegara el caso de que se financiara la transexualidad con dinero de la Seguridad Social y no se financiaran por el mismo conducto (de hecho, así es) las prótesis oculares o las dentarias, sería impresentable en sociedad un transexual tuerto o melluco. Me parece.
LOS RUIDOS
(17-2-1999)
JUAN GARODRI


Este articulillo, salga bien o mal, no se me ha ocurrido ahora, por casualidad. Hace tiempo que medio lo tenía escrito. Pero la humildad, ese concepto temeroso del respeto a la opinión ajena que se adhiere a la vanidad propia como el musgo a las paredes umbrosas, no había permitido (tal vez yo no me había atrevido) que lo enviase a TRN para su publicación.
En éstas estaba cuando, mira tú por dónde, —¡oh, las jugarretas de alguna diosa agreste y forestal que, cansada del sonsonete aburridamente ecologista, se ha escapado de la frecuencia de sus bosquecillos sagrados para juguetear en las páginas del periódico!—, cuando mira tú por dónde, te decía, aparece en el ejemplar de HOY del domingo 7 de febrero, una entrevista de Manuela Martín al periodista, científico y meteorólogo Manuel Toharia y héte aquí que, mira por dónde, repito, yo no andaba tan descaminado. Ya se sabe que descaminado anda el que transita por camino equivocado, o el que transita por camino por el que nadie transita. Pero si resulta que de pronto, en medio del camino, te encuentras con persona común que te saluda y te dice ‘hasta luego’, pues piensas que ya no andas tan descaminado. Y si resulta que alguien con la solvencia comunicadora de Toharia recorre alguna de las sendas por las que yo camino, (perdón por la arrogancia, quiero decir que yo transito alguna de las sendas por las que él camina), pues parece que uno anda como más confiado dentro de las dudosas certidumbres que aguijonean las ansiedades conceptuales. O sea, para deshacer el embrollo expositivo: que si Toharia da caña a los ecologistas y utiliza el insecticida verbal para tildarlos de “moscas cojoneras”, vamos, que voy y me cobijo bajo su paraguas protector (el de la foto) y ya no me quedo tan desprotegidamente inerme, con el culo a las goteras, suele decirse.
Bueno, vamos allá. Resulta que tengo un amigo ecologista. Mi amigo el ecologista es una persona éticamente correcta, laboralmente cumplidora y socialmente insoportable. Yo discuto mucho con mi amigo el ecologista dentro de un clima apacible y casi forestal, esas discusiones cortésmente enfatizadas en las que los litigantes se conceden con amabilidad la razón quitándosela cada dos por tres.
Dentro de las categorías ecológicas, mi amigo defiende con pasión una de ellas que, realmente, queda muy bien y hasta otorga un lustre de bienintencionada progresía a quien la sostiene. Me refiero a lo de la defensa de los animales y todo eso. Y aunque yo pugno por dejar bien sentado que un justo término medio sería lo ecológicamente correcto en este asunto, y que el sacrificio de algún animalito no viene mal, de vez en cuando, para satisfacer las necesidades gastronómicas del personal (o las apetencias, si se tercia, de trinchar perdiz estofada o faisán al horno o conejo o liebre, al menos), él insiste de forma vehemente y encendida en que el sistema está muy bien organizado por la naturaleza y que el hombre debería contentarse con comida ecológica y que son las aves de presa las encargadas de comer liebres y conejos, y no el hombre, manteniendo de esta forma un acertado equilibrio natural y que, en consecuencia, el respeto a la supervivencia de la fauna es uno de los principales soportes en que debe fundamentarse el concepto del progreso y uno de los más importantes hitos que justifican la madurez del ser humano y sus neuronas dentro de un desarrollo medioambiental caracterizado por la permisividad meteorológica, la solidaridad y la exigencia ética de futuro. (Trago el rollo). Proclamo que si lo escucha Manuel Toharia le despachurra, después de permitir que respirase, la empanada mental y lo manda a tomar por saco. Yo no. Me limité a responder ‘ah, no, eso sí’, como el que dice algo.
A renglón seguido, le conté lo de los lobos. Aquello de que los lobos se comían las pocas ovejas de un pobre aldeano en las montañas de Asturias. Y que el aldeano, harto de alimentar a la jauría lobuna, cogió la escopeta y se lió a tiros hasta acabar con ella, prefiriendo su propia supervivencia a la de los cánidos mamíferos dañinos para su ganado. Su crimen le costó la denuncia ecologista, convenientemente aireada por la prensa, y una multa que lo dejó turulato y hundido en la miseria. «No tengo nada contra los ecologistas, gritaba, pero ¿por qué no alimentan ellos a los lobos?».
Y lo de los tordos, otro tanto. Un hartazgo de aceitunas se daban, un amanecer tras otro, en el olivar de mi tío Eufrasio. Miles de tordos cantando al arrebol y haciendo gárgaras de aceite al rocío aljofarado de la aurora. Y, zás, multa de las gordas a mi tío por agarrar la repetidora y soltar unas perdigonadas coléricas contra los tordos aceituneros y altivos.
