jueves, 15 de octubre de 2009

EL BESO
(21-3-2004)
JUAN GARODRI


El crítico literario es un tipo que se pasa la vida tirando besos. Besos diminutos y erráticos, dibujados con la puntita de los dedos, o besos plenos, majestuosos, apasionados, estampados en mitad de la frente y, finalmente, besos de judas, desfavorables e incluso perniciosos, por no decir hostiles. El crítico literario corre el riesgo de no ser entendido por quienes critican la crítica, mucho menos por el escritor criticado que siempre piensa que lo han elogiado menos de lo que él alcanza o que lo han vituperado más de lo que él merece. Me refiero a la crítica que se hace de bodrios lanzados a bombo y platillo por determinadas editoriales, usted comprende, se contrata al crítico, se le unta con mayor o menor cantidad de tocino de oveja, según, y aparece una reseña crítica resplandeciente y elogiosa, uno de los escritores más importantes de la actual narrativa, suele decirse, con lo que uno queda asombrado de que haya tantos escritores cuajados de importancia dentro de la actual narrativa, en su mayoría bodrios de muy ardua digestión, al decir de J.M. de Prada.
Es el beso envuelto en el celofán fétido de la ocena. ‘Bacciare le tue labra qui odorano di vento’, cantaba Domenico Modugno el año que no hizo aire. Sí, sí, besos que huelen a viento, qué más quisieran ellos. La crítica besa o manosea e incluso babosea con besos ficticios y aneróticos, lejanos de la atracción apasionada del beso. El lector lo advierte tardíamente y empieza a caerle gordo el autor, porque no tiene más remedio que digerirlo a base de almax y otros antiácidos lectores que le faciliten la tragantada del bodrio de muy ardua digestión, como ya se dijo.
Ocurre que el libro debería gustar por sí mismo, y el autor otro tanto, en vez de caer gordo, a unos más a otros menos, natural, todo el mundo no tiene el mismo gusto, y no pretender que el libro (y el autor otro tanto) guste por la preponderancia lucrativa y publicitaria que defecan las editoriales. Porque va y tienes el día tonto y dices, pues me voy a comprar un libro, la última novela, la que aparece en la lista de libros más vendidos, edición de bolsillo por lo del precio, y resulta que la novela es un bodrio de los de muy ardua digestión, como queda dicho y repetido, a uno le queda un regusto amargo, y la relación afectuosa libro-lector que debería fundarse en el beso apasionado de la satisfacción espiritual, queda reducida a la relación comprador-librero, una relación de paso, sin beso apasionado ni nada, como la que puede establecerse en cualquier bar de copas de una carretera desconocida. Un chasco. Y entonces es cuando aparece la sensación de que el autor (que, por otra parte, ha escrito lo que ha podido, no es culpa suya que la editorial haya visto en él un filón de huevos de oro) empiece a caerle gordo al lector, pero gordo gordísimo, hasta el punto de que jure ante el altar de Polimnia no volver a dejarse arrastrar por la tentación de adquirir sus libros. Así que ni beso ni nada. Y, a propósito del beso, y a lo del altar de Polimnia, y a lo de caer gordo el autor sin ton ni son (axonometría del beso, tres ingredientes que se mezclan con frecuencia en la ensaladera del aborrecimiento, porque sabido es que el ser humano lo mismo que ama, aborrece, y que las mismas neuronas, en la misma persona, pueden activar la maniobra de la atracción o el escupitajo del asco, la claridad del deseo o el empuje del rechazo), a propósito del beso, pues, me viene a la memoria Jaime Bayly, autor de reconocimiento generalmente extendido con flores y encomiendas por numerosas plazas españolas e iberoamericanas. Y sale el tío y se pone y va y agarra y dice: «Boris Izaguirre me dio el mejor beso que yo he vivido». Al pronto, pensé que se trataba de un beso espiritual y narrativo, la relación entre alguna novela del Izaguirre y algotra del Bayly, relación que suele establecerse entre autores que se piropean literariamente, Qué bueno eres, tío, lo último que te ha editado Caralinda ya constituye de por sí una obra mayor, Pues lo último tuyo es excelente, desde luego Porlacara es una editorial de enormes recursos y dilatado catálogo: y ahí está tu libro al lado de los grandes. Eso pensé, pero qué va. Jaime Bayly continúa: «Descubrí una virtud incomprendida: que me gustaban los hombres. He procurado ser todo lo gay que he podido. Pero no soy perfecto. No soy completamente gay». Así que me he quedado de piedra. Y no por la pretensión baylyana, tal vez justificada, de añadir el descubrimiento de una nueva virtud al reducido elenco de las virtudes cardinales, qué va. Tampoco me he quedado de piedra por las manifiestas tendencias homoeróticas del Bayly (que merecen todo mi respeto, por supuesto, aunque no las comparta, cada cual puede hacer de su capa un sayo si le place o lo necesita, yo estoy contento con el sayo que tengo), sino por la adición final en la que asegura su imperfección por no ser ‘totalmente’ gay. La atribución con la que el adverbio ‘totalmente’ complementa al verbo ser, adquiere casi una dimensión antropológica. Bueno, sin casi. Porque modifica los aspectos sociales y biológicos del hombre. Y todo por un beso. A consecuencia de un beso. Es la plástica del beso, aunque no con la intensidad de la obra de Rodin, supongo. Si el beso se ha considerado siempre una manifestación del espíritu, el beso en la boca viene a ser la síntesis labio-lingual de la comunicación, el vaciamiento ensalivado de un espíritu en otro. Con todas las bacterias, bacilos, infecciones y estreptococos que el beso puede transmitir entre una y otra boca. Así que, supongo, toda la capacidad narrativa de Izaguirre ha transmigrado a la de Bayly, suministrándole emocional y apasionadamente la ‘voz’ inenarrable de la novela. (Espero que no le haya transmitido sus infecciones descriptivas). Lo que no entiendo es por qué Jaime Bayly acepta o requiere la insuflación osculatoria del Izaguirre, cuando, de por sí, a lo que parece, no necesita insuflaciones para patear la virginidad de la noche. Y es que uno siempre está en otra onda. O que todavía no ha sufrido la modificación social y biológica que puede producir la sonoridad de un beso.

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