jueves, 22 de octubre de 2009

UN OLOR TAN PEQUEÑO
(22-1-2005)
JUAN GARODRI


El olor era algo tan pequeño que apenas trascendía, era algo que acompañaba externamente al cuerpo arañando el deseo de los frutos de aquel árbol prohibido. Éramos pequeños. Hace tantos años. Después fue cambiando el rumbo de la vida y los atardeceres se mudaron. Y el olor del trabajo se extendía por ambos brazos y las generosas primeras gotas del sudor humano refundieron la espalda con aroma que manaba del músculo y cansaba y era bueno sentirse fatigado. La gente trabajaba desde el amanecer. Y el alba desprendía un olor inocente que alimentaba la fatiga diaria.
Mi amigo Machaco (interpretado entre las dimensiones de sus esculturas, lucha ahora con un minotauro descomunal y hercúleo) me dice que no existe olor tan penetrante como el olor de la guitarra que acariciaba de pequeño, un olor que recuerda como un rostro, un olor actual y ciudadano al que no ha abandonado, que no ha olvidado sino que lo habita y que a veces lo revive y lo equilibra dentro de sus alucinaciones.
Olían los objetos a infancia radiante y acertada. Los lápices, cuadernos, gomas y tinteros desprendían el aroma de la escuela. Y a pesar del brazo en alto frente al cuadro de Franco, a pesar de las collejas del maestro y de los caralsoles y banderas, el olor del jersey tejido a mano por la abuela dejaba tras de sí un rimero de lanas inexpertas y nuevas.
El río en el verano se peinaba con juncos de la orilla y el olor de los peces traspasaba el pedazo de pan de la merienda. A veces mi madre adornaba con una cucharada de miel la estrecha rebanada y el olor pegajoso y dulce perduraba en los dedos durante toda la tarde. La miel te prestaba un olor satisfecho, de abundancia infantil y heterogénea que discurría entre las escaseces y la cartilla del racionamiento como un riachuelo de excepcionalidad.
La feria de San Pedro (29 de junio) era la feria del olor y la animación. Los puestos de dulzainas en el Rollo atraían la presencia infantil de los sentidos ante la pegajosa dulzura del turrón de miel y almendra, que la mujer de La Alberca (pañoleta y saya negra) partía con un hacha y regalaba a los presentes las migajas. En la Corredera se extendía el olor penetrante del cuero curtido: los puestos de los curtidores de Torrejoncillo exponían a la venta sus productos, zapatos y botas de cuero para el invierno, aparejos para las caballerías, colleras, cabezales y albardas, toda la sencillez olorosa del aprovisionamiento.
¿Qué a qué viene este rollo sentimental y delicadamente sensitivo? Pues viene a que el olor de ahora es pura mierda, escatol en estado puro, ese gas putrefacto que emana de las cosas excrementicias. Piensen ustedes en los noticiarios, pura basura rimada, el egoísmo político de los nacionalismos, la violencia doméstica y la mentira injustificable de la guerra de Irak que, aunque ya ha dejado de ser noticia porque no vende, no cesa en su cruento goteo de muertes diarias.
La publicidad de la perfumería es un prodigio de técnica digital e infográfica. El personal adquiere sofisticadas esencias que disimulan la carencia interior que lo avasalla, el perfume del atractivo físico, el poderío sexual que transmiten unas gotas en el cuello o detrás de las orejas. El gentío se transforma en el modelo publicitario, de cuerpo perfecto y de insinuaciones ondulantes.
Jamás, sin embargo, el ser humano ha olido peor, a lo que parece. El odio, el egoísmo y la insolidaridad huelen que apestan. Y el sano olor tranquilo de la infancia se ha transformado en un viento insalubre que corrompe lo poco que nos queda de inocencia. Tenemos la conciencia forjada de elastómero, tan acostumbrados al móvil y a la tarjeta de crédito, tan dominados por el plástico y el ansia desatinada de los bancos y sus comisiones de mantenimiento, el arte inaceptable de cobrar por todo. Mientras los grandes escándalos financieros rodean el mundo como una línea obsidional, millones de seres humanos se van a criar malvas. Apestoso.
Mi tío Eufrasio me recrimina esta actitud pesimista y derrotada. Le respondo que sí, que no le falta la razón. Pero mientras siga viendo lo que veo y oyendo lo que oigo, la escatología (acepción 2) me obliga a taponarme la nariz.

No hay comentarios: