viernes, 4 de septiembre de 2009

AGRESIVIDAD
(14-10-2001)
JUAN GARODRI

De qué nos quejamos. No me refiero a la guerra contra Bin Laden. Ya hablan de ello los periódicos y la televisión, que menudo arsenal informativo les ha llovido del cielo con lo de la guerra, tanto como para no tener que preocuparse por la caza y captura de la noticia durante años, a lo que parece.
Me refiero a la agresividad como elemento característico del ser humano, esa propensión a atacar que brota de lo más íntimo de cada uno, esa tendencia a la embestida de la que no se libra nadie, por humilde y resignado que sea.
Y, aunque parezca mentira, me pongo colorado cuando pienso en la inutilidad de las ideologías que, a lo largo de los siglos, han pretendido solucionar el problema de la agresividad sin conseguirlo.
El cristianismo es una ideología que propugna la paz.
El islamismo es una ideología que propugna la paz.
Sin embargo, siempre, históricamente, han estado en guerra.
Se admite un dogma (entendiendo por dogma una escuela doctrinal), se adoctrina con él, se instruye e incluso se profesa en él, se abraza enfebrecidamente creyendo que la salvación está en él: sin embargo, sus impulsores y propagadores no actúan de acuerdo, en la práctica, con él.
La ira, el odio, la hostilidad o el aborrecimiento han sido siempre más poderosos que el amor o la predilección.
Una mirada a la Historia puede llegar a convertirse en una mirada triste, obnubilada por el fulgor de las espadas o por el fogonazo de la pólvora. No ha existido siglo, ni medio siglo, ni cuarto de siglo, en que no se haya dado pábulo a la agresividad, en que no se haya desarrollado el odio, en que los mandamases no hayan mandado a la muerte a miles, a cientos de miles de seres inocentes, entendiendo por inocencia la no participación voluntaria en el hecho agresor o en el hecho recipiendario de la violencia.
Porque parece que hay que recibir la violencia casi obligatoriamente, casi genéticamente, de la misma manera que recibimos el color de los ojos o la adquisición del lenguaje.
Nadie contempla la vida desde el gozo, sólo desde la crispación.
Aunque tal vez no sea así. Tal vez nos impongan la violencia, nos la enseñen, nos eduquen en la violencia los que mandan, esos que envían a matar con la excusa de la defensa de los ideales, con el pretexto de la autoprotección, con la justificación de la venganza. Mandan a matar y mandan a morir. Al mismo tiempo que invocan las esencias patrióticas, o religiosas, convocan a la destrucción y al exterminio. Pero ellos permanecen protegidos en sus bunkers.
Se me viene a la cabeza el episodio legendario de los Horacios y los Curiacios, allá por el siglo VII a. de C. Leo en la enciclopedia Salvat que tuvo lugar durante el reinado de Tulio Hostilio, en el transcurso de la guerra entre Roma y Alba Longa, en la Italia prelatina. Para evitar el exterminio generalizado de sus soldados y habitantes, las dos ciudades convinieron en hacer depender la suerte de la guerra del resultado de un combate entre tres guerreros de cada una de las dos partes. Eran los jefes los que iban a luchar representando al pueblo. En el primer encuentro, cayeron muertos dos de los tres campeones romanos, los hermanos Horacios, vencidos por los campeones albanos, los tres hermanos Curiacios. Sin embargo, el tercer Horacio, con una fingida fuga, logró separar a los Curiacios, y uno tras otro les dio muerte, obteniendo así la victoria para Roma.
Y digo yo, aun a riesgo de caer en el peligro del reduccionismo, si no sería posible, deseable al menos, que salieran a la palestra bélica George W. Bush, rodeado de sus generales y jefes de gobierno aliados, y Osama Bin Laden, rodeado de sus lugartenientes y encubridores. Y que convinieran una lucha personal y cruenta. Los que vencieran, tendrían derecho a imponer las capitulaciones pactadas de antemano, y los vencidos tendrían la obligación de someterse a ellas, si es que sobrevivían. De esta forma, se sacrificaban en aras de la patria y, de paso, se evitaba la muerte de miles de ciudadanos, la mayoría de ellos inocentes.
Pero esta actitud ejemplarmente inmoladora es hoy día insostenible.
Bush no puede ser un Horacio ni Bin Laden un Curiacio porque el concepto de gobierno ha evolucionado tanto como las naciones han cambiado.
Todo el mundo comprueba que cambian los tiempos. A mí me gustaría saber por qué cambian. Una explicación sencilla y popular, al alcance de cualquiera, que ilustrase acerca de la pesarosa constatación del cambio de los tiempos. Porque para explicaciones filosóficas, o sociológicas (justificantes siempre del maldito poder económico, causa primera y raíz de todo conflicto), no necesitamos las alforjas de un viaje conceptual. Además, ya las conocemos.
Como quiera que sea, el germen de la agresión se multiplica dentro de cada uno. El personal anda enrabietado porque no alcanza aquello que desea. Y hoy nos hacen desear tantas cosas inasequibles que la rabia contra el que las posee se trasluce en una actitud agresiva cotidiana. A ver qué otra cosa, sino agresividad rencorosa, es la actitud del gentío contra el Camacho gescarterista. Nadie lo desprecia porque estafara miles de millones. Lo desprecian porque se gastaba un millón de pesetas en la adquisición de un chaleco. A ver por qué yo tengo que contentarme con unos calzoncillos de 3 euros adquiridos en el revuelto montón del mercadillo, y él los usa ‘boxer’ de 135 euros la pieza. No es de extrañar que uno se cabree y, como consecuencia inmediata, la agresividad aflore en las relaciones interpersonales.
¿Qué especie de Camacho internacional hace que aflore la agresividad entre las razas? Dicen que toda la agresividad es culpa del terrorismo actual y de las víctimas que ocasiona.
(No sé por qué, al llegar a esta linea final se me ocurre pensar en las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Debo de estar soñando).

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