viernes, 2 de octubre de 2009

SOBREIMPRESIONADOS
(3-8-2003)
JUAN GARODRI


Anda uno releyendo estos días algo de Sartre, (La náusea, Las manos sucias, Las moscas) quizá para espantar las moscas de la mierda, tan insistentes, tan pegajosas. En aquel tiempo, Sartre producía en mis alucinaciones una vibración desconocida y enigmática. Tal vez su ojo vilorto (agárrate al diccionario de mi tierra) y su cachimba de sándalo rojo emitían vibraciones contestatarias que uno intuía a través de las páginas en rústica de La nausée, «l'une des oeuvres essentialles de la littérature contemporaine», rezaba la contraportada de la obra en la colección “Le livre de poche”, de la editorial Gallimard. (Un amigo versado en Derecho Canónico, me recomendó que, antes de leer esta obra, consultase el canon 2.318,1, sobre lectura de libros prohibidos: La náusea se encontraba incluida en el Índice).
No es lo mismo leer a Sartre en la lejanía de 1972 que leerlo a estas alturas del 2003. Entonces, las referencias conceptuales a las que uno se agarraba constituían esa tabla de salvación que todo náufrago desea no abandonar jamás. Y así como el náufrago, aunque aferrado a su tabla, teme ser tragado por las olas en cada momento y desaparecer para siempre en las profundidades, así la lectura de La náusea lanzaba mis pretensiones intelectuales de un lado a otro del peligroso oleaje de la infracción, más que nada en el sentido de transgresión de norma moral. Ahora, la lectura de Sartre me deja un regusto de melancolía trasnochada, ese sabor de entendimiento que fue y que ya no es.
No sé por qué la lectura de Sartre me ha traído a la memoria la mierda aburrida y estúpida, entre imbécil y apestosa, de algunos programas televisivos. La telebasura. El asco. Y es que da como un poco de asco hablar de telebasura. (Ahora se habla mucho de telebasura e incluso el señor Aznar ha dicho por ahí que habría que ir acabando con ella. Pero nadie le hace caso, será por lo de las ganancias en publicidad y todo eso. Hablar de telebasura es como predicar en desierto y, ya se sabe, predicar en desierto sermón perdido). Así que da como asco, eso de la telebasura. El asco, esa alteración del estómago causada por la repugnancia que se tiene a algo que incita a vómito. No sé qué escribiría Jean Paul Sartre si hubiera llegado a conocer, y a contemplar, algunos programas que emiten las cadenas de televisión actuales. Sartre, tan dominado por el asco. Por la náusea que transmite al personaje de Antoine Roquentin cuando lo obliga a arrastrar su aburrimiento, a anotar con asco y con desdén las estupideces que escucha sentado a la mesa de un café y, sobre todo, la desilusión que experimenta cuando se siente existir en medio de la vulgaridad, atenazado por los límites que le presentan los seres y las cosas. ¿Qué hubiera escrito Sartre si hubiera contemplado un programa como ‘Crónicas marcianas’, por ejemplo? La náusea hubiera sido algo así como un minúsculo epítome de esta posible obra posterior nunca escrita pero que tal vez hubiera escrito.
Hay otro programa, éste de sobremesa, titulado ‘Menta y chocolate’, o al revés, no recuerdo, en el que sólo intervienen mujeres, al menos en su primera parte, invitadas, a lo que parece, a la tertulia cotidiana. No voy a referirme, por el momento, a los asuntos tratados en las sesiones, al menos en las que yo he visto para informarme de qué va la cosa, sesiones en las que cinco señoras (por llamarlas de alguna manera, háganse cargo), presentadora incluida, tratan de temas variopintos mientras se quitan la palabra de la boca, que ya es difícil hablar quitándose la palabra, con el desparpajo de una autosuficiencia más cargante que instruida. Me refiero, sobre todo, a los mensajes que telespectadoras y telespectadores mandan al programa, vía teléfono móvil, y que aparecen sobreimpresionados en la parte inferior de la pantalla. Si el programa de por sí ya es un bodrio espeluznante tipo plasta de vaca, los mensajes movileros no tienen desperdicio. Desde alabanzas desmesuradas a algunas de las protagonistas de la tertulia hasta alusiones despectivas dirigidas sin piedad al paso de los años en alguna de ellas, o a su manera de vestir, o a su modo de expresarse. Y no es sólo esto. Los mensajes son reproducidos en sobreimpresión tal cual llegan a los estudios, situación que origina en la pantalla un verdadero montón de mierda expresiva y ortográfica deleznable. Una de las tertulianas es muy guapa (uno tampoco es ciego, háganse cargo, repito). Incluso la presentadora también lo es. Bien. Algunos mensajes aluden groseramente a la belleza de ambas, o de alguna de ellas, y llegan a hacer declaraciones sexuales en las que lo de menos es que escriban masturbar con v (con lo que la masturbación parece que pierde su condición eréctil), sino que llegan a extremos intolerables de mal gusto gráfico y expresivo e incluso ideológico y ético, con lo que el gallinero tertuliano se convierte en un estercolero inorgánico e inodoro en el que se mezcla el cacareo incesante de las exponentes con el carácter ágrafo e insoportable de los mensajes. Y encima a 0,90 más IVA cada mensaje, con lo que la contribución a la causa chocolatera aumenta crematísticamente de forma considerable.
Y uno se pregunta, dentro de su malintencionada ingenuidad, qué oscuros intereses de cráneos privilegiados programan esos bodrios que únicamente procuran aumento de audiencia y aumento de cuentas bancarias. Es la adoración de la eficacia.
Hugo, el protagonista de Las manos sucias, de J. P. Sartre, también mantiene la eficacia como medio supremo y no se asusta por “ensuciarse las manos”, más atento a los frutos de su acción que a su pureza o a su heroísmo, y llega a proclamar que «todos los medios son buenos cuando son eficaces». Mierda.

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