lunes, 12 de octubre de 2009

DE REYES
(11-1-2004)
JUAN GARODRI


Los ojos muestran la esencia del alma. La afirmación es arriesgada porque habría que dilucidar en primer lugar qué es el alma, en segundo lugar qué es la esencia y, en tercer lugar, qué es la esencia del alma. Plotino afirmó que el alma es un medio entre lo inteligible y el ámbito de lo sensible, una especie de puente entre la totalidad indivisible y la singularidad divisible de los cuerpos. Y a medida que avanza y se acerca a través del mundo de los hombres, de los animales y las plantas, el alma emerge por medio de una reducción que la separa de la totalidad y la sitúa en la singularidad de cada uno de los seres. Qué cosas. Y la de vueltas que da la vida. Ahora nadie admite lo del alma, influido como está el personal por la importancia del euro y la fecha y hora del inicio de las rebajas. Sin embargo, en épocas anteriores, se tomaron muy en serio la cuestión del alma. Al pobre Lucilio Vanini lo quemaron en Toulouse en 1619 por afirmar que eso del alma es un cuento más o menos infantil y que de inmortalidad personal nada, que sólo hay una inmortalidad universal. Lo quemaron y se quedaron tan frescos. Probablemente, el olor a chamusquina de sus sayos y la reducción a ceniza de sus huesos desintegraron la unidad singular del alma que revoloteó desconcertada convertida en pavesas. Y, para colmo, Pedro Ramus, universitario renacentista, profesor en Heidelberg a mediados del siglo XVI, proclamó que todo lo que había dicho Aristóteles era mentira. Y es que los renacentistas no se andaban con tonterías o disimulos filosóficos. Sin ir más lejos, nuestro humanista eximio Juan Luis Vives se puso del lado del antiaristotelismo porque la fidelidad extrema a la escolástica suponía una barrera al progreso de las ciencias naturales y sus métodos empíricos. Como para hablar del alma.
Así y todo, los ojos muestran la esencia del alma, afirmo. Hay ojos inocentes y ojos culpables, ojos candorosos y ojos taimados, ojos pacíficos y ojos violentos. Lo que demuestra que desde dentro, es decir, desde el alma, brota la inocencia o la culpabilidad, la ingenuidad o el disimulo, la concordia o la beligerancia, cualidades que se quedan clavadas en los ojos como un pirograbado espiritual y místico producido por algún fogonazo interior . Si se exceptúan los ojos de los Simpson, quiero decir los ojos de los hijos de la familia Simpson, de acentuada, teledirigida y perversa protuberancia, los ojos de los niños, por regla general, son ojos inocentes y candorosos, como su alma. El alma de los niños todavía no ha traspasado la barrera del desencanto. El alma de los niños se nutre todavía de la ilusión, esa fuente que mana leche y miel. Por eso admiten la existencia de los Reyes Magos, y creen en ellos, y los esperan, tal como el adulto admite la existencia de la lotería y cree en ella, y la espera como un maná que sacie su hambruna de millones. El adulto no cree en los Reyes Magos, qué va, y te encuentras por ahí incluso a quien le resulta intolerable la cabalgata de Reyes, y hasta algún medio, televisual o radiofónico, ha dedicado algún espacio a la guasa criticona basada en la mezcolanza ridícula de sus majestades de oriente con papá Noel. El adulto no cree en los Magos. En los Magos sólo creen los niños que aún no han sido apuñalados por la decepción, y sus ojos muestran la esencia ilusionada del alma (pobres chiquillos engañados, la ilusión es una entidad abstracta que carece de existencia real). El adulto no cree en los Magos, pero cree en la lotería, en la bonoloto, en la primitiva, en la Once, en la quiniela y en otras entelequias recaudatorias que fundamentan la pulsión de su atractivo en otra entidad abstracta no menos inexistente: la suerte, y en ello sus ojos muestran la esencia codiciosa del alma. Se plantea, pues, una oposición, siquiera dialéctica, entre la ilusión y la suerte. Ilusión versus suerte. Ilusión la del niño que acepta los reyes, y cree en ellos, como plenitud de una posesión cercana y real: el juguete. Suerte la del adulto que se somete al abrazo multitentacular de la lotería, y la acepta, y cree en ella, y la espera cada semana tal como se espera un sueño: los millones. Puestos a comparar, no se sabe a ciencia cierta qué grado de abstracción e irrealidad es mayor: la ilusión o la suerte. La ilusión del niño que llena la plenitud incontaminada de sus ojos. La suerte del adulto que satura sus deseos de posesión omnímoda: los millones. El niño pretende el juguete a través de la ilusión: él no ha trabajado para conseguirlo. El adulto pretende los millones a través de la suerte: tampoco ha trabajado para conseguirlos. Existe, sin embargo, una diferencia entre la ilusión del niño y la suerte del adulto. El niño suele conformarse con lo que le ‘echen’ los reyes. Para él la importancia está en el juguete, considerado en sí mismo, no está en el valor económico que desconoce. (Sólo la vanidad de los padres, mejor juguete cuanto más caro, ocasiona que el niño se desconcierte con la adquisición inesperada de múltiples juguetes, aunque no esté interesado en ellos). El adulto no suele conformarse con lo que le caiga: exige a la suerte el premio gordo, el cuponazo, el quinielazo, y cree y espera que le toque el rey mago de la suerte.
En cierto sentido, me ha conmovido la anécdota que escuché ayer en la radio. Alguien contaba que un periodista, cubriendo la información de la cabalgata de Reyes, puso el micrófono ante la boca de un niño y le preguntó:
—¿Qué te gustaría que te trajesen los Reyes Magos?
Los ojos del niño mostraron la esencia emocionada de su alma. Contestó:
—Un charco para poder saltármelo.
Fin.
Juan Garodri, escritor

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