lunes, 19 de octubre de 2009

(IN)SEGUROS
(11-7-2004)
JUAN GARODRI


Si usted no está afiliado a la Seguridad Social y lo está a alguna de las Compañías médicas que protegen generalmente a funcionarios, le puede ocurrir lo mismo que a mi familia. Bien pensado es algo que le puede ocurrir a cualquiera. A cualquier hora. En cualquier sitio de España. A pesar del talante. Porque si ha ocurrido aquí, en Extremadura, no sé por qué no puede ocurrir en otro sitio. Mal de muchos consuelo de tontos. Así nos tratan, como a ovejas modorras, que son el paradigma de la tontuna. No porque las ovejas sean tontas de por sí. Las ovejas no son tontas. Pero se las considera tontas. Van al matadero sin rechistar, dicen, sin oponerse al sacrificio. La mayoría de los seres vivos se oponen a la muerte (símbolo, en este caso, de la opresión de los poderosos) con la fuerza que les da la vida. La oveja no. La oveja no rechista. Mantiene los ojos abiertos en la sorpresa humillada que es la forma más sometida y dominada de sumisión. Así nos tratan. Como a ovejas. Algunos médicos nos tratan como a ovejas. Los médicos.
El domingo pasado escribí acerca del concepto de encuesta. Si preguntasen al gentío, a través de encuesta generalizada, la opinión que le merece “algún” médico (y digo “alguno”, rechazo la generalización por injusta) es probable que no saliese bien parado. Hay quien piensa, quizá resentida y enconadamente, que alguno de ellos se afianza en la profesión para enriquecerse, sólo eso. Señor de la consulta y de la asepsia, (debido tal vez a la contemplación despectiva de culos, barrigas y otras vergüenzas celulíticas, qué otra cosa son sino basureros y depósitos de detritus las vomiteras, las vendas sanguinolen­tas, los escupitajos, las gasas coronadas de pus, las úlceras y metástasis, las invagina­ciones y reblandecimientos, las escrófulas y la colibacilosis, por no citar las partes blandas bien rellenas de incubaciones mondonguiles y de secreciones cancerosas y sanguíferas), el médico indolente —es al que me refiero— pasa sus horas en el consultorio institucional para luego hacerlo en la consulta privada, o en la clínica privada, y a ganar dinero, a ganar pasta hurgando en la enfermedad, a hacerse rico complaciendo el miedo humano al dolor y a la muerte. Tal vez la apreciación sea injusta, pero hay ocasiones en que así parece.
La cosa ocurrió el día 6 de julio, a las 9’15 de la tarde noche. Unos días antes, el odontólogo nos había indicado que recurriéramos a un cirujano maxilofacial porque había que operar. Pedimos por teléfono consulta médica, para posterior intervención quirúrgica, al cirujano maxilofacial de una clínica privada incluida en el anuario de nuestra Compañía. La señorita de recepción nos señaló esa hora. No suele ser habitual una visita médica a las 9’15 de la tarde noche. Así que repetimos la llamada al día siguiente para confirmar la hora porque teníamos que desplazarnos 70 kilómetros. Nos la confirmó. Cuando entramos en la sala de consulta, médico y enfermera estaban dispuestos a marcharse porque se les hacía tarde, a pesar de ser las 9 y 13 minutos. Al mismo tiempo que el médico va rellenando a mano una ficha para anotar datos de edad, enfermedades, alergias y operaciones de la paciente, la enfermera (o secretaria) teclea en el ordenador y pide a la paciente el DNI y la tarjeta de la Compañía aseguradora, toma nota, pasa la tarjeta por la máquina, y pasa al médico un volante para que lo firme. La paciente tiene que ir contestando al uno y a la otra alternativa y desorientadamente. Mientras el médico ausculta la boca de la enferma (unos segundos), la enfermera-secretaria recoge con prisa el ordenador, recoge fichas, recoge cheques de compañías firmados por pacientes anteriores. Rápidamente, el médico comenta lo que ya sabemos: es necesario operar. «¿Cuándo?», preguntamos. «Hay un problema», responde, «yo no la voy a operar». «¿Por qué?», preguntamos con perplejidad. «Porque tengo complicaciones con su Compañía y el 31 de julio dejo de trabajar para ella», afirma claramente. «Hasta el 31 de julio restan bastantes días, podría operarla antes», casi suplicamos. «Imposible», responde el médico, «hasta ese día tengo la agenda completa. Además, su Compañía paga poco y no cumple lo pactado».
Nos quedamos viendo visiones. Un cabreo sordo iba apoderándose de nuestras neuronas y estuvimos a punto de soltarle ineducadamente que quizá la Compañía le pagase demasiado por rellenar una ficha y auscultar una boca durante escasos cinco minutos. No lo hicimos. Pero pensamos en lo de la ética profesional y todo eso. No obstante, nos atrevimos a insinuarle que cómo podía dejar a una paciente así, a la buena de Dios, que para qué nos había recibido, puesto que nosotros habíamos comunicado previamente que la consulta era para concretar la fecha de la intervención quirúrgica. Y que si él tenía ya la agenda completa y no podía operar, ¿por qué seguía recibiendo pacientes para decirles que no podía operarlos? ¿Por qué nos ha hecho esta faena? Contesta que no es su problema. Le decimos que no hay derecho, que hemos tenido que viajar y desplazarnos hasta su consulta para escuchar lo mismo que ya nos habían dicho, perdiendo la posibilidad de acudir a otro especialista. Sonrisa de oreja a oreja del médico y la enfermera. No es su problema. Salimos de la consulta humillados e indefensos. Echando hostias (quiero decir a toda prisa) salieron detrás de nosotros médico y enfermera, eso sí, con el cheque en el maletín. Una vez llegados a casa, llamamos a la Compañía del seguro médico para contar lo ocurrido y exponer la queja pertinente. Se nos contesta diciendo que “este teléfono es sólo para información; si desean quejarse, envíen un fax a la Compañía”. A pesar de nuestra insistencia rogando que nos facilitaran un teléfono de atención al cliente, obtuvimos siempre la misma respuesta.
Mi tío Eufrasio se ha cabreado mucho y una excandecencia suprema lo ha impulsado a escupir sapos y culebras. Finalmente, nos ha dicho que en estas situaciones el único remedio es ajo y agua. O contar el caso en el periódico, tú que puedes, dijo.

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