sábado, 3 de octubre de 2009

TRAICIÓN EN SALSA VERDE
(21-9-2003)
JUAN GARODRI


Como cualquier palabra abstracta, la traición carece de límites reales que la relacionen con una entidad real. La traición no anda por ahí, como puede andar un coche. Sin embargo, su invisible presencia se acomoda entre los seres humanos con frecuencia ineludible. Y entre los programas televisivos.
La iconografía antigua representaba a la traición con la figura de una mujer vieja, de aspecto sucio y repelente, que abrazaba a un joven y lo besaba, a la vez que se disponía a asestarle una puñalada. Quizás el motivo del beso procediera del beso de Judas, arquetipo del traidor en la abundante literatura cristiana del medievo. “Iudas mercator pessimus osculo tradidit Dominum”, canta uno de los admirables responsorios de la polifonía clásica. Judas, pésimo comerciante, entregó al Señor con un beso. Ahí reside la idea de la traición: en la entrega. No se trata simplemente de un quebrantamiento de la fidelidad que se debe a algo o a alguien, sino de algo valioso que, perteneciendo al amigo, el traidor entrega a los enemigos. Y a los programas televisivos.
Curiosamente, la palabra ‘traición’ está relacionada léxicamente con la palabra ‘tradición’, que, siendo lo mismo etimológicamente, no dejan de resultar distintas. En efecto, ambas proceden del mismo étimo latino ‘tradere’, que significa entregar, y del sustantivo verbal ‘traditio’, que significa entrega. Pero mientras la tradición es la entrega que una generación hace a otra de su cultura, es decir, la transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos o costumbres hecha de generación en generación, la traición es algo oculto, preferentemente individual, escondido en lo más turbio del hombre. Y todo a causa de una ‘d’ intervocálica conservada en la palabra tradición y omitida en la palabra traición. Que una palabra derive de otra es, desde luego, un hecho histórico cuyos efectos perduran en tanto que la palabra sigue en uso. Pero la relación que por lo mismo se establece entre las palabras aparece con todo menos duradera. Alteraciones de la forma fónica o cambios en el uso, generalmente ambas cosas a la vez, hacen que las palabras se separen entre sí. Tradición y traición. Esta es la opinión de Walter Porzig.
Después de este rollo incruento y patatero, venimos a dar en que traición y tradición, aun siendo las mismas en su origen, andan ahora cada una por su lado, aunque no del todo. No es de extrañar que una sea la buena y otra la mala. Y es que la traición es así de mala. Mientras la tradición transmite oralmente hechos y costumbres entre generaciones, la traición se acomoda en las entretelas de la individualidad ya desde antiguo. Tampoco es cuestión ahora de relacionar hechos históricos que tuvieron lugar gracias a la actuación de un traidor. Pero en cualquier período de la historia surgía el tipo que decía, hala, a traicionar, y se pasaba el día pensando en qué métodos podría utilizar para llevar a cabo su perfidia, y de esta forma hundir en la miseria del descrédito al político, al jefe, al marido o a la suegra. Y enriquecer los programas televisivos.
Y es aquí donde vuelven a unirse los términos de tradición y traición. Porque la tradición de traicionar, tan arraigada en los comportamientos y conductas humanos, ha llegado a nuestros días transmitiéndose de generación en generación y, sorprendentemente, no ha permanecido por ahí esperando a ver quién traicionaba, no, sino que se ha instalado ladinamente en el medio más querido, admirado y reverenciado de todos los medios de domesticación de masas: la televisión. Así que a diario salen traiciones a cientos. Antes no. Antes, en casi todos los pueblos, bueno, pues había un traidor al que no se tenía muy en cuenta, y la gente decía, mira, ahí va el traidor, y la gente le daba de lado y ni tomaban el vino con él en la taberna ni nada. Y si el traidor era traidora, las mujeres le cortaban innumerables trajes verbales para cubrir la desnudez de su traición, pero ni aun así lo conseguían, por lo que la traidora andaba avergonzada y apenas salía de casa. Pero ahora no. Hoy día, en contra de la tradición (que condenaba la traición), los traidores se han convertido en héroes de barro relucientes y galácticos, gracias al beneficioso mensaje de sobremesa que, sobre ellos, emiten las televisiones. Así que terminas de recoger la loza y, a toda velocidad, pones la pastilla en el lavaplatos, dejas como los chorros del oro la vitrocerámica, enciendes la cafetera que te regaló el Banco por lo de los puntos, y entre el aroma del café y el humo del cigarro, te arrellanas para saborear la traición del día que está a punto de emitir “Aquí hay tomate”, por ejemplo. Y en esto que aparece una Conchi (¡cuántas Conchis traicioneras!, será por lo del nombre) inconmensurable, radiante, desinhibida y rajadora, y echa mano de la traición y se pone a traicionar a Manuel Benítez 'el Cordobés' sin cortarse un pelo, con la misma desenvoltura con que el diestro lidiaba sus toros. Fue una maravilla de función traicionera. Y había que ver los gritos y chillidos de alegría, de asombro, de regocijo, y hasta saltos y todo, que lanzaba la presentadora del engendro Carmen Alcayde (conductora, dicen los finos) cuando Conchi aseguraba que al Cordobés le encantaba mearle en la boca, y los gritos y alaridos y frotamientos de manos de Javier Conde, conductor del bodrio, cuando la traidora sacó un pañuelo con el anagrama del torero y aseguró que allí se conservaba la mancha almidonada del semen de El Cordobés. Fue grandioso. Un ejemplo práctico, a la vista del gran público, de cómo debe retransmitirse la distinguida actuación de una traidora.
Así que, nada. Gracias a miles de ejemplos de traiciones como el reseñado (Mila Santana, Andrés Pajares, Isabel Pantoja, y otros numerosos sujetos de traición), la sociedad española marchará triunfante, cara al sol con la bragueta nueva que tú bordaste en carne ayer, hasta que vuelva a brotar la primavera de más traiciones que ejemplaricen nuestra miserable existencia con la entrega-traición rutilante de sus olorosas asquerosidades.

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