Mi amigo el ecologista no traga y asegura con mucha educación que yo soy un exponente exagerado y algo retrógrado de la España profunda.
—Qué tienes contra la ecología —me dice con los ojos muy abiertos.
—Nada —respondo—, mis prejuicios no van contra la ecología, van contra algunos ecologistas, esos que alimentan el maniqueísmo de pensar que ellos son los buenos y los otros los malos, en una extralimitación peligrosa de las fronteras del fundamentalismo....
Yo pensaba en el cazagazapos electoral que se mueve alrededor de todo este lío, pero no me atreví a decírselo para no turbarlo, porque es buena persona, buena gente que se dice, y él no entra en eso.
Para quitarle hierro al asunto, le pregunto por los ruidos, qué hacéis los ecologistas con los ruidos, con los tubos de escape de las modernas mobiletas a cuyos lomos cabalga la mayoría de la adolescencia estudiantil y despreocupada. Porque los ruidos también contaminan el ambiente, y mucho, le digo. Se me queda mirando, como cogido en falta y, mientras se aleja, me dice que los ruidos no tienen la importancia del cambio climático ni la del agujero negro ni la del ozono, tampoco tienen la prioridad que exige la conservación de la naturaleza ni la importancia de proteger las especies en peligro de extinción, los ruidos son de la ciudad y ella es la culpable, no la naturaleza, afirma. Puesto que las autoridades no hacen nada, al parecer, y la policía se lava las manos, es un decir, por qué los ecologistas no tomáis cartas en el asunto, le grito mientras se aleja. No me oye. Tres mobiletas con el tubo de escape a todo gas diluyen mis palabras en la inutilidad del espacio.
Ya sé, amigo, ya sé que la venganza es el mal salvavidas de los indefensos, pero juzgo que es mala ponerla en práctica y que no lo es desearla. Y como esto de los ruidos me pone de los nervios y constituye para mí la misma prioridad que el lince supone para los ecologistas, deseo (que el medio ambiente me perdone) que a mi amigo el ecologista pudieran meterle el tubo de escape por el nalgatorio. A ver si se enteraba.

domingo, 19 de julio de 2009

LAS CARAS
(7-2-1999)
JUAN GARODRI


En el museo de la Academia Etrusca de Cortona hay un bronce que representa a Kulsans, una deidad bifronte que bien pudo ser el antecesor de Jano, el de las dos caras. Ya se sabe que los antiguos eran muy aficionados a sacarle punta a todo de manera que, después de atiborrarse de deidades, se empeñaban en atribuirles correspondencias sobrenaturales y significados protectores hasta el punto de que no había persona, animal o cosa, que se librase del desdoblamiento interpretativo, ese pretexto adoptado para representar la realidad (hoy también se interpreta la realidad por medio de la utilización masiva de elementos publicitarios, más o menos técnicos y científicos, y el personal se cree que acierta). Así que las dos caras de Jano, ya te digo, se usaban abundantemente en ritos y ceremonias, algo así como hoy suelen usarse en fingidas felicitaciones y parabienes sociales.
Por no ir más lejos, dicen que el mes de Enero (quién lo diría, ya han caducado mil novecientos noventa y nueve eneros) deriva de Jano por eso de que empieza el año con él. Y es que las interpretaciones januarias son abundantes. Principio y fin, bien y mal, entrada y salida, interior y exterior, futuro y pasado... El gentío romano se daba una vuelta por los Foros o se acercaba a echar los bofes gritando en el Coliseo o subía la escalinata del Capitolio y, ni Dióscuros ni nada, por todas partes se encontraba alguna estatua de Jano con los dos rostros en la misma cabeza y una actitud vigilante y policíaca, lo cual que les producía más desconfianza que veneración.
En nuestros días también, amigo. Dicen que las constantes históricas se repiten eso, constantemente, y que las pulsiones psicológicas del personal, quién lo diría, son las mismas ahora que hace dos mil años. Ahora, pues, también, amigo. La bifrontalidad de Jano emerge repentinamente y se posa en cualquiera, en ti mismo si se tercia y, según como lo mires, te enfrentas a tu pasado o a tu futuro. Y así, puedes afirmar con seguridad que el personal adopta esa transitoriedad de la cara hasta el punto de que no sabes si va o viene.
Vas paseando, por ejemplo, al atardecer cumpliendo con el deber ciudadano y acerero del saludo y la oxigenación, y te encuentras con muchos congéneres de rostro conivalvo que llevan cara de pasado, digo yo, a juzgar por el gesto políticamente incorrecto que les infla las ojeras con una especie de abominación tegumentaria y cegajosa. Otros, en cambio, llevan cara de futuro, a lo que parece, porque se adentran apresuradamente en los despachos de quinielas, loterías y juegos de azar para recibir la bendición y el patrocinio del Organismo Nacional de Loterías y Apuestas del Estado, con lo que salen del tugurio tan contentos, mostrando un afán encomiástico en la conservación del resguardo y exhibiendo un brillo especial en la mirada, ese resplandor producido por el convencimiento de un particular futuro acojonante de millones.
