jueves, 22 de octubre de 2009

POLITIQUERÍA
(14-12-2004)
JUAN GARODRI


Política. La ciencia y modo de gobernar la ciudad y república. Así se declara en el Tesoro, del maestro Covarrubias. No siempre, sin embargo, los políticos se aplican a esa ciencia. Al menos si se atiene uno al artículo que Pérez-Reverte publica en El Semanal (núm. 895). Muy malos tienen que ser los políticos. Peores. (El comparativo expresa la cualidad comparándola con otra, en este caso con la depravación de otros políticos). Pésimos. En grado sumo. Sumamente malos, que no pueden ser peores, según el citado artículo que tira con bala de grueso calibre y se las trae en lata. «Esa plaga de langosta», los llama el autor. «Lo que tocan lo ensucian, lo desmantelan, lo aniquilan […] queman cartuchos con tal de cargarse lo que sea […] y cómo se odian, oigan […] y encima se creen originales, los malas bestias», añade. Duro, durísimo el alegato anti-políticos. Si esto es así (¿o no es así?), los políticos se han cargado la noble ciencia de la política, y el modo de gobernar la ciudad y la república ha venido a ser una merienda de negros, y perdonen la expresión, ya saben, que ahora se demoniza al más pintado con esto del racismo y la atribución de xenofobia a cualquier (in)consciente, que por menos han anatematizado a Luis Aragonés. (Tengan en cuenta, así y todo, que lo de “merienda de negros” es expresión recogida en el DRAE con el significado de ‘confusión y desorden en que nadie se entiende’, el mismo con el que pretendo utilizarla en estas líneas). ¿Son malos los políticos, los que gobiernan, o son malos los gobernados? Esa es la cuestión. Para Maquiavelo (Il principe, 15-18) existen unas “reglas fundamentales de la política” y unos principios que conducen a ello. Tal vez los políticos actuales se fundamenten en esos principios, aunque lo nieguen, y acepten como punto de partida el primero de los principios maquiavélicos, ese que establece que todos los hombres son malos (y las mujeres también; entienda el lector conspicuo que en el siglo XVI, en la cancillería de Estado de Florencia, donde Maquiavelo era secretario, la paridad igualatoria sexual era desconocida a pesar de que el presentimiento renacentista iniciase un pespunte de renovación en la concepción de la persona y su vivir social, y faltaban unos cuatrocientos años para que se lograse la igualdad entre los sexos), así que, concediendo que todos los hombres son malos, el político tiene que mostrar una oposición equivalente, es decir, manifestar que también él es malo o, al menos, “aprender a no ser bueno”, y aparentar mansedumbre, fidelidad, sinceridad y más que nada piedad, pero sólo aparentarlo. Es la fórmula de Maquiavelo: contra una determinada fuerza debe oponer el político otra igual e incluso poner en juego otra mayor si quiere vencerla. Es esta filosofía estatal fundada en el carácter físico-mecanicista de las relaciones la que empuja a los políticos a atacarse sin piedad, a denostarse, a insultarse. Todos los ciudadanos comprueban este hecho, sobre todo estos días en que tan revuelta anda la cosa parlamentaria con lo de la Comisión del 11-M, lo de nación y/o nacionalidad y la deriva nacionalista de Maragall y el PSE. Con estas cosas no se desarrolla la política, en suma, sino la politiquería, es decir, el efecto de hacer política de intrigas y bajezas. No son los políticos quienes actúan: son los politiqueros. Tal vez por eso, quiero entender, el Pérez-Reverte raje de una forma tan contundentemente desconsiderada contra «políticos tiñalpas que se acojonan ante la dictadura de las minorías». Fin del todo.

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