lunes, 19 de octubre de 2009

LA COSA DE LA ENCUESTA
(4-7-2004)
JUAN GARODRI


No sé cómo podrían vivir sin encuestas hace pocos años. La encuesta es la manifestación del ejercicio opinante. Ejercicio físico, sudor mental, esplendor opinante. Así que no sé cómo el gentío podría vivir sin opinar. Increíble. La gente no opinaba. La gente trabajaba de sol a sol, suele decirse, tal vez con la exageración incomprensiva de las afirmaciones rotundas. El personal trabajaba y no opinaba, al menos nadie le pedía que manifestara su opinión. Y era tan feliz, al parecer. A nadie interesaba la opinión de los demás. Tú ibas y le preguntabas a uno,
—Oye, que quiero saber qué opinas sobre el contrabando del aceite que entra por la frontera portuguesa.
—Y para qué quieres saberlo—, respondía el otro.
—Es que estoy haciendo una encuesta, ¿sabes?
—¿Una qué?
—Una encuesta de opinión.
—¿Y para qué haces esas cosas?
—Es que me lo ha pedido el sindicato.
—Anda y que te den por donde amargan los pepinos. ¿Qué quieres, que me empapelen?
Y el encuestado se alejaba a paso ligero, por si aparecía la autoridad competente.
Si a nadie interesaba la opinión de los demás, mucho menos a los que mandaban. Los que mandaban se dedicaban a eso, a mandar, que (no) era lo suyo, y ni de broma se les ocurría consultar la opinión del gentío. Hoy día no. Hoy día la encuesta constituye una magnificación de la ciudadanía, que también trabaja, aunque parezca que en vez de trabajar consume y, a la vez que consume, responde con alegría los cuestionarios de las encuestas.
Con frecuencia se hacen encuestas sobre asuntos que no interesan al personal pero, una vez lanzados los resultados al general conocimiento de la gente, generan desasosiego y hasta debate, que ahora se lleva tanto. El debate se ha generalizado tanto como el pantalón pirata, ese de la media pierna. Y, efectivamente, la encuesta es al debate lo que el culo al pantalón, de manera que no hay buen debate si la encuesta no luce con sus redondeces ocultas y sus protuberancias amañadas.
En lugar de hacer encuestas sobre el asunto de si el PP va reduciendo intención de voto con respecto al PSOE, o sobre otros productos del papanatismo antagonista, los encuestadores deberían preguntar al personal acerca de si están interesados o no en que baje el precio de los carburantes, o preguntarles hasta qué punto se aclaran la garganta para que la voz les salga limpia y eufónica cuando se quejan de la inseguridad ciudadana.
—Oiga, señor —podrían preguntar a algún viandante—, ¿qué opina usted de la amable protección que la policía ofrece al ciudadano en general, y a usted en particular, cuando regresa a su domicilio después de haber tomado unas copas el viernes por la noche con los amigos?
La pregunta es, ciertamente, ampulosa y prolija, cargante hasta cierto punto, pero a ver, una pregunta de encuesta debe poseer cierto grado de prosecución retórica, porque estaría muy feo que el encuestador interrogase al viandante como el que dispara a bocajarro:
—Oiga, ¿la policía cumple o son unos mantas?
También podría preguntarse a la ciudadanía acerca del lenguaje perifrástico y fraigerundesco del que hacen gala no pocas veces los políticos. Se han visto escritas por ahí expresiones tan chuscas como «accidentes habitacionales», o algo así, para designar a las viviendas de alquiler. No sé si será un destello léxico de la señora ministra de la vivienda o una mala captación de la frase por parte de quien la reprodujo en la prensa. Pero vamos, una magnificación prosadora (vide acepción 2 del DRAE) la tiene cualquiera. No hace mucho, durante la celebración litúrgica de una boda, el celebrante echó su cuarto a espadas y citó a García Márquez para resaltar la belleza del amor o la belleza de la desposada, no recuerdo. Finalizó tildando a García Márquez de “gran poeta” de la literatura.
El problema de la encuesta reside en que de ordinario las preguntas que configuran el cuestionario están redactadas siguiendo los intereses del encuestador de manera que el gentío responda lo que al tal encuestador interesa oír. Porque para oír lo que no interesa es preferible prescindir de la encuesta. ¿Por qué no se pregunta a los españoles sobre el matrimonio entre homosexuales, sobre su adopción de hijos? ¿Por qué no se les pregunta sobre el analfabetismo de los famosos y/o de los políticos? Me han pasado una fotocopia manuscrita del guión de un dirigente, probablemente para utilizarlo en un discurso de inauguración: «Estimados socios: Me pocon el contato contodos busotro para comunicara la ce lembracion de tecer día de […] Este año sercelebrará el ** conmolla saveis lamalloria que asintite el año pasado el ** pomque alli secomunicos que secelevaria el ** esta tecera celemvracios vantene alguno cavios con respetos alañompasados». Así dos folios. Insufrible. ¿Por qué no se hace una encuesta sobre lo que piensan los españoles de los jueces? Pedro J. Ramírez los pone a escurrir en El desquite. Pero la opinión de un autor, por muy famoso que sea, no deja de poseer valor exclusivamente individual. ¿Qué opinan los españoles de los jueces y de la justicia? Me gustaría saberlo.
A pesar de todo, la encuesta no define una realidad: la taxidermiza (la palabra no existe pero, puestos a exagerar, se me ocurre utilizarla). En realidad la taxidermia solo es eso: apariencia de vida, de no muerte, de no. Una encuesta en manos de los políticos, escribió Pitigrilli citado por Ussía, es una cosa en la que toda mentira se convierte en un gráfico.

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