Otras veces, Jano se metamorfosea en algún colega, y es que lo ves con una deprimente cara de tonto, lo mires por donde lo mires, esa cara apelmazada y simple, algo estúpida, del que no sabe por donde le vienen los tiros, pero luego resulta que Jano se vuelve juguetón y le da un papirotazo y le cambia la cara y, de la noche a la mañana, se le pone cara de listo y consigue el puesto que tú has deseado (y merecido) durante tanto tiempo, con lo que el tonto ha chafado definitivamente tus esperanzas y engreimientos, y empiezas a verlo, bien a tu pesar, con la otra cara, esa cara de listo aligerado en apariencia de pretensiones ascensoras pero bien situado en la caja del ascensor funcionarial.
Otra de las jugarretas preferidas por Jano consiste, con frecuencia, en utilizar contraposiciones endomórficas, de manera que se empeña en atribuir al blando de espíritu la cualidad de la dureza, y va y lo dota de una cara dura impresionante, sobre todo si la víctima se dedica al trabajo generoso de procurar el bien de la sociedad dejándose la piel en la candente arena de la política. En estas ocasiones, Jano se muestra tal vez demasiado duro e inmisericorde y obliga al sujeto a un sacrificio inmolador y bifrontal. De manera que el pobre político no tiene más remedio que cargar con las dos caras, quiera o no quiera, y cuando el gentío contempla su cara blanda, el político promete solucionar los problemas sociales, y hasta las injusticias, no digamos si se trata del problema del paro o el de la marginalidad y todo eso. Entonces el político se ennoblece y la voz se le torna altisonante y a veces sincera, y jura en el colmo de la excandecencia que está dispuesto a morir en el empeño, inmerso en un aura altisonante y sacrificial parecida a la de Lopera cuando jura morir por el Betis. Pero llega el papirotazo de Jano y al político se le torna la cara blanda en cara dura, y sorprendentemente sus facciones adquieren una dureza progresiva y granítica, propia de las canteras de Carrara, y las neuronas se le enquistan en una artritis olvidadiza y presuntuosa, a consecuencia de lo cual arroja al basurero de la infidelidad las promesas y las generosidades, mientras desea solapadamente al electorado que le solucione los problemas sociales su padre.
En fin, Jano no se cansa. Es más, hay veces en que te sorprende. A mí, por lo menos. Verás. Este verano sufrí un mes de julio caluroso y agotador, en Badajoz, por razones de trabajo (tribunal de oposiciones al Cuerpo de tal y tal de funcionarios del Estado). Una tarde me acerqué hasta el Corte Inglés para fisgonear entre sus estanterías y disfrutar las refrescantes alegorías del aire acondicionado. En una de las puertas, se me acercó una mujer que llevaba un puchero de porcelana en la mano.
—Tú que tienes cara de rico —dijo—, dame algo, anda.
La sorpresa fue superior al aleteo de mis vanidades de manera que me detuve, algo pasmado. Nunca pude imaginar que hubiera gente con cara de rico, en contraposición a gente con cara de pobre. Así y todo, reaccioné y le respondí:
—Si yo tengo cara de rico, tú tienes cara de marquesa de Benamejí.
A mi espalda, oí que rezongaba:
—Vete a la mierda, agarrao.
Mientras me adentraba en las turbadoras entrañas de la refrigeración, pensé con pesadumbre que Jano me había jugado una mala pasada al cambiarme de un papirotazo el careto anodino de viandante común por el rostro radiante de un afortunado millonetis. Y es que los dioses, a veces, se parten de risa con nuestras delirantes apetencias, o así.
EL EUROMÓVIL
(31-1-1999)
JUAN GARODRI



Desde que salieron de Egipto, los hebreos recorrieron miles de kilómetros, o como los llamaran entonces, caminando cuarenta años a través del desierto, acaudillados por Moisés. Cuarenta años son muchos años recorriendo kilómetros. Con todo, se las arreglaban para sortear las dificultades gracias a la ayuda que les venía de lo Alto. Unas veces era la serpiente que se transformaba en bastón, o al revés, no recuerdo; otras veces, las aguas se hendían como un flan milagroso para que los bíblicos caminantes las vadeasen a pie enjuto; otras, la roca se convertía en manantío salutífero. Finalmente, llegaba el maná, aquella especie de salvación que les venía de lo Alto en forma de alimento irrealmente nutritivo. Como quiera que sea, la tradición histórico religiosa pesa mucho, de manera que con el correr de los años se extendieron por todas partes la abundancia iconográfica y las representaciones pictóricas medievales y renacentistas que magnificaban el mitema de un Moisés dispuesto a simbolizar la salvación que venía de lo Alto. Ahí tienes, por poner un ejemplo, la espléndida escultura que esculpió Miguel Angel para la tumba de Julio II: el Moisés más poderoso de toda la plástica universal, al decir de muchos.
