lunes, 19 de octubre de 2009

SANDALIAS
(1-9-2004)
JUAN GARODRI


Pues nada, que entro en un tienda de prensa a adquirir el diario avituallamiento informativo, qué cruz, señor, todos los días con la prensa a cuestas, que parece que uno no es nadie si no adquiere la prensa, un vacío interior semejante al de los románticos alemanes, los integrantes del movimiento ‘Sturm und Drang’, pura reacción contra el racionalismo y la Ilustración, el idealismo de Fichte, Schelling y Hegel para afirmar el carácter dialéctico de la realidad y del conocimiento.
Ese mismo vacío siento yo, salvando las distancias, si no adquiero la prensa, dominado por un idealismo tozudo y borrical puesto que pretendo encontrar a diario algo que enjuague la amargura de la información aparecida el día anterior, que ya ni el nuestro Atleti es capaz de entrar en la Uefa y falla penaltis como el que falla el tiro en las casetas. Así que soy un romántico de la prensa.
Y entro en la tienda, como decía al principio, y apenas puede uno revolverse, ya se sabe que las tiendas de prensa suelen ser locales reducidos en los que se amontona incluso por los suelos la publicidad de revistas y abalorios. Y giro la cabeza y allí, semisepultada entre paneles acartonados de otras ofertas (muñequitos, abanicos, dedales, pendientes, gafas de sol…), aparece la pareja de sandalias de regalo, envuelta en la rigidez de la añagaza plastificada, si adquieres la revista de no-recuerdo-qué-tema. La pareja es tema recurrente, así que llama la atención esta parejita de sandalias tan modositas, tan recubiertas de un plástico divinamente translúcido, tan flexibles en su elasticidad azul verdosa, tan llamativas, tan aparentes, tan monas. Una sandalia sola no vale. Se perdería en la profundidad de la maledicencia andariega. Para el verano se requiere la pareja de sandalias. Será por eso por lo que la sandalia es al verano lo que la bufanda al invierno.
Sandalias. Hay quien las confunde. Porque no se trata de zapatillas ni de alpargatas ni de abarcas. Las zapatillas llevan consigo la humildad de la tela, aquel pedacito de lona blanca que se ensuciaba tanto y que te procuraba la reprimenda materna, todos los días a lavar las zapatillas y a tenderlas al sol, Habrá que comprarlas de color marrón, decía tu madre, y tú te ponías a regañadientes unas zapatillas de un marrón escatológico y feísimo que disimulaban la suciedad y duraban casi todo el verano, porque en realidad las cosas que causan disgusto duran más que las que gustan, un misterio esto de las zapatillas marrones. Las zapatillas negras ocasionaban un repeluzno psicológico y prefería uno corretear descalzo por el barrio antes que calzarlas porque, además, se identificaban con las zapatillas del niño que había perdido a su abuela o, lo que era más pavoroso, a su madre en un parto desavenido. Las bonitas eran las zapatillas blancas, con el hiladillo cruzado alrededor del tobillo hasta que empezaban a agujerearse por el empuje del dedo gordo. Las alpargatas me gustaban menos. Y no por su asimilación fonética, las sílabas alrededor de la ‘a’ como cucarachas alrededor de un detrito, sino también por las horrorosas disimilaciones que la gente les infringía al pronunciarlas. No era raro escuchar lo de ‘alpergata’ cuando se ponían o quitaban a la hora del baño junto al río Alagón, más abajo de la Casa de la Barca (lugar hoy irreconocible), y lo que era peor y más horroroso, oír a algunas abuelas llamarlas ‘alparguetas’, resonancia fonética que producía la asociación mental enmarronada y sucia de cagaletas. De aquellos tiempos, recuerdo también las abarcas. En los anocheceres de julio, los segadores que bajaban de Castilla o de las Hurdes se tumbaban a descansar en la terraza encementada de la Casa Nueva. La mayoría de ellos calzaba abarcas. Los hurdanos se descalzaban y comían pan con cebolla y algo de tocino, indiferentes a la curiosidad de las miradas infantiles. Cada uno colocaba las abarcas a su lado, junto a la manta. Y me llamaba la atención, sobre todo, aquel pedazo durísimo y curvo de cubierta de rueda de camioneta que, atravesado por unas cuerdas, servía de calzado a su dueño. Cuando caminaban, sus pasos adquirían un vaivén extraño y elástico, como el que camina (si fuera posible) por la superficie de las aguas.
Las sandalias, sin embargo, disponen de entidad histórica y gozan de cierta ascendencia en la historia del calzado. El Antiguo Egipto concedió a las sandalias características no solo domésticas sino culturales y ceremoniales. En Abidos, por ejemplo, durante la I dinastía, se utilizaron las sandalias más antiguas de las que se tiene noticia, si bien con carácter ornamental y funerario. Y Herodoto asegura que las sandalias portaban prosperidad y eran símbolo de dignidad regia y un bien de prestigio. El museo de El Cairo ofrece un listado de las sandalias de Tutankamon. Así que la cosa de las sandalias tenía su importancia hasta el punto de que existía un funcionario de alto rango llamado “el portasandalias”, encargado de llevar las sandalias del rey. Y qué decir del rendimiento bíblico de las sandalias. Que se lo pregunten a Cecil B. de Mille que tuvo que comprar miles de pares para sus películas “Rey de Reyes” y “Los diez mandamientos”, entre otras en las que también abundaron las sandalias.
No es de extrañar que en la actualidad se haya generalizado el uso de la sandalia, con sus tiras de cuero y talón cerrado, mayormente entre tercerasedades y jubilatas. Y hay que ver la prestancia de los paseos matinales, acera arriba, acera abajo, disfrutando del fresco mañanero y poniendo objeciones a las obras municipales, que no dan una estos del Ayuntamiento con las plantaciones de petunias y los asientos de piedra. Y es que no hay como calzar un par de sandalias para sentirse uno dotado del acierto constructor de los antiguos egipcios, para quienes el pie así como también el calzado fueron símbolos de autoridad y de la adquisición de propiedades.
Por algo el rey Psusennes I se mandó forjar unas sandalias de oro.

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