viernes, 16 de octubre de 2009

BLASFEMIA
(2-5-2004)
JUAN GARODRI


El filósofo Félix Duque me dijo hace tantos años (ambos remábamos en la misma galera docente) que con las cinco vías de Tomás de Aquino que prueban la existencia de Dios puede también demostrarse su inexistencia. No se trata, pues, de que Dios exista o no exista. Se trata de que miles, millones de personas creen en la existencia de Dios. Creen que dios es algo importante en sus vidas. Personas cuya sensibilidad religiosa ha sido herida y ultrajada. Una obra de teatro lo ha conseguido.
Prohibida la blasfemia. Rótulo franquista. En los establecimientos de bebidas, bares y tabernas, mayormente en los pueblos, la prohibición aparecía colgada de la pared, cagueteada de moscas y enmarcada con papel adhesivo de color marrón. Y a atenerse a las consecuencias: el blasfemo era sancionado con multa de veinticinco a cincuenta pesetas, casi la mitad del jornal diario. Y es que Franco era muy cuidadoso con las cosas del mensaje divino. Bueno, era tan cuidadoso que el poderoso nombre de Dios unido al férvido nombre de Patria (y al indómito nombre de raza) lo convertían en un caudillo invicto y glorioso. Franco era victoriosamente proclive a utilizar el nombre de Dios en arengas y discursos. Y no sólo eso. Impuso el nombre de Dios en escuelas, institutos y universidades. Y en cualquier oficina de cualquier ayuntamiento de cualquier provincia de cualquier ministerio, el nombre de Dios presidía las sesiones e inspiraba la pluma con la que se firmaban los acuerdos (que ni eran acuerdos ni nada, qué va, porque siempre había que hacer lo que él dictaba, que para eso era dictador). Tanto utilizaba el nombre de Dios, que sus adversarios políticos pensaban que su oronda silueta de dictador no provenía del golpe de estado que supuso el Glorioso Alzamiento sino de la manía obsesiva con que constantemente pronunciaba el nombre de Dios y que le había dejado aquella voz de pito. El nombre Dios lo había convertido en un fascista de los de peor calaña, a pesar del NODO y de las inauguraciones de los pantanos.
No es de extrañar que al cabo de tanto tiempo, asentada ya la democracia y diluido el nombre de Dios por la acción y añadidura de disolventes específicos, tenazmente utilizados para borrar de las mentes ciudadanas la nefasta influencia divina (porque hay que darse cuenta del daño que el nombre de Dios ha producido en los españoles y en las españolas, aunque bien considerado en las españolas el daño ha sido menor porque en los tiempos de Franco no se tenía en cuenta la igualdad de sexos, Franco sólo se dirigía a los españoles quizá para demostrar la característica indómita de la raza que nos viene de Isabel y Fernando, los del yugo y las flechas, Fernando adoptó el yugo, palabra que empieza por Y, nombre de Isabel que en aquella época gloriosa se escribía con y griega, e Isabel adoptó las flechas, palabra que empieza por F, de Fernando. Por tal razón, cuando se unieron en santo matrimonio, además de unirse Aragón y Castilla, el yugo y las flechas se unieron también en el escudo de ambos, presididos por el anagrama de católicos que los cronistas se apresuraron a atribuirles), creo que me he perdido, tú, decía que no es extraño que al cabo de tanto tiempo usando la pobre gente el nombre de Dios venga ahora un tío listo y se cague en Dios. Los ácidos biliares se me han alterado al leer la noticia de un tipo que, cansado ya de tanto oír el nombre de Dios, va y se pone y escribe una obra de teatro, representada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, que lleva por título «Me cago en Dios». ¿Qué otra cosa podía hacer el arzobispo de Madrid sino calificar de “ultrajante” el título de la obra y pedir su retirada? ¿Qué quería el tal Iñigo Ramírez? ¿Que permaneciesen callados aquellos para quienes el nombre de Dios representa los más sagrado de su vida, lo único importante de su vida? Pues sí, debía de querer eso, el silencio de los corderos, porque afirmó con aparente displicencia cuando conoció la reacción del arzobispado de Madrid que «vivimos en un país de inquisidores». Bueno, pues se me ha roto la vena autosuficiente y malquista. Un impulso venido de no se sabe dónde me envuelve en una mala leche vociferante y cabreada. No es posible que viva en un país de gilipollas donde el gentío ha aprendido a aplaudir con el dorso de la mano. Alzo la voz porque la gente calla. Miles de personas que creen en Dios se sienten injuriadas, humilladas, ultrajadas, sometidas por el nuevo látigo inquisitorial y estúpidamente progresista que fustiga sin piedad cuanto aparece en contra de sus intereses antirreligiosos. Me niego a aceptarlo, me rebelo contra los nuevos inquisidores, esos que en nombre de la “libertad” denigran el hecho religioso por considerarlo retrógrado e incluso fascista (en una rancia pirueta histórica en la que mezclan lo soso con lo crudo), y lanzan a la hoguera de su condena todo cuanto huela a religión. Así que voy a blasfemar. Prevengo a los sedicentes cultos que el término ‘blasfemia’ no solo porta el significado que conlleva toda palabra injuriosa contra Dios, la virgen o los santos. Blasfemia también significa execración, maldición y vituperio dirigidos a alguien superior en honor y dignidad, en fama y excelencia, aunque no sea Dios. Blasfememos, pues. Por ejemplo: en el supuesto de que yo, utilizando el derecho a la libertad de expresión, escribiese una obra de teatro titulada «Me cago en Iñigo» (representaría en su persona a cuantos atacan o ridiculizan lo religioso por considerarlo retrógrado, pernicioso y socialmente insano, usted comprende, almodóvares, luisantoniosdevillenas y así) y en ella criminalizase la enseñanza laica, equiparando la progresía a las sustancias dañinas para los jóvenes como el alcohol, el tabaco y la droga, probablemente don Iñigo se sentiría ofendido y ultrajado porque mis palabras, blasfemas a más no poder, atentarían contra la dignidad de la persona, en general, y contra su derecho al honor, en particular. Exigiría una rectificación por mi parte e incluso la retirada de la obra, y yo respondería a todo trapo diciendo que se me intentaba coartar la libertad de expresión, que mi obra era un divertimento para librar al gentío de la disfunción eréctil y que vivimos en un país de inquisidores tan intolerantes, o más, que Torquemada y sus “Instrucciones”, sólo que al revés. Mi obra, producto del fundamentalismo religioso, sería una blasfemia contra el sagrado nombre del progreso, blasfemia intolerable y ultrajante, merecedora, con todos los deshonores posibles, de una manifestación de protesta con pancartas y todo. Contra Dios puede admitirse la blasfemia. Contra el “progreso” no.
Juan Garodri es escritor

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