Item más. Cuando yo era chico, se celebraban las ‘santas misiones’, lo que son las cosas. Los señores maestros nos llevaban en fila hasta la iglesia y allí, acogotados por la olorosa y descascarillada humedad de las paredes, escuchábamos sobrecogidos las reprimendas escatológicas (muerte, juicio, infierno y gloria) de un padre misionero que daba unas voces disparatadas y lúgubres para recordarnos que el castigo y la salvación, más bien el castigo, venían de lo Alto. Al amanecer, se cantaba aquello de “El demonio en la oreja / te está diciendo / no vayas al rosario / estáte durmiendo”, como si se tratase de un caralsol religioso y procesional, con lo cual que se desarrollaba mi sentimiento de culpabilidad porque yo no dejaba de pensar en la deseable sabiduría hedonística de un demonio que prefería seguir bien calentito en la cama a tener que trotar por las calles a las seis de la madrugada, por mucho que la salvación viniese de lo Alto.
Item más. La rapidísima velocidad del tiempo, ese concepto metafísico de la brevedad de la vida y del desgaste temporal metaforizados insuperablemente por Quevedo «soy un fue y un será y un es cansado», la velocidad del tiempo, te decía, también ha venido a posarse durante estos estertores finiseculares en la rama de la salvación que nos viene de lo Alto.
Naturalmente, nadie que se precie admite a estas alturas del milenio un concepto demiúrgico de la salvación. Naturalmente, hoy hay que salvar otras prioridades, a saber, la poltrona política, las letras del Tesoro, la vivienda unifamiliar, el coche de representación y, si se tercia, los apetitosos sucedáneos de esposa. Naturalmente, a estas alturas finiseculares, repito, la pregunta del millón, suele decirse, reside en las siguientes aporías:
—¿De dónde nos viene la salvación?
Respuesta: la salvación nos viene de lo Alto.
—¿De dónde nos viene lo Alto?
Respuesta: lo Alto nos viene de Europa.
—¿Qué es lo Alto que nos viene de Europa?
Respuesta: lo Alto que nos viene de Europa es el Euro.
—¿Qué es el Euro?
Respuesta: El Euro es la entelequia de todos los bienes sin mezcla de mal alguno.
—¿Qué nos ofrece el Euro?
Respuesta: el Euro nos ofrece la salvación liberal económica.
—¿De dónde nos viene dicha salvación?
Respuesta: Dicha salvación nos viene de lo Alto.
—¿De lo alto de Europa?
Respuesta: Sí, padre, de lo alto de Europa.
—¿Cree usted en la santa Europa, una, maastríchtica, liberal y económica?
Respuesta: Sí, padre, creo.
—¿Cree usted en el Euro, su representante en la tierra y vehículo de salvación?
Respuesta: Sí, padre, creo.
—¿De dónde nos viene, pues, la salvación?
Respuesta: La salvación nos viene de lo Alto de Europa y de su representante en la tierra, el euro.
Y así podríamos seguir girando como ovejas pedorras dentro de una especie de Ripalda europeístico y tautológico.
Item más. De la misma forma que el espíritu misionero y salvador repartía huchas a todos los niños de la posguerra para que la salvación que viene de lo Alto llegase también a los negritos o a los chinitos y se bautizasen, de esa misma forma, digo, pero tirando de largo, los mandamases han repartido autocares entre el gentío del premilenio para que la salvación que viene de lo Alto de Europa, el euro o sea, también se extienda entre los niños necesitados y conozcan las ventajas de la conversión (la conversión de la peseta en euros, quiero decir). Y así, han creado la gentil figura del euromóvil, un autocar «especialmente habilitado como aula educativa para informar sobre el euro de una manera didáctica, gracias a su pantalla gigante y a los diez monitores de ordenador de que dispone». Y había que observar la satisfacción salvadora, casi mesiánica, del Secretario de Economía Cristóbal Montoro cuando calificaba al chisme euromovilístico como «fundamental para que el ciudadano se familiarice con la nueva moneda».
Lo malo es que las ayudas salvadoras, a veces, encuentran la oposición de un demonio actualizado y pertinaz que se empeña en anublar la diafanidad luminosa de la redención económica. Así ocurrió en Coria, sin ir más lejos. Los señores maestros llevaron a los niños hasta los alrededores de la Casa de Cultura para que recibieran las admoniciones misioneras del euromóvil. Pero héte aquí que el autocar, la pantalla gigante y los diez monitores de ordenador de que dispone se habían esfumado. Los niños aguantaban bajo la lluvia y el frío. Por lo visto, nadie había dispuesto un aparcamiento apropiado para el autocar, nadie había preparado las conexiones eléctricas y, en fin, nadie había coordinado de forma sensata la actividad euromisionera. ¿Tal vez la falta de un guía o caudillo mesiánico, monitorizador y europeo que invoque la salvación que viene de lo Alto? (De la euroaltura, quiero decir). Eso.
