sábado, 31 de octubre de 2009

CLASES
(9-4-2005)
JUAN GARODRI


Hace años, te encontrabas algún conocido por la acera, a las ocho menos cinco de la mañana, y respondías a su pregunta con un “voy a clase”. Cuando salías a las dos, respondías con “vengo de clase”. La clase. Ir a clase, salir de clase, dar clase, trabajar en clase, asistir a clase. La clase, repito. Aquel aula de mesas pintarrajeadas donde tantos años ha trabajado uno. La clase, esa metonimia con la que se designa el conjunto de alumnos que reciben el mismo grado de enseñanza. He escrito sobre la enseñanza, he hablado tanto de la enseñanza que ahora me aburre el tema. Os lo aseguro. (Hay quien equivocadamente dice “os lo prometo” cuando pretende asegurar algo, siendo así que sólo es susceptible de promesa la acción futura que aún no se ha realizado y que sólo es susceptible de aseguración la acción o conjunto de acciones pasadas). De manera que, os lo aseguro: me aburre el tema. No obstante, a instancias de unos y de otros, voy a escribir de ello.
En primer lugar, lo que pone de los nervios a los educadores (antes nos llamaban profesores y no pasaba nada) es el acaparamiento político del tema de la Educación (antes la llamábamos Enseñanza y tampoco pasaba nada). Resulta que desde que empezó la democracia ha habido seis reformas del sistema educativo, de las cuales cuatro han sido del PSOE. El personal —¿educativo, docente?— se pregunta desconcertado qué coños pasa con las reformas que, en vez de orientar, originan un caos (en su sentido físico y matemático, lo que supone un comportamiento errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos) que trae de cabeza al gentío. Cambia la terminología, cambia la orientación didáctica, cambian los libros de texto, cambia la programación curricular, cambia la memoria académica, cambian las actividades de recuperación, cambia la densidad de los exámenes, cambian los sistemas de evaluación, cambian los criterios formativos. Todo cambia. Cada dos por tres. Y esto los políticos y los sindicatos (ojo a los sindicatos) no lo tienen en cuenta. No tienen en cuenta que no se puede cambiar la enseñanza con tanta frecuencia. Todo cambio, para que sea positivo (cambio “a mejor”, dice la gente), supone un proceso de adaptación paulatino y concentrado, tal vez de bastantes años de duración, que no se consigue con el mero hecho de que las directrices reformatorias aparezcan cada pocos años en el Boletín Oficial. Se aferran a la teoría especulativa (“esta reforma la hacemos pensando en un horizonte amplio y tiene una vocación de futuro”) y pluriforme (“tenemos que conseguir los mejores niveles de formación para toda la población y, al mismo tiempo, desarrollar en su plena capacidad las habilidades de toda la población”), como aquél que piensa que cambiando de collares cambia de perro. ¿Niveles de formación en qué? ¿En Lengua, en Matemática, en comprensión de textos, en lenguaje oral y escrito? Es evidente que, según el “informe Pisa”, estamos a la cola de Europa. Piensan que cada reforma dará estabilidad al sistema educativo y no piensan que el sistema educativo apenas necesita reforma: quienes están necesitados de ella son las personas físicas que integran el sistema. El problema de la educación en el aula no son los itinerarios educativos, ni los programas de recuperación de los alumnos con asignaturas suspensas, ni la evaluación, o no, de la asignatura de religión en horario lectivo. El problema de la educación/enseñanza en el aula reside en los propios profesores y en los alumnos. Mientras haya profesores pedorros (pocos, por lo que he podido constatar durante mi trayectoria docente); mientras haya alumnos díscolos, indisciplinados e irrespetuosos, mientras haya tiparracos que destruyen la convivencia amparados por el sistema, las reformas serán papel mojado, ya saben ustedes.
Mientras tanto, nuestra sonrisueña ministra de Educación y Ciencia, doña María Jesús San Segundo, apuesta por una reforma con horizonte amplio y vocación de futuro. Qué va a decir.

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