miércoles, 21 de octubre de 2009

NECESIDAD DE ALFORJAS
(2-11-2004)
JUAN GARODRI


Uno lee la información que aparece en el periódico, en cualquier periódico, en todos los periódicos tal vez, y lee uno, ya digo, determinadas informaciones y se queda de piedra. Y así, el sábado 23 de los corrientes, en el HOY: «La Audiencia impide que uno de los etarras más sanguinario salga el lunes de la cárcel». Esa era la entrada, con letra tipo 48 o por ahí. La entradilla proseguía: «La liberación del terrorista, condenado a 2.000 años de prisión, fue propuesta por un juez de vigilancia penitenciaria que no tiene competencias para ello».
Y aquí es donde viene el sonsonete de todos los cojones zumbando. Puede sorprender, y sorprende, que un preso acumule una condena de 2.000 años de cárcel. O sea, que no debería salir del saladero, piensa el personal, porque biológicamente empinaría el zapato muchísimo tiempo antes de cumplir la condena, por mucho ADN matusalénico que incubaran sus neuronas. Tal y tal lo de los 30 años máximo. Vale. Buen comportamiento, estudios, trabajos útiles. Vale.
Lo pavoroso es que un juez de vigilancia penitenciaria lo suelte. El gentío se acojona y lanza furibundas comparaciones (que son odiosas, ya se sabe) en la cosa de las actuaciones judiciales. El juez de los vaqueros, el juez de la empleada de hogar, el juez del meloncillo, el juez de abuela abandonada, el juez del perro abandonado. Son viejas anécdotas (por llamarlas de alguna manera) que intranquilizan el subconsciente colectivo y planchan la confianza que, más o menos, se tiene depositada en la justicia. No pretendo ser reiterativo, pero ya que lo preguntas te diré en plan cotilleo salsarrosero que el primero dictó sentencia a favor del violador porque, dijo, es prácticamente imposible arrancar los pantalones a una chica vestida con vaqueros. El de la empleada de hogar no anduvo con tonterías y negó la reclamación salarial de la trabajadora porque hoy día, dijo, los electrodomésticos facilitan el trabajo y se suda menos. El juez del meloncillo le cascó una multa considerable al agricultor (denunciado por ecologistoides) que cometió el delito de darle un garrotazo entre las orejas (y cargárselo) al meloncillo que le asolaba la huerta. También anda por ahí coleando lo de Farruquito y su libertad condicional y, ahora mismo, el caso Vera y las solicitudes de Altas Instancias para que no vaya a la trena durante siete años. Finalmente (hay casos a montones), el personal se encabronó con la noticia del juez que multó con 30.000 euros al dueño que abandonó a su perro en la autovía, y con 30 euros al tiparraco que abandonó a la abuela en la cuneta. Pero vamos, todo esto es una gota de vinagre en un tarro de pepinillos si lo comparamos con la noticia que encabeza estas líneas. El juez suelta al etarra “sin tener competencias para ello”. O sea: o era un juez chulo (y un huevo, yo suelto a éste porque le he concedido una redención extraordinaria por estudios y con eso cumple su condena de forma íntegra), o era un juez ignorante. Horrible no es que el juez suelte al terrorista, horrible es que el juez actúe sin tener competencias para ello. Y el colmo de la horripilancia: que el juez ignore la reforma legal de mayo de 2003 según la cual «el único juez de vigilancia penitenciaria de España que puede dar o quitar beneficios a un etarra es el juez central de la Audiencia Nacional».
Como seres humanos, los jueces pueden equivocarse. O aplicar la ley de forma extravagante (ejemplos arriba expuestos) según una caprichosa mayéutica testicular (u ovárica). Pueden. Lo que no pueden es ignorar la ley que aplican, o saltársela. Ante hechos así todos nos sentimos más indefensos cada día. Para este camino no se necesitan alforjas.

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