EL CALCETÍN DE TAPIÈS
(23-1-1999)
JUAN GARODRI


El riesgo no es más que eso, un riesgo. Todo el mundo ha corrido algún riesgo en su vida, en la juventud o por ahí, para poder soltarlo en la barra del bar, a la hora de los vinos, y alimentar con él los particulares engreimientos y vanidades que afloran espontáneamente al olor de las tapas y al reclamo de los eructos cerveceros.
Hay cientos de ejemplos arriesgados. El corredor de fórmula uno, el jugador de bolsa, Clemente cuando plantea el juego del Betis como planteaba el de la Selección, el que asiste a un cursillo sobre la depresión y el estrés (lo cual que se arriesga a salir convencido de que es un psicopateado funcional) y, en fin, todo aquél que se aficiona a programas televisivos tipo “Corazón de invierno” o así (se arriesgan los boquiabiertos/as a padecer esquizofrenia auditiva provocada por la tontorrona melopea de la voz en off o, peor, a agarrarse el síndrome de la culifina, ellas, o el síndrome de los culimajos, ellos). De manera que no te fíes, colega, el riesgo salta donde menos se piensa, como las liebres.
Ahora, eso sí, ningún riesgo (voy a correrlo, qué remedio) como el de afirmar, rotundamente, casi descaradamente, la ligera, frívola, irreflexiva, maquinal y precipitada e inculta tomadura de pelo que, subrepticiamente, me recorre el espinazo como un escalofrío malsano, cuando visito alguna exposición de las llamadas artísticas en las que lienzos pintarrajeados con la ingeniosa carencia del talento, pedruscos arcillosos amasados con la burda pretensión del ingenio y hierros retorcidos con el descaro crematístico de los chatarreros, pretenden traducir (introducirme en) las sinuosidades desdobladas del inconsciente. Las bellas artes. ¡Y una mierda!
Verás. Cuando entré en la sala de la Exposición (apabullantemente montada con esa decoración de nuevo rico cultural, sin miedo al dispendio, con que determinadas instituciones lanzan la casa por la ventana, conscientes de que tiran con pólvora ajena), pensé que me había equivocado de Sala. Ollas y cazuelas que ni el más depresivo de los lañadores callejeros se hubiera atrevido a restañar, aparecían situadas en lugares preferentes, airosamente expuestas en sus peanas (esas efigies diseñadas para nutrir tal vez la sorpresa de la patanería), ollas y cazuelas, ya te digo, que ofrecían la indigencia de sus orificios oxidados a los atónitos ojos de los visitantes, ávidos de inquietud supuestamente cultural.
Me acerqué a una cazuela (Objeto II, rezaba la leyenda) dispuesto a extraer sus calidades estéticas y no había forma: era exactamente igual a la que puedes encontrar en cualquier basurero. Yo daba vueltas alrededor de la peana, me acercaba, me retiraba, inclinaba la cabeza a derecha e izquierda, achicaba los ojos al modo como hacen los entendidos cuando se obstinan en extraer como sea la aureola estética de las obras de arte. Pero ni por esas.
Y, aunque consciente de que el valor estético de una obra no depende exclusivamente del tema, no, sino de su tratamiento artístico, mi falta de talento me incapacitaba para admitir ambos compuestos. A saber:
a) El Objeto II carecía de tema porque ya no era una cazuela: la carencia de hondón, las abolladuras oxidadas y las arrugas metálicas habían reducido su esencia a la subespecie de los desperdicios,
b) El Objeto II no había sido sometido a tratamiento manipulador que lo elevase a la categoría de obra de arte porque, a lo que parecía, conservaba la indigencia y suciedad del basurero.
En esto que oigo una voz junto a mi hombro.
—Genial, simplemente genial —afirmó confidencialmente—, el Objeto II es un resumen casi perfecto de la belleza ideal.
—En el Critias, Platón ya hablaba de la belleza ideal— repuse mosqueado.
—Sólo pretendía ayudarle —se disculpó.
—Ah bueno. Vale —acepté.
Y entonces se explayó. Como si me conociera de toda la vida, afirmaba que si uno llegase a profundizar en la contemplación del Objeto II podría obtener una formidable percepción del silencio, porque el Objeto II era el silencio. No tuve más remedio que hacer una ligera reverencia a aquella especie de chatarra ferruginosa aturdida de silencio. Insistió, además, mi desconocido tutor artístico en que apreciase los óxidos, la fabulosa textura de los óxidos que proporcionaban al Objeto II una indiscutible presencia dentro de un ámbito referencialmente acústico. Lo miré. Y la aparente seguridad de sus explicaciones contrastaba con la lenta pero incontenible sensación de analfabetismo existencial que me atrapaba. Para acabar de hundirme en la miseria conceptual, me rogó que apreciara las soldaduras. Las viejas soldaduras del estaño proporcionaban un mundo indescriptible de sombras que transportaban al Objeto II al mundo de lo imposible, al ámbito misterioso de los sueños.
Cabizbajo, salí de la sala de Exposiciones. En el vestíbulo, varios entendidos, supongo, intercomunicaban emocionadamente la densidad de sus conocimientos artísticos. Y así como los pórticos de las iglesias suelen mostrar a la veneración de los fieles, si se tercia, algún cuadro de la Patrona o alguna imagen del Patrón, también colgaba de la pared del vestíbulo una reproducción, a gran escala, del calcetín de Tapiès, con su roto y todo. A su amparo, discutían los entendidos.
LOS PUENTES
(18-1-1999)
JUAN GARODRI


La larga polémica sobre el concepto de romanticismo (vamos a dejar aparcados en la cuneta, si te parece, a Lovejoy y a Wellek si no queremos marear más la perdiz sobre el asunto) vino a ser algo así como una pelea de gallos en corral literario. Y no digamos si la cuestión recae en el romanticismo español, ese desfase tan celtibérico que pretende descubrir la naturaleza en las ruinas del pasado en vez de adivinarla en las iluminaciones progresistas del futuro.
Bien. No es que presuma de nostalgia romántica, qué quieres que te diga, pero cuando recorro los atardeceres incomparables de la Sierra de Gata y entreveo la silueta tornasolada de los viejos puentes, germina en mi interior una especie de evanescencia sentimental y rosácea que se aferra a los ejes de la memoria con la persistencia de la miel, esos recuerdos insoportables, de felices, que aletean entre los pliegues (no tan psicasténicos como aseguran) del romanticismo no superado.
Veamos. Te detienes, por ejemplo, en el puente que cruza el Árrago, junto al camping de Gata. (Ah, las aguas del Árrago que, desde Robledillo, bajan lamiendo la Sierra y la ungen de fertilidad e inocencia). La extraordinaria soledad del agua lanza furiosos lengüetazos contra el silencio, esa claridad transparente en que se mueven las truchas. Te pierdes entre ellas y adivinas la historia de sus orillas, el fluir de otras vidas traspasadas por el trasiego del trabajo tras el olivo y los castaños, como en una reencarnación medieval de la humildad y el sosiego.
O te asomas al puente que baja desde la Fatela, camino de Acebo. O te acercas hasta el viejo molino, junto al puente de Perales. O serpenteas hasta la esbeltez icónica del puente que pervive entre la Fatela y Villasbuenas. No puedes evitarlo. Te invade la nostalgia romántica, esa insoportable levedad que te retrotrae al pasado y a las piedras ruinosas, como a un Bécquer cualquiera, enfermo de naturaleza.
Y una historia de amor sobrevuela entre los alerces, junto al puente, como una paloma acrónica que aletea a la caída del sol, aturdida de cronología. O, tal vez, una historia de odio persiste entre las paredes, aferrada al musgo y a los recuerdos, una historia arrebatada y trágica, como eterna navaja resistente al óxido que gotea la noche.
Los puentes de la Sierra de Gata. Ruinosos y esbeltos, adormecidos e increíbles. Cualquier puente simboliza un nexo, una unión entre dos contrarios, una orilla y la otra, una dificultad y la otra. El puente ‘salvaba’ la relación antagónica y convertía los sujetos en identidades deseables. Hasta el arco iris era un puente antiquísimo en el que los hombres ayuntaban las relaciones, más o menos descoyuntadas, con la divinidad. Los puentes. Son tantos, que no hay recuerdos ni dedicatorias encendidas, aplicables a todos y cada uno de ellos.
En fin. Para que no me taches de trasnochado y palizas, y para deshacer, al mismo tiempo, la precedente gilipollez romántica, voy a trasladarme a la actualidad y a rogarte que aplaudas conmigo los esfuerzos del equipo de profesionales y alumnos de la Escuela de Caminos de la Universidad de Extremadura que, según he leído, están inventariando (o ya quizás hayan inventariado) los puentes extremeños. Amén.
LOS MAGOS
(8-1-1999)
JUAN GARODRI



A finales del siglo XVIII, la Revolución Francesa mandó al cesto del verdugo todo el simbolismo que los reyes acumulaban y que abarcaba desde imaginarlo como depositario de poderes de origen divino hasta considerarlo como garantizador del orden cósmico; desde pensarlo como mediador instalado en el eje del mundo hasta aceptarlo como defensor del pueblo contra toda clase de males.
Aquello se acabó, ya sabes. La afilada violencia de la guillotina primero y los disparos, más o menos acertados, de los votos democráticos después, han derribado definitivamente aquella imagen regia portadora de referencias divinas y carismáticas.
Y no es que esté apesadumbrado por el acontecimiento, porque a mí, en cuanto a reyes, ni fu ni fa, qué quieres que te diga. Pero había que tener los ojos de la sumisión muy cegajosos para que el personal aceptase sin rechistar, en aquellos tiempos de maricastaña, la tomadura de pelo institucional que suponía, por ejemplo, que el rey se cepillase jerárquicamente a toda hembra placentera, viniese o no a cuento, y que la reina se amachambrase, a las primeras de cambio, con cualquier palafrenero. Sin ir más lejos, relatan estos días las purulentas revistas del corazón (toma eufemismo cardiopático) que la Queen Grandmother Victoria, con más correa que una higuera, para no desmerecer de antecesores ni sucesores, anduvo liada durante años con un guardabosques. Pues eso.
Sin embargo, y a pesar de lo del ni fu ni fa, los reyes (magos) no han muerto, ni mucho menos. Todo lo contrario: la imagen de los reyes cobra dimensiones casi esotéricas durante estas fechas tan señaladas, de manera que el repeluzno es clamoroso y me dan ganas de abrirme y largarme a Australia, si pudiera, que andan por allí preparando magnificadoramente los fastos para la próxima Olimpíada en lo del Sidney 2000.
Los que no se largan ni a la de tres son los reyes de la publicidad, esos comecocos miserables que sorben el seso de la niñez y desarrollan indignamente el ego de los padres para impulsarlos a la adquisición de las más innecesarias, estúpidas e incluso peligrosas mercancías. Y así, enmascarados tras la iconografía pseudo religiosa, los tiburones, buitres y demás fauna predadora de la publicidad comercial, promocionan la figura de los Reyes que vienen de Oriente, pero que de muy oriente, de China, Taiwán y por allí, cargados con el oro, el incienso y la mirra de la insensatez y, quién sabe, tal vez de la perversidad.
Porque a ver quién justifica, digo yo, la aparición de juguetes(?) tan pavorosos como los ‘yugulator’, ‘violator’, ‘depredator’ y otros artefactos semejantes que los reyes de oriente con cara de Kung Fú amarillo exportan en camellos galácticos y en renos siderales para depositarlos en el angelical zapatito infantil. De esta forma, el angelical zapatito infantil se transforma a todo meter en anticipadas dosis de perversidad y mala leche con las que se pueda fastidiar al enemigo y conseguir que Pepito muerda el polvo.
Y la madre, esa culebronera del quinto que recibe siempre al butanero con la arrogancia de las ondulaciones mientras el culo se le hace calisay al observar las miradas que el mozo dirige a su pechuga, la madre, digo, muestra orgullosa a las vecinas el ‘violator’ que los reyes magos de oriente de China y Taiwán le han traído a su niño, mi amor, para que adviertan lo libre de prejuicios y lo desinhibida y lo moderna que es ella a estas alturas expiratorias del siglo. Y las vecinas observan, con cierto estupor embadurnado de misterio fisiológico, cómo el ‘violator’, pertrechado en su vehículo lanzamisiles, se encrespa y se endurece dentro de la simulación icónica y fálica que lo representa y cómo el niño, mi amor, empieza a adiestrarse en el duro oficio de la barrena violadora y delincuente.
Y el padre, ese paso-de-todo mientras yo pueda rellenarme de cerveza en el bar de la esquina en tanto que aguardo el paso de las tórtolas, tan fugaces y livianas al atardecer, para atiborrarme de pechugas y deseos, el padre, digo, muestra a los compinches cerveceros el ‘yugulator’ que los magos de oriente de China y Taiwán le han traído a su hijo, que es la hostia, tío, y se parten de risa al observar las piruetas agónicas de la víctima cuya cabeza ha introducido su hijo (aprendiz de verdugo tal vez superdotado) en el agujero mortal de la unidad de tortura para que el enemigo se joda y se retuerza hasta que casque y deje allí el pellejo.
Y el tío Carlos, ese pesado insoportable que se ha pasado la noche de Año Viejo asegurando a la grey familiar que en este país nadie tiene un duro y que lo de la justicia y la delincuencia y las cárceles es una vergüenza nacional y una mierda, el tío, digo, va y le regala al niño un artilugio que simula, a escala real, una pistola Smith & Wesson, y ensalza la puntería infantil cuando el angelito atraviesa una manzana colocada en la cabeza de Troski, el perro. ¡Cómo mola!
Ya sé, ya sé, que puede parecer exagerado lo que voy diciéndote. Y admito que tú y otros muchos regaláis libros y juguetes didácticos a los hijos, mira qué bien. Pero no por ello es menos cierto. Y aunque, según dicen, roza los límites de la obscenidad la manifestación ostentórea de los sentimientos, proclamo que odio la violencia con la misma intensidad que cualquiera que odie la violencia.
Moraleja: deseo con todas mis fuerzas que los reyes magos de oriente bélicos naufraguen cuando crucen el Océano Índico. Y que, sin violencia, en medio de las olas luminosas de la publicidad, se ahoguen mansamente. Por lo menos.
LOS NOMBRES
(6-1-1999)
JUAN GARODRI


Ahora están de vacaciones, ya sabes. Durante estos días de Navidad y siguientes, colega, te ves libre de alumnos y has lanzado a la estepa helada de finales de diciembre el sonsonete didáctico. Por eso no voy a recordarte ahora el agridulce epígrafe gramatical que alude al nombre, núcleo del sintagma nominal, definición, clasificaciones, y todo eso.
Ya sabes, qué voy a decirte de ello, que el nombre es algo así como una convención léxica asentada en las tripas de la diacronía. Y que muchos gramáticos, propedeutas y gente entendida pretenden hacernos creer, más o menos, que desde antiguo el nombre es una equivalencia de la realidad nombrada. Creo que sí. Verás.
La otra mañana me adentraba yo por los peligrosos vericuetos, atestados de carritos, de un megasupermercado a la búsqueda de mis yogures preferidos. Ya se sabe que cualquier consumidor que se precie circula por entre los estantes y secciones de las grandes superficies (yo no, me reconozco inútil) con ese aire de naturalidad y autosufi­ciencia que proporciona el dominio del ámbito consumista y el convencimiento de las prerrogativas que otorga el hecho de pagar. Y así, el gentío se apresura a lo de la compra de forma desorganizada, como si las reservas se agotasen, y ni miran siquiera dónde ponen la esquina del carrito. Están en lo suyo y para eso pagan.
Yo caminaba, ya te digo, esquivando como podía las metálicas agresiones de las esquinas de los carritos, que se empeñaban en golpear como si tal cosa mis rodillas, atolondrado por el éxtasis consumista del personal y asqueado por el sonsonete definitiva­mente insoportable y turronero de la musiquilla navideña (esa originalísima melodía que desea paz digitalizada y felicidad tontorrona a todo quisque que adquiera seiscientos cincuenta gramos de jamón cocido y una botella de tinto medianamente aceptable).
En esto que, mira por donde, una señora joven de muy buen, pero que de muy buen ver, todo hay que decirlo (gabardina abierta, falda corta, gorrito monísimo y abundante melena tipo locutora de ‘Corazón navideño’ y compañía, esas culifinas que imponen la moda y exponen las sandeces conyugales), arrastraba de la mano a su hijo de corta edad, ser indefenso y angelical que propinaba patadas a los transeúntes y encima había que sonreírle. El niño berreaba, pateaba, brincaba y hasta mordía, según pude apreciar, porque pretendía salirse con la suya y conseguir algo que la madre no quería concederle. La joven madre le aplicó una mediana colleja en el colodrillo que lo hizo enmudecer. Lo sorprendente, no obstante, consistió no en el liviano castigo materno aplicado a la insoportable insistencia infantil, sino en las palabras que pronunció la madre: «¡Cállate ya, Crístofer-Yónatan!», gritó irritada.
El paquete de yogures se escapó de mis dedos y tuve que improvisar unos arriesgados movimientos de equilibrista para recuperarlos. La duplicidad onomástica, añadida a la pronunciación decididamente indígena de los antropónimos sajones, me taponó los oídos mientras las sílabas percutían en mi interior y vibraban como pequeñas esquirlas metálicas. Oh Dios, aquella madre no se había conformado con uno, le había colocado al niño el estigma de dos horripilantes sambenitos, como si la criatura tuviera culpa de algo. Porque lo más probable era que el niño se llamase Crístofer-Yónatan Fernández, o Crístofer-Yónatan Pérez o, lo que es peor, Crístofer-Yónatan Gil. Tal vez haya sido la abuela, me dije movido a compasión, porque la joven madre de muy buen ver aparenta un estilo que no se corresponde con el desacierto onomástico. O tal vez haya sido la tía Etelvina o la prima Enriqueta, esas culebroneras que se dan en cualquier familia y que se empeñan, a toda costa, en amadrinar a los niños aplicándoles nombres característicos de los seriales televisivamente lacrimógenos.
Pase lo de la multiplicidad antroponímica del nieto del rey, porque fuma en pipa lo de Felipe Juan Froilán de Todos los Santos. Pase lo de mi primo el odontólogo que se empeñó en llamar a su hijo, desoyendo científicamente el griterío del estupor familiar, Pedro Jorge María de la Concepción Eduardo, en medio de una mezcolanza asexuada y sorprendente. Pase. Al fin y al cabo, tales nombres responden a la contundente sonoridad fonética del castellano. Pero es que lo de Crístofer-Yónatan se pasa de la raya, amigo.
Como quiera que fuese, la cosa ya no tenía remedio. Y, tal como te decía al principio, el nombre era en este caso, me parecía, una equivalencia totalmente semejante a la realidad nombrada. Porque ¿cómo iba a comportarse correctamente un niño al que llamaban Crístofer-Yónatan? Lo natural, con un nombre así, era que brincase, berrease y diera patadas. Y hasta que mordiera.